lunes, 20 de julio de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (III)

(“La venganza es un plato que sabe mejor cuando se come frío”, dijo alguien que probablemente había leído mucho y bien a William Shakespeare. Cobrarse una deuda por las malas suele ser rentable muy pocas veces pero hacerlo de inmediato, en caliente y con el corazón convertido en una olla exprés, resulta ruinoso en el ciento uno por ciento de los casos para quien lo intenta. El territorio fronterizo de los fracasados está lleno de vengadores precipitados que convirtieron esa ofuscación en un atajo para ir desde su pasional deseo de ajuste de cuentas hasta la bancarrota moral. Me lo dijo una noche Mario Puzo, mientras apretaba el gatillo de su máquina de escribir historias sobre la verdadera regla de juego que rige en el mundo:

-“La mayoría de las veces que uno se cruza con un vengador impaciente le reconoce al instante. Lleva escrito en los ojos el doble error en el que cayó aquel mal día en que decidió cobrarse la deuda en la persona equivocada por las prisas. Aunque se quedase con la cartera de la víctima, lo más probable es que ésta sólo tuviera dentro billetes falsos que ni siquiera le servirían al justiciero para comprar ese descanso reparador que debe seguir a toda tarea bien hecha”.

Clint Eastwood, que conoció en Almería el precio de la muerte, empezó a ser el clásico en que se ha convertido en nuestros días precisamente con esta película infravalorada. Una historia para la pantalla grande dirigida por un polichinela llamada Ted Post y del que ese rubio con poncho y un cigarrillo de color tabaco –en cuyo rostro están hoy grabadas las erosiones del californiano Valle de la muerte– era el que manejaba los hilos.)


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” :

COMETIERON DOS ERRORES


En el Club Nureyev todos hablaban en voz baja de Arthur Carmody pero ninguno se atrevía jamás a tirarse el farol verbal de decir que le conocía personalmente. Cualquiera de los habituales hubiera dado, gustoso, el armario lleno de ropa del que había salido por cruzarse una noche con él. Sólo para comprobar si su mirada se advertía algún detalle morboso de los que delatan a los fulanos cargados de testosterona, esos tíos machos capaces de despertar la líbido de la bruja Averías mientras se duchan, indiferentes, con nitrógeno líquido. De Carmody se decían cosas tremendas, que su sombra le hacía de guardaespaldas y que era un tipo tan frío que meaba nieve. Cosas así.

Sonny era uno de los habituales del Nureyev. Odiaba las exageraciones y era tan equilibrado que siempre llevaba cuatro relojes encima por si alguien le preguntaba la hora poder responderle con la media ponderada de los cuatro datos. Por eso me tomé en serio cuando me contó que una vez estuvo en una exposición de fotografías y allí había un retrato desnudo –a tamaño natural– del tal Carmody y que en un descuido a la pintura se le escapó una sonrisa. Entonces Sonny pudo verle la dentadura postiza, una dentadura hecha, se decía, con los últimos trocitos de hielo del iceberg que acabó con el orgullo del Titanic la medianoche del catorce de abril de mil novecientos doce. Sonny también me contó en otra ocasión que durante la Nochevieja de mil novecientos noventa y uno, en Nueva York, dos sirenas de la noche –la pasión y la frigidez– se apostaron la cena y el cotillón a ver cuál de las dos era capaz de fundirle los fusibles a Carmody. Con una condición: utilizar exclusivamente las armas que le eran propias a cada una.


La frialdad no consiguió rebajarle su temperatura de cero absoluto por más cubitos de hielo que le añadía al granizado de limón que él se estaba tomando. La pasión, en cambio, quiso jugar su partida con mayor astucia para no repetir el mismo error. Esperó a que Carmody estuviera distraído y al filo de la media noche le metió su mano tibia entre dos rayas de aquella camiseta de marinero sin barco que él siempre llevaba puesta. No pareció percatarse de la maniobra femenina y todos creyeron que, con la guardia baja, le subiría la fiebre inmediatamente. Está claro que no le conocían bien. Carmody acabó abrazando a aquella sirena –lo pudieron ver todos– pero, desde entonces, a la pobre la están vendiendo a rodajas en la pescadería. Como si fuera merluza congelada.


Sergio Coello

martes, 7 de julio de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (II)

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(La película “Gilda” le puso rostro definitivo a la mujer fatal en blanco y negro; ya saben, esa mujer-serpiente que, en realidad, fue la auténtica rival de Eva en el Paraíso; aquella chica-pecado mortal que en nuestros sueños nos daba un inolvidable beso de tornillo con las uñas. Tal vez, por eso mismo, el guante que la Hayworth se quitó mientras bailaba cantando -con una prestada voz de lima con ginebra- “Échale la culpa a mamá”, no ha sido todavía superado. Ni siquiera por esos miles de tangas que las bailarinas de striptease lanzan ahora al público-macho, durante las despedidas de soltero, con derecho a consumición pero no a usar las manos.

Fue una lástima que detrás de aquel mito, agazapada como toda trampa, se escondiera la cruda realidad de una pobre chica hispana, manoseada por su padre desde antiguo. Y que su salud mental durase lo justo: desde la operación quirúrgica para quitarle costillas y dejarle una cintura de avispa hasta la aparición de aquel pelo cortado a mordiscos y teñido de color rubio-fracaso. Es lo que tienen los genios cuando se convierten en maridos, que son incapaces de proporcionar una dosis razonable de felicidad a su mujer, como haría cualquier hombre corriente.

Crecimos corriendo detrás de nuestros sueños mientras el de Gilda se partía en mil pedazos. Finalmente, la diosa dejó de preguntarse cada mañana quién era esa mujer que, con su mismo rostro, mucho más aviejado, la miraba desde el espejo con aquellos ojos perdidos en el cielo de las musarañas.)

GILDA

Peter Dawson siempre hablaba con orgullo de aquella noche en la que estuvo en el Casablanca, un club que en los buenos tiempos había enfrente del Reservoir de Central Park, en Nueva York. Entonces, cualquiera que llegaba a la verdadera capital del mundo lo primero que hacía era traspasar la puerta de ese club aunque tuviera que pagar diez dólares por un dedal de vodka.
No había otra manera de ver en directo a la cantante Judy Taylor.
Judy interpretaba blues desde que era niña aunque no había nacido en el Delta del Mississippi ni se enamoró jamás de un músico negro en Chicago. Nunca necesitó tener el corazón en la garganta, como la inolvidable Billie Holliday que se acabaría perdiendo en un bosque de jeringas brillantes por donde le habían dicho que se llegaba al mar. Tal vez a Judy le hubiera gustado pasar una noche con el poeta Leonard Cohen en la suite real del Hotel Chelsea, como hizo Janis Joplin, aquella chica tejana devorada por las pirañas que había escondidas entre las flores de los hippies. Así que para ser una inmortal cantante de blues a Judy le faltaban algunas cosas. Para empezar, carecía de esa voz de pantano -con sus esclavos fugitivos a la carrera y sus perros de presa detrás- que tuvo John Lee Hooker. Tampoco llevaba escondido dentro de la garganta uno de esos desfiladeros de las Montañas Rocosas como hacía Ray Charles. Ni siquiera la naturaleza la dotó del electrizante timbre con el que Elmore James rasca el corazón de los tipos solitarios, aliviándolos un poco, cuando se ponen a escuchar un disco suyo porque les pica ese no sé qué en el lado izquierdo del pecho.


En realidad, Judy cantaba regular pero eso era lo de menos. En opinión de Peter, si valía la pena pasar por la taquilla del Casablanca era porque la Taylor movía las caderas con un swing idéntico al de ese viento procedente del museo de piedra arenisca de Monumental Valley, cuando mece los maizales verdes que se extienden entre el lago Mead y Gleenwood Springs, hasta poner los sembrados tan calientes que hay que regarlos luego con las inmensas aguas, ya domesticadas, del río Colorado.

- “Aquella noche -contaba una y otra vez un orgulloso Peter Dawson a sus compañeros de oficina, verdes de envidia- el Casablanca estaba lleno de tipos con pinta de duros. Fulanos que, así de primeras, parecían muy sólidos; para qué negarlo. Pero, ¿sabéis una cosa? Con los movimientos de Judy en el escenario, todos ellos acabaron derritiéndose mucho antes que el hielo de sus propias copas.”

Sergio Coello