martes, 28 de diciembre de 2010

Piedras redondas

Fue Miguel de Cervantes quien, con otras palabras, dijo aquello de:
-“Después de dar vueltas por el mundo y morar en cien lugares, uno acaba descubriendo que es más divertido el camino que la posada.”

Ortega y Gasset matizó la cosa cuatro siglos después cuando afirmó que lo importante no es llegar sino estar yendo. Sin embargo, a todo hombre, desde Ulises a Lope de Aguirre, de Cervantes a Ortega, le llega el día en que sabe que está en ese punto de su vida donde se acaba la cuesta que venía subiendo. Es entonces cuando uno ha de comprender que si ha superado la pendiente con cierta alegría ─a pesar del pesado saco que se echó a la espalda cuando tenía veinte años─ es porque el esfuerzo de tirar para adelante y hacia arriba no era excesivo comparado con su energía para levantarlo.

El saco estaba lleno de ilusiones y las ilusiones son la única carga que empieza a pesar justamente cuando te vas deshaciendo de ella. Así que esa empinada ladera de montaña que es la vida te parecía en aquellos años una autopista llana; como la que recorría tranquilamente, a bordo de su cortadora de césped, el anciano protagonista de la película de David Lynch, “Una historia verdadera”.
Otros hombres, en cambio, llegan al punto de inflexión y siguen adelante, resbalando como una piedra redonda por el otro lado -el de bajada- hacia el agujero. Fulanos que le inspiraron a Bob Dylan esa canción perfecta que lleva por título “Like a rolling stone”. De vez en cuando, nos enteramos de que algunos de aquellos que admiramos en sus buenos tiempos ─cuando eran dioses civiles─ siguen empeñándose en regresar al pasado para reencontrarse con ese joven que fueron un día. Hasta que revientan. Simplemente, porque ignoraban que aquel muchacho ya no existe y, lo que es peor aún, si existiera renegaría de aquello en lo que se han convertido ellos después.
Con el tiempo los hombres también aprendemos que eso que llamamos meta no es más que el punto más alto en la trayectoria de cualquiera; que dar un paso más significa empezar a oír el tango “Cuesta abajo”. Un mal asunto. Tan malo como sentarse encima de ese pico de la cumbre y notar que no tardando se te empezará a clavar en el culo. El aventurero Jerry Flanagan, que se había bebido toda la estantería que había al otro lado de la barra del Metropolitan- me lo dijo una noche:
-“Lo ideal sería que uno notara el preciso instante en que pisa esa raya. Como aquella vez en que supe que estaba en el Polo porque al dar un solo paso el viento del sur se había vuelto viento del norte”.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Más mujeres

Rossy Sedanke era finlandesa, de Turku, y tenía el atractivo abismal de las diosas paganas. Bailar con ella un fox-trot era como tocar el cielo con las yemas de los dedos de los pies. Tuvo un novio que se llamaba Bobby La Cava, un matón a sueldo que enfriaba sus güisquis con pólvora congelada. Una noche aquel gángster invitó a cenar a Rossy y se acabó ahorrando el pago de la elevadísima factura en el restaurante porque no llegó vivo al segundo plato.

Murió de un disparo que su asesino le hizo a la gabardina de Bobby creyendo que él estaba dentro porque la separación entre el rufián y su prenda no le sirvió de nada a la hora de conservar la vida. Como el escote de la Sedanke se daba un aire al cráter de esos volcanes que hay en la isla de Java, el forense se hartó de mirar dentro para acabar echando un vistazo desganado al cadáver de Bobby antes de decir:
-“El disparo a la gabardina no ha interesado a ningún órgano vital pero el agujero en la tela se le ha complicado a la víctima con un beso que le estaba dando su compañera de mesa. La mezcla de ambas cosas es la que ha resultado mortal de necesidad.”

Betsy Morelly ─que no era guapa pero le sentaban fantásticamente los vestidos cortos y ajustados─ se movía con tanta soltura dentro de ellos que a los semáforos se le ponían los ojos rojos cuando la veían venir desde lejos. Era capaz de mostrar confianza en sí misma, incluso colgando de la cuerda de un patíbulo. Ya saben, todo lo contrario de algunas chicas de hoy que a decidirse entre pedir un agua mineral o una cocacola ellas lo llaman “enfrentarse a una angustiosa alternativa vital”.

La Morelly era muy desconfiada. Una vez le preguntaron unos encuestadores qué opinaba del divorcio y antes de responderles les pidió tiempo muerto para consultar la respuesta con su abogado. Resultaba tan llamativa que sus escapadas del hogar eran, en realidad, entradas triunfales en la calle. Le sobraba el dinero pero no perdonaba ni las vueltas de una limosna. Controlaba tanto los gastos personales que sus manos ajustaban cuentas entre sí antes de hacerse mutuamente la manicura. Pedirle un favor a Linda sin entregarle antes un fajo de billetes resultaba tan absurdo como pretender hacer una hoguera con dos paletadas de nieve.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Mujeres







Cuando era más joven e impulsivo cambié la caótica comodidad del internado en la Universidad Laboral de Alcalá de Henares por la escuela de la vida. Ésta consistía en ocho horas de trabajo diarias ─de lunes a viernes─ en una empresa multinacional norteamericana, seguidas de otras tantas de clase en la escuela de Ingeniería Técnica de Telecomunicación madrileña, que por aquel entonces estaba situada en el madrileño barrio de Salamanca.

Como tantos de mi generación, a los veinte años estaba convencido de que la seguridad en uno mismo y la juventud son la misma cosa. Con el tiempo he ido acumulando años y dudas. Especialmente, sobre aquellas supuestas verdades que entonces me tragaba enteras, sin masticar, hasta que su pesada digestión me obligaba a reflexionar sobre ellas. Ahora procuro huir de todas esas generalizaciones colectivas que se hacen sobre la gente, basadas en su clase social, su profesión o su lugar de nacimiento. También en su sexo. Cuando escucho voces masculinas a mi alrededor sosteniendo que sólo hay dos clases de mujeres ─las guapas y las feas─ me acuerdo de tantas que nos han dado a conocer la literatura, el cine y, sobre todo, la vida. Mujeres que no eran ni una cosa ni otra, sino algo muchísimo mejor: interesantes.


Bárbara Tyler, por ejemplo. La conocí en uno de mis insomnios nocturnos. Ella aún no había cumplido los cuarenta pero en sus ojos se podían leer ya todas esas cosas que únicamente han experimentado las mujeres que guardan el secreto del arte de la concentración. Ya saben, la clase de chicas que son capaces de vivir un par de siglos en menos de cuatro semanas. Bárbara era atractiva, millonaria y viuda ─por ese orden─ y, precisamente, porque una cosa le había ido llevando a la otra. Le gustaba resolver los problemas de dos en dos. En medio del funeral de su marido ─anciano y multimillonario─ contrató a un par de cirujanos plásticos de mucho prestigio para que le quitaran unos cuantos de años de encima a la altura del pecho.

Mientras dos docenas de cadetes procedentes de la academia de West Point tocaban “Dios salve a América” en honor del que pronto sería el más rico del cementerio, Bárbara ultimaba detalles en relación con la calidad de los materiales para la fabricación de las dos colinas que le iban a instalar en su nueva coraza. Lloró lo justo sobre el cadáver, que no protestó lo más mínimo. Tal vez porque había muerto feliz, en la cama, a causa de un infarto de miocardio que ella misma le provocó la noche anterior al pasarse de rosca con un beso de tornillo.


Sergio Coello

domingo, 14 de noviembre de 2010

Tarde


Maratones, empleos, trenes, amores; por llegar tarde se han perdido muchas cosas en la vida. Hasta se han perdido vidas, valga la redundancia. Por ejemplo, si usted fuera gobernador de Alabama y decidiese conceder un indulto al condenado a muerte que van a sentar mañana en esa silla con casco protector, cinturón de seguridad y calefacción eléctrica para la cabeza, nunca debería poner el papel firmado y salvador en manos de una tortuga mensajera. Tampoco sería acertado elegir a un tartamudo para que transmitiera por teléfono el indulto perdonavidas al alcaide de la penitenciaría si apenas queda un minuto ─como en las películas─ para que llegue la hora fatal del cumplimiento de la sentencia. Lo más seguro es que la decisión llegue tarde, cuando ese pobre reo esté ya dentro de un ataúd con olor a carne quemada.

En el otro extremo del péndulo, tampoco es aceptable que la policía encuentre las pistas de un crimen un par de días antes de que éste se haya cometido. Eso es lo que hacía el capitán Quinlan en la película Sed de mal. Su instinto le llevaba a descubrir a los asesinos mucho antes de que éstos hubieran pensado en matar a nadie porque aquel policía con cara de buldog sabía que un sospechoso era culpable en cuanto notaba un ligero dolor en su pierna izquierda mientras pasaba al tipo por la piedra del interrogatorio. Ya lo decía Marlene Dietrich sobre el cadáver caliente de Orson Welles, en aquella inolvidable y arrabalera escena final:

-“ Fue un gran sabueso… y un detective deplorable.”

Para Albert Eninstein el paso de tiempo era tan relativo como su pelo blanco ─que era negro a la altura de su bigote─ y con la pérdida de la impaciencia juvenil la mayoría de nosotros acabamos aprendiendo que “tarde” y “temprano” son conceptos tan antagónicos como ambiguos. El escritor Julio Cortázar escribió un relato sobre un hombre que exigía a las personas con las que quedaba la misma puntualidad impecable que él aplicaba a sus citas. Hasta tal extremo era puntual el hombre que su nuca llegaba a todas partes al mismo tiempo que la punta de su nariz, sin la más milimétrica diferencia. Cortázar desvela al final del cuento cómo se las ingeniaba el personaje para salvar a su esqueleto de las tres dimensiones que soportamos los demás. Pero eso es literatura. En la vida real lo que abundan, precisamente, son individuos que se distinguen por todo lo contrario. Ya saben, gente que apenas se toma la molestia de amagar una disculpa por el retraso cuando se presenta a devolverte ─al cabo de treinta años─ aquella primera novia tuya que te pidió prestada para bailar con ella When a man loves a woman en la fiesta de fin de carrera. Por eso me ha parecido bien que unos científicos se hayan tomado la molestia ensayística de ponerse a calcular con exactitud qué es lo que la Humanidad entiende por “tarde”. Resulta que, para el mundo, “tarde” es, exactamente, diez minutos y diecisiete segundos. Como valor promedio, se entiende. Lo reveló una macro-encuesta hace tiempo y, ya se sabe, las matemáticas y la física de las últimas décadas no son nada sin la teoría de probabilidades. No digamos la política.


Las estadísticas han venido a sustituir a las viejas mentiras históricas en las relaciones del poder con los ciudadanos. La estadística es participativa y solidaria como ella sola pero sus cuestionarios tienen un defecto-trampa: de todas esas preguntas directas que nos hacen, lo que menos importa es la respuesta que damos a las cuestiones planteadas. Lo fundamental para el que pregunta es aquello que le confesamos de nuestra intimidad ─de nuestra manera de pensar y sentir, me refiero─, casi sin darnos cuenta y aprovechando que el encuestador nos tira de la lengua. Las preguntas de los cuestionarios llevan siempre dentro ─muy bien escondido─ un abridor para esa lata donde conservamos nuestros secretos y un sacacorchos para destapar la botella medio llena con nuestras debilidades. Resultaría interesante averiguar cuántas elecciones se han ganado gracias a campañas inspiradas en todo eso que la mayoría de los futuros electores revelamos de nosotros mismos por la puerta falsa de las encuestas preelectorales. Estoy convencido de que cada vez que respondemos a una pregunta sobre nuestro estilo de vestir lo que hacemos, en realidad, es desnudarnos delante del preguntador. Es casi seguro, que ─sin apenas advertirlo─ le acabamos mostramos nuestros puntos débiles y él se encarga de informar al analista. Y, al final, aparece el político de turno en la televisión rellenando con palabras bonitas nuestro vacío previamente confesado. Por ahí debe de andar la verdadera ganancia comercial del negocio estadístico…y político.

Sergio Coello

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Extramuros



Escrito por Sergio Coello con motivo del puente de
Los Santos compartido por los laborales en Toledo:




“Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de hiedra revestida y llena
que por el tronco va hasta la altura
y así la teje arriba y encadena
que el sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la hierba y el oído.”

(Garcilaso de la Vega)



EXTRAMUROS


Aunque Toledo ya no es exactamente el mismo que cantara su hijo Garcilaso de la Vega, sigue conservando esa mezcla de fortaleza y vega extensa, de aleación entre la piedra quieta y el agua en movimiento que lleva hasta el mar que no es necesariamente el morir, como insistía otro ilustre poeta, Jorge Manrique.

Ya se sabe, los poetas disponen de libertad imaginaria ─la más potente de todas─ y Garcilaso y Manrique lo eran de sobra. Tenían licencia para ver una primavera florida donde otros sólo alcanzamos a contemplar esa balada nostálgica del otoño con sus hojas secas caídas por el suelo y sus choperas de crestas amarillas.

Pero los poetas, salvo Homero ─que perdió la guerra de Troya─ y John Milton ─que perdió el Paraíso─ no están ciegos. Ni tuertos como el profesor Ortega; aquel paisano suyo que en los primeros años sesenta del siglo pasado nos daba Formación del Espíritu Nacional a los “laborales” de Córdoba en Segundo Curso de Oficialía Industrial. Recuerdo su eterno esparadrapo blanco en el ojo izquierdo ─que no era político sino estético─, sus amenazas en broma a toda la clase ─“mis ceros no son como los de los demás profesores, son tan grandes que tendréis que llevarlos rodando con una guía, como si fueran aros”─ y la expresión “toledano, tonto y vano; si lo sabré yo”; auténtica “prueba del nueve” de su honrado sentido del humor; que el humor bien entendido, como la caridad, siempre debe empezar por uno mismo.

El caso es que un buen grupo de ex-alumnos de la Universidad Laboral de Córdoba nos hemos reunido los días 29, 30 y 31 de octubre en Toledo. Lo hicimos bajo el paraguas de ULACOR, un paraguas transparente que no nos impide ver el horizonte, a la vez que nos protegió de la lluvia; escasa, por cierto. Porque de lo que se trata es de estar a favor de todos y contra nadie. Por eso hicimos nuestro encuentro a “extramuros” ─¡que hermosa metáfora!─ de esa ciudad monumental llamada Toledo y que parece encastillada, un poco encerrada en sí misma; aunque las apariencias engañen, como siempre, porque hasta allí acuden gentes de todas partes sin problemas de aranceles, salvoconductos o contraseñas.

Ignoro si Juan Antonio Olmo lleva escondido dentro, quizá sin saberlo siquiera él mismo, uno de esos poetas de las casualidades o el niño descubridor “malgre lui” de hallazgos afortunados como aquel pequeño protagonista de La isla del tesoro de Stevenson. El Hotel Beatriz, donde estuvimos alojados, se encuentra fuera de esa ciudad-castillo, en la zona abierta; ya libre del abrazo-soga del Tajo. Desde siempre, uno es muy de metáforas pero es que el paso del tiempo y las fatigas y alegrías de la vida le han llevado a considerar que las metáforas ─las buenas metáforas, naturalmente─ definen mucho mejor a la Humanidad que los malentendidos.

Todos los “laborales” que hemos estado en Toledo, sin excepción, somos firmes partidarios de las puertas abiertas, de las vallas sin cancela y del derribado muro de Berlín. La antigua capital visigoda, con sus siglos de historia tolerante entre culturas, su pintor universal que no era de allí, su Escuela de Traductores para que los hombres del mundo se entiendan entre sí y su mezcla de arquitecturas donde caben todos los estilos de utilidad y belleza, no necesita aprobar ningún examen de convivencia. Nadie discute eso. Pero no vamos a negar que el caso histórico toledano tiene esa forma de alcázar defensivo; como si estuviera un poco encerrado en sí mismo; algo así como aquel Fuerte Clark desde el que el Séptimo de Caballería se defendía de los apaches. Para todos nosotros, escudos y lanzas están de sobra. Por eso insisto en que fue un acierto, ético y estético, ─además de una magnífica alegoría─ instalar el campamento en el Hotel Beatriz.

El movimiento se demuestra andando y fuera de la muralla, en campo abierto, es donde mejor se habla de buena voluntad y de un futuro compartido, de entendimiento y unidad. Todo por ese orden tranquilo de buenos alimentos, espirituales y de los otros.

De Toledo me quedo con lo bueno y con lo mejor. Lo bueno es que he vuelto a ver la maravillosa obra del hombre a través de los siglos. Lo mejor: que he compartido estos tres días con personas magníficas a las que tenía más o menos archivadas en la carpeta de la memoria. Ahora han cobrado vida y se han presentado ante mí como lo que realmente son: sencillos héroes cotidianos de la batalla sin fuego cruzado de la vida. Y es que en el mundo real cualquier otra clase de héroe sólo es un gran invento. Como el turismo.

Sergio Coello

martes, 19 de octubre de 2010

Angeles externinadores

Creo que fue al escritor Manuel Vázquez Montalbán a quien le oí una vez comentar que a todo hombre le acaba llegando esa edad en que ya no le puede echar a nadie la culpa de los rasgos de su propia cara. Yendo un poco más lejos quizá podría decirse que, a partir de cierta edad, todos hemos pasado alguna vez por la experiencia de soportar en casa a unos invitados con mucha cara. Visitantes que no tienen prisa ninguna por marcharse porque miden en años-luz el tiempo que pierden en domicilio ajeno. Si por ellos fuera, esperarían sentados en tu porche la llegada del Juicio Final, donde lo más seguro es que Dios les acabase juzgando por pelmazos. Y condenándoles por haber ignorado en vida que el Todopoderoso sólo premia la vigilia cuando ésta no se practica a expensas del cansancio ajeno.

A veces, me pregunto si estos fulanos que hacen todo lo que pueden para que la madrugada se estanque siempre en alguna casa amiga ─distinta de la suya─ no sentirán una especie de miedo cerval a enfrentarse a la mañana siguiente. La mayoría de los anfitriones son ─somos─ lo bastante educados como para sufrir en silencio esta especie de hemorroides humanas y nos resignamos a soportar a esos conocidos cuyo sentido de la cortesía no va más allá de abstenerse de escupir en la mesa donde se comen el menú de la casa…de otro.

Pero como no hay mal que cien años dure, ni alma que lo aguante, tarde o temprano esta gente acaba encontrándose con la horma de su zapato. Al final, siempre llega una noche en la que algún anfitrión les hace comprender que no se puede ir por la vida pensando que el tiempo y los amigos están ahí para dilapidarlos juntos, a chorro y en sesión continua. Unas copas de más, una discusión tonta, una palabra más alta que otra y ese remate final en plan hasta aquí hemos llegado, puerta, que lo sentimos mucho pero mañana tenemos que madrugar.

De la generosidad, ya se sabe, no todos tenemos la misma idea. El marido esquimal se ofendía bastante antaño cuando no aceptabas a su esposa como “animal de compañía para pasar la noche” si le visitabas en su igloo en alguna de aquellas excursiones que se hacían al Polo Norte, al poco tiempo de que el explorador Robert Peary plantara en la nieve la bandera estadounidense. Ceder la propia esposa al invitado como muestra de cortesía es una idea extremista del buen recibimiento pero seguramente menos dañina que su simétrica. Y es que conozco a algunos españoles que creen haber cumplido contigo de sobra si después de darte un pisotón se aguantan las ganas de exigirte de inmediato la devolución del polvo de su suela que se ha quedado sobre tu zapato.

domingo, 3 de octubre de 2010

Dos sortijas y un perfume


El lujo, a veces, llega mucho más lejos que cualquier tragedia personal por larga y dura que sea. Hablando de secuestros, que es un tema muy de actualidad, hace tres o cuatro años los secuestradores de la periodista francesa Florence Aubenas le regalaron dos sortijas y un frasco de perfume horas antes de liberarla. La habían mantenido encerrada en una covacha, de mala manera, ciento cincuenta y siete días. Y es que, en cuanto deja de ser niña, lo primero que hace una mujer es elegir un perfume que la identifique; ese aroma que la distinga del resto de las mujeres en el mundo. Como si se tratara de un adeene a base de efluvios y pistas. Muchas infidelidades de maridos, por cierto, se han descubierto gracias al poco respeto que los hombres le tienen a esta regla de oro femenina.

Todas estas cosas las aprendí de Thelma Perkins. Thelma se había licenciado en Historia por la Universidad de Berkeley pero después se puso a vivir mucho, tal vez demasiado. Las andanzas amorosas de Thelma no cabrían en el Hermitage de San Petersburgo, ni aun censurando la parte gráfica de sus posturas. Una noche que estábamos ella y yo tomando un daiquiri en el Floridita de La Habana, observé cómo sus pestañas rizadas se ponían a bailar un famoso bolero interpretado en directo por la orquesta. De pronto, en mitad del estribillo de “Lágrimas negras”, me dijo:

-“Escucha, una mujer como yo cuenta los hombres que ha perdido igual que lo haría un general en el campo de batalla, por batallones. ¿Sabes una cosa, encanto? A estas alturas de mi vida, es difícil que un tipo llegue a sorprenderme con el cuento chino del amor a primera vista. La última vez que creí en las palabras de un hombre fue anteayer, pero porque se limitó a darme la hora.”


Thelma había conocido muchos secuestradores y sabía de qué pie cojean cuando le dicen a una rehén eso tan inquietante de “tranquila, no te pasará nada, siempre que los tuyos cumplan su parte del compromiso”.

Hace un año, me volví a encontrar con la Perkins una noche en el Dresde, el mejor cabaret de Berlín. Ella estaba en la barra tomando un gin fizz y con su sombrero de espía de entreguerras intentaba espantarse media docena de moscones con pinta de nazis que la andaban asediando; supongo que con la intención de ponerle la bota encima y lo demás dentro. Cuando se libró de aquellos matones que eructaban la canción Lili Marlen desafinando un poco, Thelma me comentó en un aparte:

-“Los hombres acertáis raramente a la hora de hacernos el regalo que preferimos. Los secuestradores, en cambio, siempre dan en el clavo. Le regalan un bolso de plexiglás junto a su liberación a esa mujer que han tenido secuestrada demasiado tiempo y en ese momento ella se creerá la reina de Saba. Yo siempre les doy el mismo consejo a todas esas chicas jóvenes que les gusta jugar a la aventura y viajan por libre a países exóticos” ─ remató Thelma ─ “Si te secuestran, pequeña, no te pongas exigente. Olvida tu buen gusto y seguro que sobrevivirás.”

lunes, 20 de septiembre de 2010

Cuestión de estilo

El estilo es lo único verdaderamente nuestro de cuanto tenemos. Todo lo demás es herencia, intercambio mercantil, adorno cultural o impostura. Claro que corren tiempos en los que el estilo personal empieza a ser un estorbo porque hemos bajado mucho el listón. Sinceramente, creo que el nivel de elegancia moral mínima exigible a cada uno de nosotros ha caído en picado en los últimos treinta años. Tanto, que a lo de atropellar a un anciano en un paso de cebra, derrochando juventud y velocidad, ya no se le llama accidente sino “una forma alternativa de reforzar el contacto entre generaciones”. Conozco a más de uno ─y una─ para quienes la buena educación es el veneno y la grosería su antídoto.

Admitámoslo; hubo una época en que todo el que tenía algo que decir, incluidos los que permanecían emboscados en la cara oscura de la sociedad, no descuidaban el estilo. Fuera de la gente limpia y decente, pobre pero honrada, el estilo era sagrado para tocar jazz, para cazar pumas en el Amazonas o para sostener con dignidad la propia miseria mendicante del santo inocente en una de esas fincas extremeñas que son propiedad de un aristócrata, vago, reaccionario y residente en Madrid. Putas, mafiosos, poetas malditos y locos; todos ellos lucían esa especie de dandismo ─no precisamente indumentario─ que nos permite distinguir entre las alimañas con sombrero y los villanos con razones que nuestro corazón sí entiende. Por eso fue posible que en los Campos Elíseos de entreguerras a cualquier mendigo se le confundiera con un Gran Gatsby pasado de rosca con la absenta. Ya saben, tipos nacidos en cunas con dosel, pero tan hartos de su linaje que lo único que les importaba de las fiestas privadas era el agrio epílogo de la resaca. Quién sabe si como lavadero de cierta mala conciencia prestada. O adquirida de rebote. Es lo que tienen los chicos malos procedentes de buena familia; que se arrepienten en diferido de todo aquello de lo que sus progenitores se han sentido orgullosos en directo a lo largo de su vida.

Sé que no resulta fácil definir la elegancia moral de la que estoy hablando. Podría decirse que es una suerte de distinción espiritual; llámenlo valores, si quieren; aunque se trate de unos valores que combinan bastante mejor con la desolación, la estrella de sheriff y el revólver al cinto de Gary Cooper en Solo ante el peligro ─un héroe capaz de debatirse entre el miedo a la muerte y la responsabilidad ante el cargo─ que con cualquiera de estas modernas perchas de carne y hueso envueltas en Armani que reciben premios a su trayectoria triunfal sobre un escenario. O sobre las espaldas dobladas de los de abajo.

Aunque lo peor es cuando confundimos el lujo con la elegancia. Pienso en esos críos de Sierra Leona que reciben un fusil como chupete para que vayan matando el hambre mientras les crece entre las ingles una líbido de botín de guerra. La televisión acostumbra a mostrar sus carnicerías a la hora justa de la cena, para que ésta nos siente fatal. Pero a mí me revuelven el estómago muchísimo más todos esos aventureros financiados que ganan premios pulitzer disparando su cámara con teleobjetivo contra el corazón desangrado de África, desde la barra del bar de un hotel de cinco estrellas de Freetown. Esas fotografías galardonadas son magníficas; en una de ellas puede ver una vez, en primer plano, a un enjambre de moscas revoloteando sobre la calavera superviviente de un anciano fosilizado o sobre el sexo sin vida de una niña mutilada por el hechicero de turno, no estoy seguro. Eso si, recuerdo perfectamente que la foto había conquistado la portada de la revista Nacional Geographic.

Ya digo, cuestión de estilo. De muy mal estilo.


SERGIO COELLO

domingo, 5 de septiembre de 2010

Hola Barbie

HOLA, BARBIE

Hay hombres que siguen siendo esos seres ingenuos que hoy mismo le pagarían un millón de dólares a un trilero de la Gran Vía por un cuadro de Picasso con la pintura todavía fresca. Fulanos a los que les resulta más fácil entendérselas con la pila de una muñeca hinchable que con el corazón de una mujer. La gente suele considerarlos tipos raros, varones enfermizamente tímidos que viven encerrados en sí mismos, como si estuvieran convencidos de que la Biblia miente y la verdadera mujer creada por Dios ─para que el hombre no se sintiera solo─ no fue Eva sino la serpiente. Así que ellos prefieren pasar la vida echándole una interminable partida de ajedrez a su propia sombra. Pero como la ciencia piensa en todo, la tecnología del plástico acudió hace tiempo en ayuda de ellos. Una vez conocí a uno que estaba ingresado en una institución psiquiátrica. Desde que tenía uso de razón recordaba haber recelado siempre de la mujer, en general. De todas. No le atraían nada los hombres pero era tal el rechazo que sentía hacia las chicas que llegó a embarcarse en una larga batalla legal para que la justicia le permitiera casarse con una incubadora. Fracasó.

-“En la vida real sólo existen mujeres fatales. ─ Me dijo una vez ─ Ya sabes, en cuanto huelen tu dinero apuntan con sus labios a tu boca pero disparan sus manos a tu cartera”.

Tras gastarse toda su fortuna en abogados y perder los dos juicios ─el legal y suyo propio─ le sometieron a varias sesiones de electroshocks, que únicamente sirvieron para reafirmarle en sus convicciones.

-“Fui un ingenuo pensando que podría ganar aquel pleito ─ me siguió contando mientras se espantaba moscas imaginarias de la cabeza ─ Un hombre solo jamás podrá vencer esta conspiración universal. El juez que me correspondió era mujer. Y la psiquiatra que me ve una vez a la semana. Hasta ese gorila gigante que me inyecta láudano ─para que al anochecer se me llene la cabeza de niebla─ es otra de ellas, disfrazada de macho. He pensado en fugarme pero para hacerlo tengo que seguir pasando por el aro; me refiero a que la ventana por la que he de saltar, la cuerda para descolgarme y la puerta que da a la calle también pertenecen al género femenino. Incluso a la muerte se le da tratamiento de dama.”

La mayoría de los hombres saben ─sabemos─ que, en realidad, nosotros no somos más que mujeres mal hechas y eso explica cierta prevención masculina ante ellas. Quizá sólo se trate, en el fondo, de simple autodefensa; la que todo ser débil exhibe ante el fuerte cuando se cruza con él en una acera estrecha. Claro a pesar de tanto debate sobre los diferentes modelos de matrimonio nadie se acuerda de esas parejas de hecho compuestas por un hombre de color gris-soledad y una muñeca de plástico que lleva una pila recargable por corazón. Ciudadanos corrientes, respetuosos con la ley, que guardan tras la puerta un secreto doméstico con las medidas de Barbie a escala natural. Ellos le han entregado su corazón porque suponen que con el paso del tiempo sólo se volverán indiferentes o pasivas cuando decaiga su vitalidad alcalina de quita y pon. Al fin y al cabo, esa muñeca llegó hasta ellos doblada como una camisa y, gracias a un fuelle fácil de manejar, se transformó en una mujer complaciente de sedosa piel de látex para siempre. Y con la ventaja añadida de que en la intimidad le podrán susurrar palabras tiernas u obscenidades sin que se parta de risa o se cabree.

Sergio Coello







martes, 27 de julio de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXVIII)

Miklós Jancsó es un guionista y director de cine húngaro que se hizo famoso entre los críticos europeos durante los años sesenta con películas como Los rojos y los blancos (1967) o El salmo rojo (1971). Su cine apostaba por la estilización visual, una coreografía elegante, cierto abuso de los planos largos y unos argumentos con trasfondo histórico y rural que hablan del poder y sus abusos. Después Jancsó fue tendiendo cada vez más hacia el simbolismo y en los años ochenta perdió parte del favor de sus admiradores. Tras la caída del comunismo, logró triunfar de nuevo con una nueva serie de películas de bajo presupuesto, ingeniosas y nada autocomplacientes, que resultaron ser éxitos de taquilla en Hungría, su país. Vicios privados, virtudes públicas (1975) es la más relevante de las películas de su periodo italiano. Inspirada libremente en el "caso Mayerling". El príncipe Rodolfo, hijo del emperador Francisco José de Austria y Sissi ─la emperatriz de falso caramelo─ y sucesor legítimo al trono Austro-Húngaro, compró una mansión en la parte sur de Austria y la convirtió en una casa de cacería-picadero llamada Mayerling. Un año después ─y ya casado con Estefanía de Bélgica─, conoció a la baronesa Marya Vetsera y comenzó un idilio con ella, a pesar de que ésta sólo contaba diecisiete años. El monarca ordenó al príncipe que rompiera esa relación a lo que se negó y el 30 de Enero de 1889 los cadáveres de la pareja fueron descubiertos en Mayerling, juntos y cruzados sobre la cama.


El emperador ordenó una investigación –tan formal como sospechosamente ligera– que no aclaró nada. Ahí comenzó el misterio y su leyenda, donde se mezclan los accesos violentos de un padre cada vez más harto, la cuesta abajo moral del hijo rebelde y un puñado de dudosas cartas de la pareja oficialmente suicida. En la película, el príncipe Rodolfo no está enamorado de su esposa y sostiene, a la vez, relaciones con sus hermanastros (chico y chica). Tampoco desperdicia oportunidad para celebrar orgías en los jardines de palacio. Es evidente que el heredero quiere provocar a su padre, el emperador. Quizá sueña con que le encarcele para que los súbditos le identifiquen como el símbolo rebelde capaz de encarnar los nuevos tiempos.

MAYERLING (edificio original)

Miklós Jancsó se hizo famoso por sus larguísimos planos secuencias. Muchas de sus películas estaban hechas de ocho, diez, dieciséis tomas como máximo. En ésta, hay una escena en particular que entra directamente a los anales del plano secuencia ultra expresivo, probablemente la escena más erótica de la película: El príncipe hace el amor sobre una extraña cama frutero, y la cámara recorre el cuerpo de los amantes fundidos en uno solo sin dejarse de mover de un lado al otro, mientras las luces de los rayos a distancia interrumpen la calida iluminación ofrecida por las velas. Algo así como si se hubieran rodado juntas y revueltas Sissí, emperatriz y Yo, Claudio. Una rareza curiosamente interesante.




VICIOS PRIVADOS, VIRTUDES PÚBLICAS

Hank Zachary era un guionista de televisión, en plena inmadurez como hombre y como escritor, uno de esos literatos contemporáneos de insultante juventud que presumen constantemente de no haber leído en su vida otra cosa que prospectos de medicamentos y manuales de instrucciones de video-consolas. Una vez que fue sincero confesó al mundo que lo que más le gustaba de William Shakespeare era su habilidad para llegar al área pequeña evitando a la defensa contraria y marcar goles desde posiciones imposibles. En los guiones actuales de televisión los personajes ancianos discuten siempre por razones de amor o trabajo, jamás por el cobro de la pensión o por la soledad crepuscular. Los viejetes de Hank, además, lo hacían con salidas de tono propias de la edad del pavo. Una vez le dieron un premio por escribir una nueva versión de Lo que el viento se llevó, subvencionada a medias por el Ministerio de Cultura y el ayuntamiento de Alberto Ruiz-Gallardón. En aquel remake la desesperada Scarlet O’Hara, junto a un árbol seco, no levantaba su puño en dirección al cielo jurando que jamás volvería a pasar hambre. Hank había preferido darle un toque moderno a la escena y un aire más juvenil al la protagonista. Escribió esa secuencia con la heredera de la tierra roja de Tara enfurruñada; mostrando al mundo su cabreo de guardería mientras gritaba ¡Caca, culo, pedo, pis¡


Contratado como guionista de David Lynch, no tardó en pelearse con el director canadiense durante el rodaje de El fuego camina conmigo. Los diálogos de la secuencia del hospital tenían que ser duros y secos -igual que un hachazo de Lucy Harbin- pero Hank se había empeñado en escribirlos a su manera y la conversación entre el doctor y la madre del niño enfermo quedó, más o menos, así:

“El médico no sabía qué decirle a los padres que aguardaban en el pasillo intentando averiguar en su expresión el resultado de la intervención quirúrgica:

- Lo siento – dijo el de la bata blanca mirando a la madre, una mujer menuda que llevaba setenta y dos horas sin dormir y jamás entendería las poderosas razones que tenía la muerte para arrebatarle a su hijo de diez años precisamente aquella Navidad - Hicimos todo lo que pudimos. Habíamos entrenado toda la semana y jugábamos en nuestro terreno pero el coro de animadoras de la enfermedad de su hijo estuvo más motivado que las los hinchas de nuestro equipo de cirujanos.”

Sergio Coello

sábado, 10 de julio de 2010

Falsos cadáveres

La historia de la Humanidad está llena de casos de cadáveres ficticios. En muchas batallas, la supervivencia del único soldado que quedaba vivo en un ejército recién aniquilado dependía de lo bien que supiera hacerse el muerto mientras los vencedores revisaban cientos de cuerpos tendidos con el uniforme del enemigo para darle el tiro de gracia al que moviera una sola pestaña. Y los toreros, después de una cogida sin consecuencias, se quedan inmóviles sobre la arena durante un minuto -como si el toro hubiera acabado con ellos- porque el animal no ha pasado por una Facultad de Medicina ni lleva colgando de los cuernos en fonendoscopio para escuchar las palpitaciones del corazón de los hombres. El corazón de los hombres ya se sabe, no es como el de las mujeres que sufren taquicardias emocionales cuando se les dispara el pulso con esas pequeñas cosas de la vida que nosotros –mucho más torpes– ignoramos olímpicamente porque no les damos la menor importancia. Por supuesto que existen mujeres con la sensibilidad de una hormigonera y uno ha conocido unas cuantas. Ya saben, chicas de esas que cuando les regalas un ramo de rosas se quedan con las espinas y tiran todo lo demás a la basura. Pero a lo que iba, no era de sensaciones sexistas sino de falsos cadáveres -y de muertos que no lo son- de lo que uno pretendía escribir. Creo que es de Edgar Allan Poe ese relato (tan corto como aterrador) en el que a un preso –que comparte celda con otro compañero recién fallecido– se le ocurre utilizar la treta del Conde de Montecristo para escapar de la cárcel.


El preso vivo saca al verdadero muerto del ataúd y le suplanta para que le trasladen fuera de la cárcel, aunque sea supuestamente con los pies por delante y con destino a un entierro cristiano. Aprovechando la ausencia del carcelero este recluso avispado del cuento de Poe cambia el cadáver de sitio. Le deja sobre su camastro tapado por la manta, como si fuera él mismo durmiendo. Luego se mete dentro de la caja de madera y cierra en falso la tapa desde dentro confiando en que el carromato le trasladará hasta el cementerio del pueblo donde el trayecto le puede ofrecer, sin duda, alguna oportunidad para escapar. Desgraciadamente, el protagonista no cuenta con que esa prisión pueda tener su propio camposanto. Así que, sin salir del recinto amurallado, el ataúd relleno con su cadáver ficticio e impostor es arrojado sin miramientos a una tumba abierta, que inmediatamente cubre con paletadas de tierras el enterrador de la cárcel. Y como hasta lo pésimo es susceptible de empeorar, la caja –que ha dado media vuelta en la caída– se queda con la tapa para abajo, en dirección al centro de la Tierra. La historia termina con el lector acojonado imaginándose protagonista de esa tragedia mínima y espeluznante de la que no recuerdo el título pero a la que podríamos rebautizar como La jodida mala suerte de un tipo que se pasó de listo.


Una vez leí que en la morgue del hospital del condado de Brasov, en Rumanía, un “cadáver” abandonó su inmovilismo para darle una paliza al médico forense. Es suceso tuvo lugar hace años. El mundo moderno está lleno de leyendas urbanas que hablan de tipos que un día dejaron de respirar y todo el mundo creyó que habían muerto aunque siguieran vivos. Gentes que cuando estaban siendo veladas en el tanatorio por familiares y amigos se levantaban de pronto y contaban un chiste verde o pedían una cerveza de barril bien tirada.


A causa de un desmayo, Bogdan había sido trasladado a la morgue del Hospital del Condado de Brasov porque no mostraba el menor signo de vida. Y allí fue declarado muerto y depositado en la cámara frigorífica junto con otros cadáveres. Me imagino al muchacho despertándose y sintiendo mucho frío, el de tantos muertos y muertas -como diría la ministra Bibiana Aído- que le acompañaban. Y, lo que es peor, advirtiendo cómo un tipo vestido de blanco con una bombilla encendida en la frente se dirigía hacia él con un escalpelo en la mano. Menudo pánico. “Creí que venía a matarme", cuentan que dijo el falso cadáver. Como si lo lógico hubiera sido creer que venían a leerle un capítulo de El Quijote.
Se ve que en el mundo real hay menos alternativas que en el cine. Nada de esto habría sucedido si el forense hubiera sido Groucho. Acuérdense de lo que le dice en una de sus películas a otro personaje que lleva escuchando su perorata marxista-surrealista más de diez minutos sin pestañear siquiera. De pronto, el mayor de los hermanos Marx interrumpe su discurso, sacude la ceniza de su cigarro puro, se atusa el bigote, consulta su reloj de bolsillo y le suelta a su interlocutor:
-“O usted se ha muerto o mi reloj se ha parado”.

lunes, 21 de junio de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXVII)

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXVII)

Bran Stoker fue uno de los varios hijos de Abraham Stoker y de la feminista Charlotte Thornley. Aquella familia burguesa, trabajadora y austera, no tenía otra fortuna que los libros así que la precaria salud del niño ayudó a que éste estudiara en su casa con profesores privados, después de escuchar las historias de fantasmas que su madre le contaba. Su creación literaria más popular realza tanto los matices del vampirismo que es una obra consagrada y tan inmortal como su propio protagonista.


"Drácula" cuanta el devenir de un vampiro humano atormentado por la soledad y al que se le niega el descanso eterno. La novela está basada en el personaje real de Vlad Draculea, también llamado Vlad Tepes "el empalador”, un sanguinario aristócrata rumano que ejerció una tiranía homicida sobre sus siervos. Oscar Wilde dijo de ese libro que era la obra de terror mejor escrita de todos los tiempos y, en 1931, el director Tod Browning, a sueldo en los famosos estudios Universal, dirigió su clásica versión sonora adaptando el material de la obra de teatro de Hamilton Deane y John L. Balderston que respetaba mucho los pormenores del original de Stoker. El actor Bela Lugosi, —sustituto del actor Lon Chaney que había sido elegido en primera opción pero falleció antes de comenzar a rodar— había interpretado al personaje en la obra teatral y eso le permitió agarrar con mano experta el personaje para el cine hasta el punto de que ya no le abandonaría jamás. Ni siquiera al final de su vida, en el manicomio. Supongo que habrá quien se acuerde de esa maldición con consiste en ser “reserva” del titular para cualquier partido de fútbol. La historia de ‘Dracula’ nos conduce a los Cárpatos transilvanos, donde el castillo del conde vampiro se alza tenebroso. Hasta allí acude un tipo llamado Renfield —cambio sustancial e inteligente con respecto a la obra, en la que es un tal Jonathan Harker quien visita a Drácula en sus dominios— para venderle una casa en Londres. Este comienzo de la película está dotado de una atmósfera en la que realidad y ficción andan separadas por una distancia menor que una micra. Incluso podría decirse que Dácula tiene los primeros veinte minutos más grandiosos de la historia del cine de terror, cuando un carromato se adentra en el escarpado paisaje de Transilvania (más allá de los bosques), mientras Drácula y sus mujeres se levantan de sus tumbas de manera silenciosamente lenta, como corresponde a personajes centenarios. El personaje que encarna Bela Lugosi recibe al viajero en unas grandes escalinatas rodeadas por telas de araña, ratas y armadillos. Misterioso, el conde se muestra cortés hasta que su caza da comienzo en una maravillosa escena en la que, ante la presencia del recién llegado, ordena a sus mujeres que se alejen. En todo ese fragmento inicial el protagonista se mueve con la lentitud, elegancia y misterio propios del mejor estilo expresionista. Cuando la acción abandona las tierras transilvanas para trasladarse a Londres, la obra decae algo y eso se nota.

El film está un tanto sometido a su fidelidad teatral pero el director, afortunadamente, logra sortear los límites gracias a la labor de su operador de cámara, Karl Freund, que también sería conocido como realizador de dos joyas del cine de terror: ‘La momia’,1932 y ‘Las manos de Orlac’, 1935. Las salidas del ataúd de Drácula son realizadas como si apareciera de la nada y llama la atención el virtuosismo de Freund en secuencias como la del manicomio en la que Reinfield está ingresado. El personaje que viajó hasta el mundo de las tinieblas para entrevistarse con Drácula, desde que es un desquiciado acólito suyo, se alimenta de insectos y está obsesionado por el poder de la sangre. La puesta en escena combina el estilo gótico con elementos del expresionismo alemán y todo lo que de inmortal tiene la película se debe en buena parte a la inolvidable interpretación de Bela Lugosi. La composición del personaje es totalmente opuesta, en cuanto a aspecto físico se refiere, a lo realizado por Max Schreck en Nosferatu, la película muda de Murnau. Si en ésta el rey de los vampiros era literalmente un ser monstruoso, en el film de Browning aparece como un hombre apuesto, refinado y culto. Es decir, mucho más temible porque la penetrante mirada del actor basta para acogotar —con jota y con ene— al espectador. Hipnótica y fascinante, ‘Drácula’ no ha perdido ni un ápice, ochenta años después de su realización, de ese carácter fascinante y terrorífico que ya figuraba en el texto literario del que procede.

DRÁCULA


A los clientes del Black Castle les gustaba presumir de no haberse equivocado jamás. En los bares normales siempre hay alguien que intenta corregirse después de que las consecuencias de sus actos le haya convertido en penitente pero en el Castle despreciaban al arrepentido porque se creían los inventores de esa maniobra de éxito que consiste en hacer de un error cien veces repetido un gran acierto. El caso más alarmante tenía por nombre Brian Temple. No es que Brian hubiera cometido demasiadas equivocaciones -como la paloma de Rafael Alberti, por citar el ejemplo que más adoran los que están totalmente seguros de no haberse equivocado jamás- sino que todo él era un tipo equivocado. Brian se levantaba cada mañana, muerto de sueño, y pasaba sucesivamente por la ducha, la cocina, el coche, la oficina y el camino de vuelta a casa sin haber activado una sola neurona reflexiva de su cerebro. Un día, el médico de la empresa donde trabajaba le dijo:


- Cuando asistí a tu madre durante el parto que te trajo al mundo ya le comenté que había tenido un bebé con la vocación muerta pero ella se empeñó en conservarla dentro del congelador a la espera de mejores tiempos. Lo siento, chico, pero el tiempo no creo que pueda hacer ya nada por ti. Así que Rézale a Einstein, si es que sabes, y que sea lo que Dios quiera.


Brian era un noctámbulo de vocación congelada que dormía todas las noches como un bendito hasta que le despertaba el ring ring del despertador a las seis en punto de la mañana. Luego, una flecha de dirección única le llevaba hasta el vestidor donde guardaba unos colmillos postizos de vampiro que se colocaba dentro de la boca, en esas plazas de parking vacías que las muelas del juicio le dejaron en herencia y que jamás llegaron a ocupar. Para no mostrar los incisivos, aprendió a reír a carcajadas con la nariz. San Pedro hubiera entendido que Brian muriese de viejo sin estrenar sus colmillos en el cuello de cisne de Nicole Kidman pero no aceptó sin más que abandonase la vida sin haberlos clavado siquiera en una manzana Granny Smith. El primer Papa no le dejó pasar del recibidor del Cielo mientras le aclaraba que “practicar la virtud por falta de valor para cometer pecado no tenía ningún mérito al ojo ortocéntrico de Dios”. Brian probó suerte en el infierno donde el diablo era dentista pero Satanás se había tomado ese día libre.

Sergio Coello

domingo, 6 de junio de 2010

Cartas


Que el cartero te entregue una carta que alguien escribió para ti hace casi una vida entera es como si aquella niña que te gustaba tanto en el primer año de colegio -y a la que no te atreviste a decirle nada- te confesase ahora cincuenta años después, en el comedor de la residencia de ancianos donde os habéis vuelto a encontrar, que ella se pasó todo aquel curso enamorada de tus pantalones cortos. Lo primero que piensas es que ya se veía desde el principio que eras uno de esos tipos que no se enteran ni advierten las pistas femeninas por muy evidentes que sean. Resulta que la vida te puede haber estado ofreciendo posibles historias de amor que se quedaron en nada por culpa de tu miopía sentimental. Otra cosa más de las que arrepentirse cuando llega la hora de hacer la lista en la tercera mitad de tu vida.



No siempre el cartero llama dos veces. En ocasiones no viviría lo suficiente. Además, lo más probable es que el destinatario se haya cansado de esperar y ni siquiera le suene el nombre que figura en el remite. Una carta con la que se ha dejado de soñar es un papel inútil que no viene a llenar ningún vacío. Es como una señal fuera del tiempo; el documento que ha dejado de creer en las palabras escritas sobre sí mismo y convertidas ya en telaraña de trazos fosilizados. Este mundo de hoy vive el presente al día, valga la redundancia. Anteayer suena a Prehistoria y la semana próxima es un futuro demasiado lejano por incierto.

Claro que conviene aclarar que en esas cartas recibidas con tanto retraso importa menos lo que dicen que lo que son. Quizá nada es ya lo mismo, empezando por el sello. Después de dar más vueltas que la carta de San Pablo a los Corintios, el papel cambia de color y se vuelve amarillo. Una carta así tiene que haberse vuelto, necesariamente, muy descreída; es una especie de texto cínico que ya estará de vuelta de todo lo que esconden las grandes palabras. En el fondo, se trata de la misma clase de despiste que ese ancianito sin amor con el que he empezado este artículo. Tipos y cartas que se enteran tarde y mal de que hay compañeros de fatigas que, mientras te ayudan a sostener la pancarta de la causa común, ya están pensando en alguna traición antes de que el gallo cante tres veces.


Hace ya mucho tiempo que los profetas anunciaron el fin del mundo pero no estoy seguro de que lleven razón. Yo tiendo a la prudencia en este aspecto y los prudentes apenas nos atreveríamos a asegurar que nuestra chica nos estará esperando en casa a la hora de la cena porque nos da miedo que pueda largarse de vacaciones a Kenia con un periodista de esos que se parecen a Robert Redford cuando era joven. En cambio, hay gente que pronostica a muy largo plazo, y con todo desparpajo, lo que sucederá infaliblemente. Uno jamás apostaría a que el año que viene seguirá viviendo en el mismo sitio pero conozco profetas que se toman la libertad de anunciar con pelos y señales quien habrá perdido la próxima guerra, la siguiente liga de fútbol o las elecciones generales de ese año en que ya no estaremos aquí para poder comprobarlo.

Creo que no es más que una forma de ganarse la vida perdiendo el tiempo. El mundo de los muertos equivocados está lleno de gente que se dedicó a prevenir sobre las cosas que iban a desaparecer en poco tiempo -la Iglesia de Roma, el capitalismo, los libros, el petróleo, el planeta- hasta que llegó ese día en que ellos mismos desaparecieron mientras todo lo demás seguía su curso.



Pero a lo que iba, cuando alguien quiere romper contigo y no se atreve a hacerlo mirándote a los ojos, ya no te escribe como antes una carta de desamor; una de aquellas cartas tan largas que bastaba con añadirles un prólogo y numerarlas en capítulos para convertirlas en una novela.

Hoy, simplemente, te envían un mensaje-microcarta por el teléfono móvil que dice algo así como “Pierdt Richar. T dejo X Rober ke ti n un Golf GTI i mola + ke tu”.

lunes, 24 de mayo de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXVI)

El polaco Walerian Borowczyk es un hombre orquesta –director de cine, pintor, grafista y escritor– que se inició en su país diseñando carteles y rodando cortometrajes hasta que, tras su traslado a París en 1959, decidió apostar por su faceta de cineasta erótico. Como ese otro realizador excesivamente rijoso y relativamente brillante llamado Tinto Brass, Borowczyk hace películas diferentes y personales. Rueda y monta sus planos con la obsesión de un voyeur.

No deja pasar el menor detalle cuando observa sus personajes situados como si fueran maniquíes vivientes en un escaparate. Sus desnudos rara vez muestran el todo pero la cámara se concentra en las partes; especialmente las explícitamente sexuales. Su obra fílmica es una especie de catálogo a color lleno de colecciones de anticuario, archivos dormidos, composiciones de música clásica, bordados, corsés, espejos y baños. De eso abusa hasta ad nauseam, para irritación de todos estos modernos funcionales que son adictos al minimalismo de Ikea. En la España del destape, las películas de Valerian Borowczyk triunfaron precisamente porque su estilo refinado y morboso lograba lo que era imposible conseguir con nuestro casposo cine “S” nacional de la época.



Todavía recuerdo el éxito que tuvo en el masturbatorio programa televisivo “Cine de medianoche” el estreno de su película Interior de un convento, donde tanto españolito beatamente anticlerical disfrutó viendo pecar compulsivamente contra el sexto mandamiento a un puñado de monjas. De toda la filmografía de Borowczyk creo que habría que salvar, al menos, dos películas: La Bestia –una de las mejores versiones sobre el mito de “La bella y la bestia” que no ahorra detalles en la componente sexual del asunto– y Cuentos inmorales, que narra cuatro historias cortas basadas en relatos de otros tantos escritores libertinos franceses.

Los cuatro episodios de Cuentos inmorales tienen poco en común. El primero, La marea, aprovecha la ocasión para presentarnos un caso de felación, echándole mucha poesía visual al asunto, como antes no se le había ocurrido a ningún pornógrafo inteligente. En Teresa, folósofa asistimos al descubrimiento del placer solitario por parte de una chica encerrada y aburrida. La condesa Báthory, recrea la leyenda, más o menos verdadera, de aquella princesa-vampira que creyó descubrir el elixir de la eterna juventud, en la sangre de las doncellas húngaras y Lucrecia Borgia se regodea históricamente en las relaciones triangulares e incestuosas entre el Papa Alejandro VI y sus hijos César y Lucrecia en plena Roma renacentista. Con Cuentos inmorales Borowczyk recrea cuatro épocas históricas a fuerza de brochazos decorativos, caricias con la cámara y un sin fin de primeros planos con encuadres tan forzados y artificiosos como originales. A Walerian Borowczyk le deberían levantar un monumento todos aquellos que aprovecharon sus películas para iniciar un romance tórrido con su mano derecha –o izquierda, en el caso de los zurdos–, como diría Francisco de Quevedo. Pero, en mi opinión, sería injusto liquidar su cine con cuatro frases despectivas.

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XV):
CUENTOS INMORALES

Herbert Zinnerman empezó su carrera formando parte del equipo de la candidatura de Bill Clinton a la presidencia de los Estados Unidos pero abandonó la política en cuanto el ex senador de Arkansas ocupó la Casa Blanca y Herbert pudo comprobar por sí mismo que no era cierto aquello de que un político tenía que empezar cada día desayunándose un sapo crudo.

- En realidad, el asunto sucede exactamente al revés - Contaba a los amigos - En cuanto te levantas ya has de arrastrarte como un sapo y tienes que tragarte a un político crudo, la mayoría de las veces de tu propio partido. Son los más indigestos.

Después aceptó el cargo de ayudante del fiscal del distrito para luchar legalmente contra el mafioso Bruno Matone, un tipo mantecoso que a sus cuarenta y cinco ya pesaba más de doscientas sesenta libras y parecía tener instalada una sauna privada bajo la piel. El capo Matone sólo mataba en última instancia y cuando no tenía más remedio. Había pactado con los altos mandos de la fiscalía un plan de ayuda mutua de tal manera que él procuraba controlar el índice de delincuencia por debajo del diez por ciento -un producto interior bruto que procedía en buena medida de su empresa- y el ministerio fiscal, a cambio, le dejaba regar tranquilamente las plantas de sus negocios ilegales porque, después de todo, daban de comer a mucha gente honrada.


Herbert sobrellevó aquel equilibrio inestable con la mínima dignidad imprescindible hasta que tuvo que vérselas en un juicio con la nueva defensa que había contratado Matone para solventar un asunto menor de apuestas ilegales. La abogada -porque era mujer- se llamaba Susan Matthews y había cursado sus estudios en las páginas de un guión de Hollywood. No le costó nada encandilar a los doce miembros sin piedad del jurado -todos de hombres, por supuesto- con la fugacidad de su minifalda, el agitado oleaje de su melena rubia platino y la abismal profundidad de su escote. Antes de presentar la primera prueba de cargo ante aquel tribunal presidido por el honorable juez Atckinson, Herbert ya había perdido el juicio. Se había enamorado de ella como Marco Antonio de Cleopatra, igual que Romeo de Julieta; lo mismo que casi todas nuestras mujeres en cuanto les guiñase un ojo George Clooney.

Sergio Coello

domingo, 16 de mayo de 2010

Romance de Otoño

(Inspirado en un suceso ocurrido en un pueblo castellano, hace
unos cuantos años, y del que se hizo amplio eco la prensa nacional)

Castilla profunda y ancha,
agua, fuego, aire, tierra
y el convento de San Blas
con su quietud de acuarela.

Las monjas tejiendo van,
entre susurros de seda,
hábitos de avemarías,
y padrenuestros de tela.

Doce monjas de clausura
encorvadas, doce siervas
que van del todo a la nada,
de la capilla a la celda.

No son doce sino trece,
también hay una abadesa,
casi joven entre ancianas,
que duda de sus certezas.

Una mañana gris plomo,
otoñal y somnolienta,
un hombre llega al convento
avisado con urgencia.

Es su oficio el de albañil,
de madurez su apariencia;
quizá el potro del deseo
ya no corra por sus venas.

Palomas de paz abrieron
ciertas heridas de guerra
en el pecho del tejado
y él es médico de tejas.

Muy alto, no viene solo
porque aunque nadie lo sepa,
invisible, le acompaña
un niño con arco y flecha,
y con los ojos vendados
para disparar a ciegas.

El hombre entra en el claustro,
se encuentra con la abadesa
y hay un cruce de miradas
delatando lo que piensan:
que él no se llama don Juan
y que doña Inés no es ella;
que sus nombres son mortales,
como Julio y sor Adela,
aunque para el niño ciego
tales razones no cuentan.

El abañil que trabaja,
la priora que le observa,
el niño que lanza el dardo;
cada cual a su tarea.

Al cabo de algunas horas,
reparada la cubierta,
la historia toca a su fin
justo cuando todo empieza:
doña Inés mira a don Juan,
Julio mira a sor Adela
y dos siluetas se juntan
camino de alguna celda.

Un peine verde de juncos
traza rayas paralelas
en el espejo del río,
tocador de luna nueva.

Abanicos transparentes
le dan aire a la alameda
mientras un grillo repica
sus castañuelitas negras;
que la música no amansa
furia de ninguna fiera
pero, a veces, resucita
la naturaleza muerta.

Abadesa y albañil
han perdido la cabeza;
se olvidan de lo que son
para ser lo que quisieran.

La cama es hielo cadente,
nieve en llamas que anda suelta,
jardín de besos voraces,
nudo de brazos y piernas,
bálsamo de soledades
y asunto de macho y hembra.

La niebla va levantando
su panza de plomo espesa
y sol, lluvia y arco iris
verdean la hierba seca.
Doce monjas sin priora
rezan una madrenuestra
mientras se baten en duelo
otoño y la primavera.

Sergio Coello

sábado, 8 de mayo de 2010

AMBICIÓN

Sospecho que la ambición es anterior al hombre y es muy posible que tenga origen sobrehumano. Por ejemplo, sin un poco de ambición divina Adán se hubiera quedado en una vulgar escultura de barro firmada por ese primer artista llamado Dios. Y, a su vez, sin ninguna ambición el marido de Eva seguiría siendo hoy un funcionario que ganó la plaza de guarda jurado del Paraíso en una oposición demasiado fácil, sin competidores. Sin la fuerza interior de la ambición, ya digo, la escoba no hubiera llegado jamás a ser aspirador eléctrico y la Humanidad continuaría usando la fiebre de sus hijos enfermos como sistema de calefacción dentro de la cueva. Lo que quiero decir es que sin ese deseo humano de ser algo más que un árbol móvil no hubieran existido Alejandro el Magno, Miguel Ángel, William Shakespeare, Thomas A. Edison, Marie Curie, Alexander Fleming, Isadora Duncan, Los Beatles y Neil Armstrong; personas que cambiaron el mundo, cada cuál a su manera, aunque la fama se la hayan llevado otros. Por eso hay pocas cosas tan absurdas como enfrentar el progreso a la ambición individual. Conozco algunos políticos con una íntima y exagerada ambición de poder personal que tachan de insolidarias a las ambiciones particulares de los ciudadanos. El poder tiene eso: tiende al monopolio de todo, incluidas las palabras. Un amigo mío dice que Naomi Campbell no es más que “Betty la Fea” con mucho bronceador encima y unas cuantas ambiciones de más en la cabeza. En cierto modo, tiene razón aunque existan tipos tan equivocados con el concepto que están convencidos de que para conseguir que crezca un árbol en su jardín les basta con llenar un saco con hojas. La ambición no tiene nada que ver con la codicia ni con la envidia. Son cosas distintas, que si se aparean pueden dar lugar a una mezcla explosiva. La misma que se produce cuando la yesca, el encendedor y una gasolinera cercana deciden liarse y hacer un “menàge a trois”.

En el sentido estrictamente machista de la palabra, el hombre más ambicioso que he conocido era mujer. Se llamaba Susan Flaherty y pertenecía al grupo de chicas que les das la mano y se quedan con el dedo en el que iba tu alianza. Cuando Susan se paraba delante de la joyería Tiffany’s su sueño no era lucir la joya más cara del escaparate sino convertirse en dueña del establecimiento. Una noche que estábamos en el Astoria escuchando a Sinatra cantar My way la invité a bailar y me rechazó porque yo quedaba muy por debajo de sus aspiraciones, incluso para bailar esa canción inmortal en la voz de platino de Frankie. Fue entonces cuando se sinceró conmigo por primera vez:
-“Escucha, encanto, yo espero todo de la vida. Aunque he de darme prisa porque no me queda mucho tiempo. Con esta ola de viento a nuestro favor, una mujer que antes de los cuarenta no ha conseguido ser dueña de medio país corre el peligro de que la hagan hija adoptiva del otro medio.”

Susan decía que una mujer sin ambición era menos que medio hombre. Trabajó para los principales bancos de la Costa Este -desde Rhode Island hasta Savannah- y alcanzó mucha fama haciendo ganar dinero a las empresas que la contrataban para mejorar sus resultados. Claro que cobrara tan caros sus servicios que cuando se despedía voluntariamente los accionistas respiraban aliviados. Ella era capaz de oler el patrimonio del hombre que le acababan de presentar aunque el tipo llevase encima dos litros de 212 for men de Carolina Herrera. Podía tasarte entero con sólo echarle un vistazo a la raya de tu pantalón. Tenía una habilidad especial para permanecer fría como un iceberg delante de media docena de calenturientos admiradores. La última vez que la vi estaba sentada en una mesa cercana, cenando con el futuro heredero universal de un imperio petrolífero en un restaurante de lujo. Recuerdo que le dijo al maitre en tono lo suficientemente alto para que yo lo oyera:
-“No se moleste en recomendarnos ninguna especialidad de la casa. Sólo tomaremos la lectura de la carta del menú”. ¿Sabe una cosa? antes de terminar de leerla el señor que me acompaña ya me habrá pedido que me case con él. Así que vaya usted preparando directamente el champán.”

Sergio Coello