lunes, 25 de enero de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXII)

El director Marc Forster procede del ambiente menos ‘glamouroso’ de Hollywood. Lo suyo es ese espíritu rebelde e independiente por el que apenas se interesa ya la actual industria del cine. El caso es que su película “Monster’s ball” tiene mucho de pequeña joya que cuenta la historia de Leticia, interpretada magistralmente por la bellísima actriz negra Halle Berry.
Ella esconde todo su enorme atractivo sexual detrás de una apariencia vulgar y descuidada, como corresponde a cualquier mujer aplastada por el peso de una de esas vidas desgraciadas de las que sólo pueden esperarse días malos y días peores. Después de que su marido haya sido ejecutado en la silla eléctrica, tiene que enfrentarse a una orden de desahucio y al mantenimiento de un hijo adolescente con peligrosa tendencia a la obesidad mórbida. Y aún le aguardan, emboscadas, algunas desgracias mayores.
En su camino se cruzará Hank (interpretado por Billy B. Thornton), un funcionario de prisiones que participó en la ejecución legal del marido de Leticia, y que vive amargado por la tradición racista de su familia y el suicidio de su propio hijo. Ambos lo ignoran todo el uno del otro y con estos ingredientes los guionistas Milo Addica y Will Rokos tejen una espléndida historia de amor arbórea, a la que le han sido podadas todas las ramas moralistas y sensibleras hasta dejarla desnuda; a media pulgada de ser una auténtica obra maestra.




Monster’s ball’ indaga en esa clase de sentimiento de culpa que resulta casi imposible exteriorizar cuando se lleva una vida marcada por la tragedia y la necesidad. La famosa y tremendamente explícita secuencia de sexo desalentado y redentor entre la pareja protagonista –que esconde bajo su justificación la verdadera clave de la película– viene a ser uno de los instantes cumbre de este desconsolador y balsámico viaje al corazón de la América de los estados del sur, una América profunda llena de arcaísmos raciales y burocracia carcelaria. ‘Monster’s ball’ no tiene nada de historia de amor típica.
En ella no hay encuentros románticos ni afectos sentimentaloides. Por el contrario, la película se embarca en el relato de un duro romance entre dos seres abatidos por sus respectivas tragedias personales que intentan olvidar el pesimismo de la existencia, aunque sea dejándose llevar por el momento. Y por el efecto medicinal que la pasión de la carne puede llegar a tener cuando se extiende sobre las heridas abiertas por la soledad.


PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS:
(XXII) MONSTER’S BALL

Cora Higgins había empezado a practicar gimnasia rítmica a los tres años por expreso deseo de su madre que cuando bailaba parecía la nodriza de King Kong. Ella fue la que le inculcó a su hija el deseo de triunfar y Cora creció soñando con subirse un día a las zapatillas rosas de Isadora Duncan o dejar sus huellas junto a las de Cyd Charisse en el asfalto blando del Hollywood Boulevard.

Pero el tiempo fue pasando y antes de que se diera cuenta ya estaba cobrando cinco dólares por cada prenda que se quitaba -para arrojársela al público- en uno de los locales de strip tease de Las Vegas. En realidad, lo que pasó exactamente fue que sus sueños empezaron envejecer mucho más deprisa que ella misma. Aunque ya había cumplido los treinta cualquier parte de su cuerpo era más fuerte que la fuerza de la gravedad y no le había salido una sola arruga en la cara. Lo malo es que sus ilusiones lucían ya demasiadas canas y las piernas de su quimera estaban llenas de varices. A su edad, algunas esposas cerraban los ojos a la hora de comerse, sin ganas de comer, la manzana del sábado por la noche. Posiblemente, para no ver a la mujer que odiaban reflejada en las pupilas dilatadas del marido. Cora no, Cora estaba segura de que si alguna vez le sucedía eso, jamás le echaría la culpa de su tropezón al empedrado de la calle de la vida.


Nunca le gustó arrojar las piedras de su responsabilidad personal a la cabeza de los demás y ni siquiera maldijo al cielo cuando un desconocido -que iba conduciendo el coche con las orejas por culpa del contenido de una botella de Chivas- pasó sin detenerse por el paso de cebra que atravesaba su hijo de cuatro años. El mismo tipo al que conoció después sin saber que él había sido, precisamente, el que aserró su vida por la mitad, unos años antes. Las compañeras de la oficina ya se lo habían avisado: “Hay que tener mucho cuidado con él. Cuando te mira parece que te esté desnudando con los dedos de sus pupilas“. Cora estaba convencida de que la envidia hablaba por ellas, igual que el ventrílocuo presta su voz al muñeco de plástico y que aquel nuevo compañero de trabajo era un tipo normal. Bueno, no tan normal porque llevaba un traje impecable y distinto cada día además de ese aspecto sano de los atletas recién salidos de la ducha. Se veía a la legua que el desodorante no le abandonaría ni en el zafarrancho de combate en una de piratas. También le gustaba que fuera educado y cortés; esas cosas calificadas de defectos masculinos machistas en los editoriales de los diarios.
En realidad, nadie tuvo la culpa de que una mañana Cora y aquel tipo coincidieran por primera vez, solos, en el ascensor. Ni de que él le dijera mirándola a los ojos algo banal sobre el tiempo que se presagiaba con la intención de romper el embarazoso silencio del habitáculo. Si aquellas palabras le sonaron a ella a música de celestial debió ser cosa del azar. Porque el azar es ciego pero no tonto y jamás se da encontronazos contra los que son más fuertes que él. Sergio Coello

sábado, 9 de enero de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXI)

En la película El buscavidas –del director Robert Rossen, también autor de Todos los hombres del rey– Paul Newman da vida a Eddie Felson, un arrogante y amoral buscavidas que frecuenta salas de billar para dejar limpios a los pardillos que empuñan el taco jugándose los dólares en una partida con él. Sueña con ser el mejor y para ello antes ha de batir al legendario campeón Gordo de Minnesota (interpretado magistralmente por Jackie Gleason). Con la ayuda de Bert Gordon (al que da vida el actor George C. Scott), un protector-destructor de jugadores, podría llegar mucho más lejos; Eddie tal vez ganaría al Gordo. Lo malo es que antes ha de resolver un problema fundamental: su autoestima está en el cubo de la basura que hay en la calle. De pronto, irrumpe en su vida una mujer, alcohólica, solitaria y lisiada (la actriz Piper Laurie, maravillosa en este papel) que parece tenderle la mano necesaria para que salga de ese callejón sin salida. Entre el amor de la chica y la gloria de vencer al Gordo de Minnesota, Eddie acaba eligiendo su camino sin importarle el precio a pagar. Claro que nunca pensó que sería tan alto.



Entre la gente normal y corriente existe una cierta atracción más o menos malsana por la figura del perdedor. Hay algo morboso que nos empuja a admirar ese nihilismo existencial de aquellos que se mueven con la desnortada vitalidad del fracaso sistemático. En cierto modo, envidiamos a los que prefieren apurar la vida con esa intensidad añadida que proporcionan los desengaños.


El buscavidas es una obra maestra porque cuenta todo eso mejor que casi ninguna otra película. También por más cosas. Por ejemplo, por su oscarizada y exquisita fotografía en blanco y negro, de Eugene Shuftan, llena de líneas rectas –paralelas y perpendiculares– en primer plano; por su espléndida banda sonora de jazz sesentero, mezclado con los sobrecogedores silencios que nos ofrece la película y que rompen esas bolas rodando por el tapete del billar hasta chocar entre sí. Y, desde luego, por las soberbias interpretaciones de sus cuatro protagonistas; entre las que destaca Paul Newman, capaz de convencernos de que un tipo con su envidiable pinta puede ser el mayor de los perdedores. Porque no hay mayor fracaso que redimirnos del triunfo a costa de perder la única vida que no hemos buscado, la de una mujer a la que amábamos sin saberlo.


PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXI):
EL BUSCAVIDAS

Glenn O’Malley había llegado a sargento de la policía de fronteras en el sur de Texas a fuerza de pasarse treinta y seis horas seguidas a la semana revisando el interior de los camiones procedentes de México que cruzaban el Río Grande. Los camioneros jugaban a colarle en territorio USA un mariachi de Jalisco enterito -con sus guitarrones y todo, dentro de un ataúd de tamaño XXL- y él jugaba a descubrirlo antes de que atravesaran la calle que separaba la acera de Tijuana de la enfrente, que ya era de la norteamericana El Paso. Una vez miró dentro de un camión frigorífico cargado de aguacates y en aquel recinto, cuyo termómetro marcaba veintitrés grados Fahrenheit, se escondían dos docenas de indígenas procedentes del estado mejicano de Chiapas. Habían pagado dos mil dólares por cabeza al conductor y los pobres iban doblados como servilletas. Antes de emprender el viaje, cada uno de ellos tuvo que inflar su propio globo con una bomba de bicicleta para ir respirando ese puñado de aire a presión dentro del congelador, bajo la fruta. Glenn, era un poli muy tranquilo. En otra ocasión paró un Cadillac de color verde sospecha y le pidió al conductor que abriera el maletero. “Ahí sólo llevo la rueda de repuesto, señor” le dijo el charrito, que no tendría más de veinte años. O’Malley -que se las sabía todas- no se inmutó y zanjó la discusión con un comentario antológico:


- Y no lo dudo, muchacho. Pero echa un vistazo aquí atrás, como he hecho yo, y verás que a tu rueda de repuesto se le ha quedado fuera una mano.




En su condado, O’Malley tenía fama de triunfador pero únicamente había alcanzado cierto éxito en el business medio legal relacionado con la carne de las chamacas que llegaban hasta la frontera llamándose Lupita, sin otro oficio que parir hijos a discreción. Claro que, en cuanto le devolvían al policía el favor, en especie, la mayoría de ellas le olvidaban y se volvían todas rubias de bote para ganarse la vida decentemente trabajando de camareras. Daba gusto verlas mostrando a los clientes -con orgullo de triunfadoras- la plaquita con su nuevo nombre -Daisy o Sue Ellen- sobre el delantal, junto a su pecho izquierdo, mientras chapurreaban inglés al tiempo que servían cafés, hamburguesas y tarta de manzana en los bares de las gasolineras. El poder de Glenn O’Malley -como tantos poderes- no pasaba de pura apariencia. Bajo su fachada de Gran Gatsby se escondía un fracasado con el hígado excesivamente flojo para soportar la mezcla de valium y tequila Cuervo, que era lo que se metían entre la placa y la funda de la pistola sus compañeros de patrulla. Él combatía su ración de insomnio de cada noche contando hacia atrás sus imaginarios éxitos personales -en lugar de contar ovejitas- hasta que el sueño le acababa rindiendo ya bien entrada la madrugada. Nunca fue capaz de llegar con aquellos conteos hasta su desastrosa adolescencia de inmigrante irlandés pobre y desahuciado. De la que se salvó, por cierto, porque tuvo la suerte de no cruzarse consigo mismo al llegar al puerto de Nueva York
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Sergio Coello