domingo, 28 de marzo de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXIV)

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Esta adaptación de una novela de Truman Capote -mucho más dura y sin una sola gota de la mermelada que chorrea por la película- fue realizada por el director Blake Edwards. Para el noventa por ciento de los cinéfilos se trata de una de las mejores comedias de la historia del cine; vamos, el no va más del glamour.

Yo, en cambio, la he visto siempre como una pequeña tragedia de esas que el espectador asume encantado porque se la cuelan disfrazada de historia de amor maravillosa. Ayudan mucho al engaño unas interpretaciones inolvidables; sobre todo la de Audrey Hepburn, en un papel completamente distinto a los demás suyos, haciendo de chica difícil de enamorar y excéntrica hasta la exageración. Ya saben, una de esas mujeres fascinantes que no tienen la menor idea de lo que realmente quieren de la vida y que tanto atraen al hombre vacunado contra las buenas chicas.

A esta tarta extremadamente apetitosa, el genial músico Henry Manzini le puso una guinda mágica al crear para la eternidad una de las canciones de película más hermosas de todos los tiempos; se llama "Moon River" y acabó conquistando un oscar.



El argumento gira en torno a dos personajes que están al otro lado de la raya. Holly es una chica de moral distraída y Paul es un joven gigoló que vive a costa de una amante mayor que él. Holly (Audrey Hepburn) -mujer, joven, moderna, burguesa y neoyorquina- va de fiesta en fiesta todas las noches buscando un tipo ricachón que la mantenga el resto de su vida. Paul (George Peppard) -escritor de un solo libro y dueño de una máquina de escribir que se ha quedado sin tinta- pertenece a esa clase de mantenidos por una mujer con más años y dinero que ellos.

Cuando Paul se traslada al apartamento situado encima del que ocupa Holly, Cupido pone en marcha la maquinaria de los enredos y ambos empiezan a conocerse, sentirse atraídos el uno por el otro para, finalmente, acabar haciéndose daño. Nada nuevo en cualquier historia de amor. A Desayuno con diamantes pertenecen esa frase inmortal de “No se puede leer una cosa así sin llevar los labios pintados”, las gafas negras -preludio del pop-art- y hasta el amplio sombrero para ocultar en el rostro de un personaje femenino que carga con el dolor propio como si fuera la lujosa ropa interior de Andrés Sardá; es decir, sin que se le note.


De "Desayuno con diamantes" ("Breakfast at Tiffany's", 1961) es imposible decir algo que no se haya dicho ya mil veces. Que es una obra hipnotizadora desde el mismo comienzo con esa secuencia-prólogo en la que suena Moon river y aparece un taxi que llega a la joyería Tiffany's en plena madrugada neoyorkina para que Autrey Hepburn con gafas de sol descienda del vehículo y se dirige a los escaparates del conocido establecimiento mientras desayuna. Sin duda, la noche ha sido larga y dura para ella y necesita un momento de intimidad, de escape en esa vida de la que no se siente puede sentir orgullosa. O en la escena final, con ese gran momento en el que ella bajo la lluvia y con la ayuda de George Peppard acaba encontrando el gatito que acababa de abandonar. Ya no se hacen películas así, sencillamente porque los espectadores de hoy sólo quieren efectos especiales y dibujos animados de carne y hueso.



PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXIV):

DESAYUNO CON DIAMANTES

Rupert Masera era de esa clase de amigos que son más fieles que un pastor alemán a la mano que le da de comer. También era el más mentiroso pero eso no importaba demasiado porque sus mentiras eran inofensivas. Tan inofensivas como los tiros a bocajarro de esas pistolas de agua que usan los niños en los juegos mientras aprenden a sobrevivir en la jungla de un parque infantil.



Un día estaba Rupert en el Nautilus con su quinto vaso de agua en la mano, que él enfriaba siempre con media docena de cubitos de vodka Vladivostok congelada, cuando de pronto se puso a presumir delante de todo el mundo de que había pasado una noche enterita en la suite real del Hotel Yakarta Hilton con la multimillonaria Bárbara von Tyler. Lo mejor de las mentiras que contaba Rupert era que solía salpicarlas con detalles tan increíbles que, en el fondo, a cualquiera le gustaría pensar que eran verdades.

- La parte de ella que no es de silicona -contaba Rupert aquella vez- ya no creo que cumpla los cincuenta. Pero, amigos, esa mujer, no sé, yo diría que ha pactado con el diablo porque el tiempo pasa por su piel con muchísimo respeto; como de puntillas para no despertarle las arrugas. Estoy seguro de que, viendo lo que se le venía encima con el paso del tiempo, ella le hizo a la fuente de la eterna juventud una oferta que el chorro del manantial no se atrevió a rechazar. Lo mismo que no pude rechazar yo todas las cosas que ella me ofreció aquella noche entre las sábanas de seda de una cama inmensa que hasta tenía colchón de agua. Fijaos si esa mujer será rica -insistía Rupert- que cuando estábamos celebrando el tercer asalto le apareció de improviso un dolor insoportable por culpa de un cólico renal. Sí, ya sé, que resulta muy inoportuno pero no me digáis que eso no le puede pasar a cualquiera, ¿A quién no le ha sacudido un calambre en una pierna, alguna vez, en momentos así? Pero hasta en esas cosas se nota que los multimillonarios son diferentes: Bárbara expulsó la piedra en menos de dos minutos. Y eso no fue todo. De acuerdo, a pesar de ser tan rica, ella tenía piedras en el riñón como nos sucede, a veces, a las gentes vulgares. Pero es que resulta que las suyas eran de jade, joder. ¿Podéis imaginarlo? Sus piedras eran de ese jade chino que recuerda el color del césped recién segado en los campos de golf del Trofeo Augusta. Y no creáis que expulsó la piedra en el inodoro o en el bidé, como habría hecho cualquier pringado de nuestro estilo. Nada de eso; ella lo hizo sobre un joyero que tenía grabadas en la tapa las iniciales del sultán de Brunei.

Sergio Coello

sábado, 13 de marzo de 2010

EL BALANCÍN

Todas las dictaduras son la misma dictadura, pero hay casi tantas democracias diferentes como naciones aceptan que el sufragio universal sea la teórica fuerza que mueve el balancín de la Historia. Ese balancín no es muy diferente de los que hay en los parques infantiles para que se diviertan los críos. También el poder consta de dos puestos inamovibles, uno a cada lado del fiel de la balanza, y ambos lados se reparten, por igual y por etapas alternativas, su peso y su altura. En ese juego se sube o se baja según sopla un viento democrático y vertical que todo el mundo llama voluntad popular. Algunas veces dan ganas de llamarle fuerza de la gravedad, sin más.




La derrota electoral les suele pillar siempre a trasmano a los partidos políticos perdedores. Se ve han leído poco a Schopenhauer y deconocen que nunca hay viento favorable para el navegante que no sabe cuál es el rumbo que ha de seguir para llegar a su destino. A veces, ni siquiera saben abandonar el poder con elegancia, sin dar portazos. Es decir, que tampoco han leído a Dashiell Hammet ni a Raymond Chandler. De ellos he aprendido yo que en las horas bajas es cuando mejor se demuestra la altura de cualquier hombre. Lo comprobé una noche cuando me encontré con William Battle, que acababa de perder su mansión de Palm Spring a los dados en el Flamingo. Llegó con una sonrisa de oreja a oreja -como si le hubiesen comunicado que al cruzar el jardín había pisado una mierda de oro- y me dijo:

- “¿Sabes? Tener estilo es cuando a uno le condenan a muerte y pide que el procedimiento para aplicarle la sentencia no sea la inyección letal o la silla eléctrica, sino aquel pica-hielos que estaba en manos del instinto básico de Sharon Stone.”
Todos hemos conocido tipos presuntuosos, gente que habla exclusivamente para escucharse a sí misma y mide a los demás por la altura que tienen las suelas de sus zapatos. Max Brady, por ejemplo, era así. Le gustaba tanto presumir de su cosmopolitismo que siempre estaba repitiendo una frase engreída:
- “Vaya donde vaya, todos mis viajes son ya de vuelta.” – En su soberbia, un día le dijo al mismísimo Ban Ki-Moon, Secretario General de las Naciones Unidas – “Yo podría aconsejarle a usted qué cosas no vale la pena hacer en ciertos países remotos. En Afganistán, por ejemplo. Si va usted allí a pasar sus vacaciones de Agosto jamás se le ocurra pedir una cerveza fría en ningún sitio. Lo único frío que hay en el verano de Afganistán es la líbido de los cadáveres.”

A los electores nos encanta que nos digan que somos mejores de lo que, en realidad, somos. Adoramos escuchar mentiras –por ejemplo, esa de que el infierno son los otros- pero jamás estaríamos dispuestos a pagar el menor precio por oírlo. Tal como funciona el Balancín español del poder, un político que no supera el techo del diez por ciento en unas elecciones es un demagogo fracasado que ni siquiera ha sabido hacer bien su trabajo. Sobre todo, teniendo en cuenta lo que me confesó aquella noche Jim Donaldson, el corresponsal en Madrid del Inquirer de Philadelfia, cuando seguíamos las votaciones de la Academia para los oscar del año:

- Sólo existen dos encuestas fiables. La primera revela que uno de cada cuatro hombres indultaría preferentemente a Barrabás porque le parece que es el reo menos elitista de los dos.


- ¿Cuál es la segunda? – le pregunté.
- La otra – me respondíó Jim – dice que una de cada diez mujeres estaría dispuesta a creer que la estatua de David que Miguel Ángel hizo para la ciudad de Florencia tiene una erección cada vez que se le acerca una turista lo suficientemente sexy.”


Sergio Coello

miércoles, 3 de marzo de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXIII)

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Roman Polanski ha dirigido solamente dos películas totalmente norteamericanas y ambas pertenecen al cine de “género”: Chinatown al “negro” y La semilla del diablo (Rosemary’s baby, según su título original, que acertadamente no da pistas sobre el desenlace de la historia), al “de terror”. Curiosamente, ambas están consideradas obras maestras del cine y fueron rodadas antes que su multipremiada El pianista. La semilla del diablo es una magistral adaptación de la famosa novela de Ira Levin ‘El bebé de Rosemary’, que el propio escritor transformaría en un soberbio guión.



Polanski es tan conocido hoy por las geniales películas que ha dirigido como por las turbias peripecias de su vida personal. Viudo de la actriz Sharon Tate –asesinada en medio de una ritual orgía satánica– huyó de los Estados Unidos, unos años después, cuando fue acusado de abusar sexualmente de una menor. Pero uno no está aquí para juzgar su conducta sino para comentar su cine desequilibrante. Es un experto en caminar por esas simas volcánicas donde humean las pasiones humanas más morbosas y fascinantes. Lo que hace grande a La semilla del diablo es que no le permite al espectador llegar a conclusiones claras, más o menos tenebrosas sino que el director se las arregla muy bien para que uno no esté seguro de nada y eso es mucho peor. El desasosegante canto a la incertidumbre de este film es lo que hace que la película no haya envejecido ni siquiera un par de días. Su terror lo aporta nuestra mente, la del público, consciente de que las posibilidades más oscuras nacen siempre de lo habitual y nunca de extraordinario. Da infinitamente menos miedo la propuesta de una fantasía llena de monstruos apocalípticos que la mera sospecha de que el diablo pueda estar paseando tranquilamente a nuestro lado. Todo empieza con la pareja protagonista, joven y esperanzada, buscando una casa y Polanski destroza el subgénero de las comedias románticas metiendo a estos dos personajes en una de esas sendas tenebrosas que conviene no traspasar. Tienen la mala suerte de alquilar un apartamento en el edificio Bradford, que es el conocido edificio neoyorkino Dakota, donde también han ocurrido en la realidad todo tipo de desgracias, algunas inexplicables, como el asesinato de John Lennon. Allí, una puerta secreta los comunicará con el piso de los Castevet, un matrimonio mayor que resulta cualquier cosa menos tranquilizador, pero con el que van a entablar una relación vecinal de consecuencias imprevisibles. La película se salta todas las vallas, desde una profanadora Satánica Concepción hasta la paranoia y el sentido de aislamiento a los que puede llegar una mujer encinta cuando se siente acosada por fuerzas inexplicables. Aunque nos tememos lo peor, quizá todo se limite a un cúmulo de alucinaciones que sólo están en la mente de esa embarazada rubia de aspecto frágil. Al principio, las cosas se reducen al creciente deterioro físico de Rosemary debido al avance de su estado (un desmejoramiento escalofriante que provoca en el espectador casi malestar físico) pero luego llegan oscuras amenazas y la dolorosa soledad de Rosemary, abandonada a su suerte y utilizada por los demás para su siniestro fin. Los interiores de las historia son serenos y contenidos pero es en la calle y en el mundo de los sueños donde hacen irrumpen con barroquismo e intensidad crecientes las connotaciones freudianas y ocultistas. Los actores están en estado de gracia pero hay que poner un milímetro por encima de los demás a Ruth Gordon (que logró el Oscar con su impresionante interpretación de la siniestra Minnie) al dar vida al personaje más repulsivo de cuantos ha creado el cine polanskiano.
El plano final –que viene a dar satisfacción a los espectadores, locos por verle la cara al fruto de esta tragedia– se rodó utilizando los ojos de un felino a través de un filtro rojo para mayor acojonamiento general. De esa manera, no somos nosotros quienes vemos al hijo del Diablo sino que es éste el que nos mira a los espectadores. Si no la conocen, vean la película en casa –que siempre será más seguro–y luego reflexionen acerca de cómo se han removido en el sofá de casa porque han sentido mucho más frío todavía durante esta secuencia final. Después de La semilla del diablo, yo sólo me he sentido tan inquieto con tres películas: El resplandor de Stanley Kubrick, Terciopelo azul de David Lynch e Inseparables de David Cronenberg.


PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXIII)
LA SEMILLA DEL DIABLO


Mientras estuvo viviendo en Tucson (Arizona), Catherine Cross soñaba de vez en cuando que algo extraordinario acabaría pasando en su vida. Que un desconocido le daría un beso en la rodilla en medio de la oscuridad total de un vagón de metro averiado entre dos estaciones o que un asaltante de cajeros automáticos, encapuchado, la atacaría por la espalda mientras sacaba dinero para, de improviso, cambiar de idea y preferir llevársela -despreciando todo lo demás: los billetes servidos sobre la bandeja del cajetín, la tarjeta de crédito devuelta por la máquina y el bolso diseñado por Gucci- porque ella, precisamente, era ese providencial ángel de la guarda que todo canalla espera encontrar algún día en su carrera de mala vida para salvarse. Catherine, en fin, soñaba con tener una existencia imaginaria. Como las del cine y la literatura. En las películas y los libros a las amas de casa les suele caer en suerte una de esas vidas de sube y baja que las trata a oleadas, terribles unas veces y otras fantásticas.


Antes de su tercer año de casada, Catherine ya sabía que la causa de su nada personal tenía mucho que ver con la calma chicha que se apodera de ese mar azul matrimonial cuando ya no queda ni una pizca de sal en él. Hasta el punto de que parece, más bien, una charca de aguas estancadas. Ella dejó de mirarse en el espejo el día que ese cristal le pareció idéntico a la pantalla de un monitor hospitalario que controlase la actividad cerebral de alguien en estado de coma; con el biiiiiiiiiiiiiip típico de los encefalogramas planos.
Una mañana se levantó a preparar el café de siempre para aquel tipo que llevaba mil cien noches durmiendo en la misma cama que ella pero a dos o tres kilómetros de distancia de su corazón por lo menos. Al apretar el botón de la cafetera ésta no funcionó y Cathy esperó a que él terminara de afeitarse, que no fue con un cuchillo de monte y un poco de agua sin jabón como Gary Cooper en Tambores lejanos, sino con una afeitadora eléctrica cuyas pilas -casi gastadas- se colocó después bajo la tripa cervecera para ponerse en marcha a medio gas, con su traje gris-rutina, en dirección al trabajo. Cuando sonó el portazo que la dejaba sola, Catherine metió cuatro cosas en una maleta y salió fuera buscando un tragaluz en aquella ciudad-cueva. A los cinco minutos ya había desaparecido como un punto en medio del espacio sideral vacío de estrellas.

Sergio Coello