martes, 19 de octubre de 2010

Angeles externinadores

Creo que fue al escritor Manuel Vázquez Montalbán a quien le oí una vez comentar que a todo hombre le acaba llegando esa edad en que ya no le puede echar a nadie la culpa de los rasgos de su propia cara. Yendo un poco más lejos quizá podría decirse que, a partir de cierta edad, todos hemos pasado alguna vez por la experiencia de soportar en casa a unos invitados con mucha cara. Visitantes que no tienen prisa ninguna por marcharse porque miden en años-luz el tiempo que pierden en domicilio ajeno. Si por ellos fuera, esperarían sentados en tu porche la llegada del Juicio Final, donde lo más seguro es que Dios les acabase juzgando por pelmazos. Y condenándoles por haber ignorado en vida que el Todopoderoso sólo premia la vigilia cuando ésta no se practica a expensas del cansancio ajeno.

A veces, me pregunto si estos fulanos que hacen todo lo que pueden para que la madrugada se estanque siempre en alguna casa amiga ─distinta de la suya─ no sentirán una especie de miedo cerval a enfrentarse a la mañana siguiente. La mayoría de los anfitriones son ─somos─ lo bastante educados como para sufrir en silencio esta especie de hemorroides humanas y nos resignamos a soportar a esos conocidos cuyo sentido de la cortesía no va más allá de abstenerse de escupir en la mesa donde se comen el menú de la casa…de otro.

Pero como no hay mal que cien años dure, ni alma que lo aguante, tarde o temprano esta gente acaba encontrándose con la horma de su zapato. Al final, siempre llega una noche en la que algún anfitrión les hace comprender que no se puede ir por la vida pensando que el tiempo y los amigos están ahí para dilapidarlos juntos, a chorro y en sesión continua. Unas copas de más, una discusión tonta, una palabra más alta que otra y ese remate final en plan hasta aquí hemos llegado, puerta, que lo sentimos mucho pero mañana tenemos que madrugar.

De la generosidad, ya se sabe, no todos tenemos la misma idea. El marido esquimal se ofendía bastante antaño cuando no aceptabas a su esposa como “animal de compañía para pasar la noche” si le visitabas en su igloo en alguna de aquellas excursiones que se hacían al Polo Norte, al poco tiempo de que el explorador Robert Peary plantara en la nieve la bandera estadounidense. Ceder la propia esposa al invitado como muestra de cortesía es una idea extremista del buen recibimiento pero seguramente menos dañina que su simétrica. Y es que conozco a algunos españoles que creen haber cumplido contigo de sobra si después de darte un pisotón se aguantan las ganas de exigirte de inmediato la devolución del polvo de su suela que se ha quedado sobre tu zapato.

domingo, 3 de octubre de 2010

Dos sortijas y un perfume


El lujo, a veces, llega mucho más lejos que cualquier tragedia personal por larga y dura que sea. Hablando de secuestros, que es un tema muy de actualidad, hace tres o cuatro años los secuestradores de la periodista francesa Florence Aubenas le regalaron dos sortijas y un frasco de perfume horas antes de liberarla. La habían mantenido encerrada en una covacha, de mala manera, ciento cincuenta y siete días. Y es que, en cuanto deja de ser niña, lo primero que hace una mujer es elegir un perfume que la identifique; ese aroma que la distinga del resto de las mujeres en el mundo. Como si se tratara de un adeene a base de efluvios y pistas. Muchas infidelidades de maridos, por cierto, se han descubierto gracias al poco respeto que los hombres le tienen a esta regla de oro femenina.

Todas estas cosas las aprendí de Thelma Perkins. Thelma se había licenciado en Historia por la Universidad de Berkeley pero después se puso a vivir mucho, tal vez demasiado. Las andanzas amorosas de Thelma no cabrían en el Hermitage de San Petersburgo, ni aun censurando la parte gráfica de sus posturas. Una noche que estábamos ella y yo tomando un daiquiri en el Floridita de La Habana, observé cómo sus pestañas rizadas se ponían a bailar un famoso bolero interpretado en directo por la orquesta. De pronto, en mitad del estribillo de “Lágrimas negras”, me dijo:

-“Escucha, una mujer como yo cuenta los hombres que ha perdido igual que lo haría un general en el campo de batalla, por batallones. ¿Sabes una cosa, encanto? A estas alturas de mi vida, es difícil que un tipo llegue a sorprenderme con el cuento chino del amor a primera vista. La última vez que creí en las palabras de un hombre fue anteayer, pero porque se limitó a darme la hora.”


Thelma había conocido muchos secuestradores y sabía de qué pie cojean cuando le dicen a una rehén eso tan inquietante de “tranquila, no te pasará nada, siempre que los tuyos cumplan su parte del compromiso”.

Hace un año, me volví a encontrar con la Perkins una noche en el Dresde, el mejor cabaret de Berlín. Ella estaba en la barra tomando un gin fizz y con su sombrero de espía de entreguerras intentaba espantarse media docena de moscones con pinta de nazis que la andaban asediando; supongo que con la intención de ponerle la bota encima y lo demás dentro. Cuando se libró de aquellos matones que eructaban la canción Lili Marlen desafinando un poco, Thelma me comentó en un aparte:

-“Los hombres acertáis raramente a la hora de hacernos el regalo que preferimos. Los secuestradores, en cambio, siempre dan en el clavo. Le regalan un bolso de plexiglás junto a su liberación a esa mujer que han tenido secuestrada demasiado tiempo y en ese momento ella se creerá la reina de Saba. Yo siempre les doy el mismo consejo a todas esas chicas jóvenes que les gusta jugar a la aventura y viajan por libre a países exóticos” ─ remató Thelma ─ “Si te secuestran, pequeña, no te pongas exigente. Olvida tu buen gusto y seguro que sobrevivirás.”