martes, 25 de octubre de 2011

Media vida en 25 canciones (14)

Pueblo blanco

Conozco a mucha gente que considera el Mediterráneo de Juan Manuel Serrat una de las mejores canciones de amor que se han dedicado a ese mar. Un mar que ha sido cuna de civilizaciones; espacio pacífico donde se dejaron la piel pueblos enteros comerciando en paz e intercambiando sabidurías y también líquido campo de batalla en el que se enfrentaron ejércitos en guerras que decían defender la fe o la hacienda propias de la codicia del contrario.

A mí también me gusta mucho Mediterráneo; entre otras cosas, porque su letra carece de esos ripios sueltos a los que es tan aficionado el cantante catalán, entre verso y verso, en no pocas de sus canciones. Pero uno es españolito de secano y por eso quiere rendir hoy su pequeño homenaje a otra canción distinta. Una canción que a fuerza de localismo y microcosmos me parece infinitamente más universal que ninguna otra serratiana. Estoy hablando de Pueblo blanco, una auténtica joya que ha pasado casi desapercibida como tantas veces ocurre y que habla con versos durísimos de las raíces de tantos de nosotros, nacidos en pequeños mundos dormidos por una modorra de siglos. Pueblo blanco habla con bastante dolor y una pizca de melancolía del paso del tiempo y también, por supuesto, de la desesperanza de los pueblos muertos; de esa vieja batalla de la supervivencia en reductos agonizantes donde lo único vivo es el natural deseo de escapar de la mazmorra a algún lugar distinto y libre de cadenas. A todo eso se refiere Pueblo blanco con su mirada, compasiva y cruel a la vez como los cuadros de Gutiérrez Solana─, sobre aquella España rural de nuestra infancia, cuando hasta el campo abierto era un callejón sin salida.


Pueblo blanco

Colgado de un barranco
duerme mi pueblo blanco
bajo un cielo que, a fuerza
de no ver nunca el mar,
se olvidó de volar.
Por sus callejas de polvo y piedra
por no pasar, ni pasó la guerra;
sólo el olvido...
camina lento bordeando la cañada
donde no crece una flor
ni trashuma un pastor.
El sacristán ha visto
hacerse viejo al cura.
el cura ha visto al cabo
y el cabo al sacristán.
Y mi pueblo después
vio morir a los tres...
Y me pregunto por qué nace la gente
si nacer o morir es indiferente.
De la siega a la siembra
se vive en la taberna.
las comadres murmuran
su historia en el umbral
de sus casas de cal.
Y las muchachas hacen bolillos
buscando, ocultas tras los visillos,
a ese hombre joven
que, noche a noche, forjaron en su mente;
fuerte pa' ser su señor.
tierno para el amor...
Ellas sueñan con él,
y él con irse muy lejos
de su pueblo. Y los viejos
sueñan morirse en paz,
y morir por morir,
quieren morirse al sol;
la boca abierta al calor, como lagartos

medio ocultos tras un sombrero de esparto.

Escapad gente tierna,
que esta tierra está enferma,
y no esperes de mañana
lo que no te dio ayer,
que no hay nada que hacer.
Toma tu mula, tu hembra y tu arreo.
sigue el camino del pueblo hebreo
y busca otra luna;
tal vez mañana sonría la fortuna
y si te toca llorar
es mejor frente al mar.
Si yo pudiera unirme
a un vuelo de palomas,
y atravesando lomas
dejar mi pueblo atrás,
juro por lo que fui
que me iría de aquí...
Pero los muertos están en cautiverio
y no nos dejan salir del cementerio.



La canción apareció en 1971 formando parte del álbum Mediterráneo, como otra hermana pequeña más de la canción “primogénita”. Curiosamente, ese mismo año se estrenó una obra maestra del cine norteamericano del último tercio del siglo XX; me refiero a la película La última sesión de cine, (The last picture show) del director Peter Bogdanovich. ¿A cuento de qué me pongo a mezclar aquí una película norteamericana ambientada en el profundo medio oeste de los años sesenta y rodada a destiempo en blanco y negro con esta canción que trata de la España irredenta de nuestra niñez? Pues viene a cuento del todo. La última sesión de cine, desarrollada en Anarene, una imaginaria y crepuscular localidad tejana cuyo único cine va a proyectar la última película antes de su cierre definitivo, el Pueblo blanco de Serrat, que en realidad es la villa aragonesa de Belchite donde nació su madre─ y la Porzuna manchega, donde yo nací y me crié, son la misma y eterna cosa. Todos los lugares del mundo en los que se tiene la sensación de vivir en un nicho amueblado son el mismo lugar; el mismo agujero donde resisten gentes idénticas que están cansadas de vivir en medio de un inmenso “nunca pasa nada”. Como he escrito tantas veces, el “perdedor profesional” únicamente sale guapo en los retratos de ficción. Y no siempre.

Únicamente el empeño humano de sobrevivir de escapar al tedio de un entorno paralizante es capaz de cruzar las fronteras, naturales o inventadas. Valga como ejemplo de que en todas partes cuecen habas, estos versos “canónicos” de uno de los más grandes poetas europeos, el griego Constantin Kavafis:

Dijiste: "Iré a otro lugar, iré a otro mar.
otro pueblo ha de hallarse mejor que éste.
todo esfuerzo mío es una condena escrita;
y está mi corazón - como un cadáver - sepultado.
¿Hasta cuándo permanecerá mi espíritu en este marasmo?
Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire,
oscuras ruinas de mi vida veo aquí.
Aquí, donde tantos años pasé, destruí y perdí.

Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.
El pueblo te seguirá. Vagarás
por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo
y en estas mismas casas encanecerás.
Siempre llegarás a este pueblo.

Para otro lugar -no lo esperes-
no hay barco para ti, no hay camino.
Así como tu vida la arruinaste aquí,
en este rincón pequeño, también

la has destruido en toda la tierra.”

Por pequeña que sea la nostalgia del pueblo donde se ha nacido es imposible no emocionarse oyendo la canción Pueblo blanco. A mí me sigue poniendo la carne de gallina esa compasión seca y sin concesiones que transmite hacia todo habitat moribundo. Cuando la descubrí hace muchos años tuve la sensación de haber recibido un puñetazo en el estómago; un golpe al plexo solar de uno de aquellos boxeadores antiguos que subían a un ring sin technicolor para pintar sobre el lienzo de la lona bañado en sudor una obra de arte o una carnicería mezclando su sangre con la de púgil contrario. Supervivientes, ambos, de la misma batalla contra la oscuridad.

Pueblo blanco es certera como una flecha de luz clavada en el corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Causa espanto y ternura a la vez. Escuchándola, todo el que no lo sabe aprende muy bien qué significa exactamente eso de pasarse uno media vida viajando en un tren inmóvil, uno de aquellos transiberianos de tercera que fueron crucificados con remaches a una vía muerta.

Sergio Coello