domingo, 18 de noviembre de 2012

Siempre nos quedará... Berlín


        Berlín tiene algo de ave fénix metropolitana; siempre resurge de esos escombros con ceniza a los que la reduce la Historia, una vez o dos por siglo. Asediada o destruida por la peste, la Guerra de los Siete Años, la invasión napoleónica, las potencias aliadas de la Gran Guerra y los ejércitos ruso y norteamericano, tras la caída del Tercer Reich, Berlín pierde a menudo el cuerpo entre las propias ruinas pero mantiene incólume su espíritu dentro de algún cascote. Y en ese hálito de vida está escondido el espíritu de Europa. Como todas las grandes ciudades del mundo que valen la pena, no fue casi nada antes de ser Berlín; apenas un par de aldeas de pescadores en el siglo XIII que convirtieron en burgos los Margraves de Brander. Varios siglos más tarde volvió a ser partida por otro río paralelo; un río macizo de hormigón armado hasta los dientes y lleno de dibujos y versos que aún se vende en pedacitos plastificados con forma de llavero hortera o de colgante de gargantilla para esa gente capaz de adornarse con pizcas del sufrimiento humano. Más de veinte años después de la caída de ese muro, todavía sigue existiendo el psicológico, que es el más resistente.   


 
  Recuerdo que entré por la Karl Marx Alee (Avenida de Carlos Marx) porque venía de Praga y empecé descubriendo la ciudad por su lado menos amable. Centenares de grandes bloques de viviendas -todos idénticos en su grisura- se alineaban a ambos lados de la calzada. Son frutos de la política de vivienda del socialismo real, que practicó este tipo de construcción --más feista que sobria—y que supuso, si duda, un cambio milagroso en las condiciones de vida de rusos, rumanos y búlgaros. Aunque en la República Democrática Alemana y, particularmente, en la zona oriental de la capital, tuvieron que ser impuestos por el bigote de Stalin, que  rechazó personalmente la propuesta de los arquitectos berlineses, mucho más alemanes que comunistas. Éstos pretendían reconstruir la ciudad con criterios ambiciosos desde el punto de vista urbanístico pero Stalin estaba convencido –con razón– de que una ciudad de moderno trazado burgués acabaría aburguesando a los trabajadores.                       
      
Berlín es una especie de ciudad-universo. Dicen que uno puede encontrar en ella, si se queda a vivir el tiempo suficiente, que no fue mi caso, todo eso que descubren los viajeros impenitentes cuando dan la vuelta al mundo en ochenta días. La Puerta de Brandenburgo, por ejemplo, me parecía que estaba rodeada de fantasmas de aquellos muchachos que un día fueron acribillados a balazos por haber sucumbido al deseo de probar la fruta prohibida de vivir un metro más allá de donde vivían. Y junto a ella se encuentra el Hotel Adlon, uno de los de mayor ringorrango del mundo. Su entrada suele estar custodiada por unos gorilas de dos metros de altura -con la cabeza afeitada y las gafas oscuras de Koyak; seguramente porque su papel consiste en espantar a los turistas, a manotazos, como si fueran moscas, cuando éstos pretenden acceder al Hall principal para hacer fotos iluminadas con el flash de la envidia.

     Se puede recorrer de punta a punta este Berlín cosmopolita, lleno de gentes de todas las razas y países, de muchas maneras: en tren, en metro, en tranvía, en taxi o en bicicleta y sin que tengas que echar mano del Winchester 73 o de un notario. Sus calles -no hablo de los barrios extremos marginales- respiran civilización igual que las alcantarillas del Harlem neoyorquino respiran vapores con ese apestoso olor a cubos de basura que aflora a la pantalla cuando vemos películas negras. El Tiergarten no es un parque sino un auténtico bosque animado por músicas que flotan en el aire y permanecen emboscadas bajo los tallos de un césped verde e intacto al que no han conseguido doblegar las zapatillas de los deportistas ni las botas de los neonazis. El ayuntamiento berlinés ha reducido el vandalismo de los gamberros a la mínima expresión gracias a unos policías grandes como armarios de dos puertas que pasean acompañados de unos perros-lobos inmensos con el morro encajado en un cubo de cinc igual que aquellos que usábamos antaño para sacar agua fresquita del pozo.  En el Museo Pérgamo, pongo por caso, el peso de la cultura clásica es de una belleza casi agobiante: allí están el Altar Helénico de Homenaje a Zeus, el Portal de la Plaza del Mercado de Mileto y una buena parte del friso que decoró el Palacio Real de Babilonia. Dentro de ese pedazo de Historia uno se siente dueño del mundo por un rato, rodeado de leones con alas como Nabucodonosor. El Berliner Dom (la Catedral), el Altes Museum (Antiguo Museo) y la Nationalgalerie rodean una gran explanada, que yo vi vacía y en obras en una mañana soleada, así que me imaginé la celebración que tuvo lugar allí mismo, hace más de sesenta años, cuando el Partido Nacional-Socialista alemán la llenó de uniformes grises con cruces gamadas en los brazos, águilas de dos cabezas, estandartes verticales con esvásticas y un griterío organizado con muchos “!heil Hitler¡” que desafiaban al cielo y todavía hacen temblar a quienes fueron sus víctimas y sobrevivieron.



    El Berlín, uno se siente más pequeño que en otros lugares, si -como me ocurrió a mí- va a pie desde allí hasta la Puerta de Branderburgo por la avenida Unter den Linden (literalmente “Bajo los Tilos”) y luego descubre, al otro lado, la inmensa ruta que forman el trío rectilíneo Strasse des 17 Juni, Bismarckstrasse y Kaiserdammstrasse, y que lleva hasta el corazón del Berlín occidental.

         A lo largo de varios kilómetros uno puede darse un paseo por cuatro siglos de Historia y diez generaciones culturales: la Ópera, la Universidad Humboldt, el Palacio de la República, el Ayuntamiento Rojo, el Reichstag, la Columna de la Vitoria coronada por esa diosa que dicen que es de oro auténtico y las ruinas parciales de la iglesia Kaiser-Wilhelm con la construcción modernista del nuevo templo a su lado; un prisma lleno de luz y color que es distinto según sea de día o de noche. El conjunto horroriza a algunos exquisitos pero a mí me pareció que hacía la plaza más hermosa todavía por contraste entre la muerte y la vida. Y es que todos los monumentos berlineses están llenos de metralla y resurrección.

 La capital tiene, como toda Alemania, una pésima fama gastronómica pero en una calle recoleta del barrio judío, frente a la iglesia de San Nikolai, hay pequeños restaurantes llenos de encanto donde deshacer el equívoco de que sólo hay dos menús alemanes fijos: filete de cerdo con patatas y salchichas de cerdo con patatas.


Cuando abandoné Berlín -la estancia duró pocos días- me traje la sensación de que dentro de cincuenta años posiblemente sólo habrá cinco naciones en el mundo y ya sé cuáles van a ser sus capitales: Shanghai, El Cairo, Nueva York, Sidney y Berlín. El resto sólo serán miles de millones de provincianos luchando contra ese paleto entrañable que todos llevamos dentro.         

domingo, 28 de octubre de 2012

Siempre nos quedará... París

Presentación

"El nombre genérico -Siempre nos quedará- se entiende bien si, como se puede ver, la entrega inaugural está dedicada a la ciudad de París. Detrás vendrán otras muchas situadas en los cinco continentes".

"En la serie irán apareciendo algunos lugares del mundo que ha ido visitando a lo largo de bastantes años. Aunque muchos de ellos los he recorrido más de una vez, he querido reflejar fundamentalmente la primera impresión que me produjeron. Ya sabes, esas sensaciones únicas que sólo se dan al primer golpe de vista y oído, y que te transmiten las personas y los paisajes cuando llegas hasta ellos con la inocencia del desconocimiento físico, que no literario o cinematográfico".

"No se trata de un recorrido turístico, más o menos salpicado de fotos familiares. De hecho, aunque también incluiré, en ocasiones, alguna foto personal, la mayoría de las imágenes que aporto son ajenas y sólo pretenden complementar el carácter creativo de este trabajo". 

"Lo más interesante ─si es que consigo conectar con los lectores que visiten la página (www.laboraldecordoba.es) ─ tal vez sea esta otra forma personal de hablar de espacios y gentes ajenos a uno mismo, intentando tomarle el pulso urbano a esos lugares del mundo que he visitado y de los que siempre me atraían más su carne y su espíritu que sus espléndidos monumentos."

PARIS
(Sergio Coello)

               París es algo más que París; un lugar mágico enquistado en la cabeza y el corazón de muchos de nosotros gracias a unas cuantas frases célebres mil veces repetidas. “Siempre nos quedará París”, le decía la gabardina de Bogart al sombrero de Ingrid Bergman entre la niebla de aquel aeropuerto con un único avión a punto de despegar y con el amor de sus vidas a un paso de quedar aplazado definitivamente. El año anterior, un Hitler impaciente preguntaba a sus generales “¿Arde ya París?”, como si la llama de la libertad pudiera ser sofocada con más fuego. Y es que aún no se había extinguido del todo aquella otra sentencia incendiaria del aspirante navarro al trono de Francia pronunciada un par de siglos antes -“París bien vale una misa”-, anticipo de que para el poder los principios acaban siempre donde empieza la ambición de mayor poder. París además se ha alojado en nuestro recuerdo a través de canciones en voces inolvidables -Piaf, Brel, Aznavour- aunque uno prefiera aquella copla, entre canalla y nostálgica, que le dedicó Carlos Cano cuando todavía era un españolito pobre en la Ciudad de la Luz: “¡Allez, venez vous, milord! ¡Allez, venez vous, madame! Ecoutez cette chanson, que es primavera en Pigalle”.
   Durante siglos, París ha sido el símbolo de tantas cosas que siempre alguna de ellas acaba interponiéndose entre el viajero y esa ciudad que sigue creyéndose el faro o el ombligo del mundo. Y quizá lo fue alguna vez, cuando enseñaba a la “Humanité” que el poder absoluto se reduce a cero con un golpe de cizalla bien afilado y un cesto para recoger las cabezas sueltas.
       


   El mundo ha dado muchas vueltas desde que París -un pequeño villorrio de pescadores de la Isla de la Cité habitado por los “parisii”, que le han dado su nombre- fuera conquistado por los romanos en el año 55 a.C. Los francos sucedieron a los romanos y decidieron llamar París a la ciudad, que se convirtió en el centro del reino. El Renacimiento y la Ilustración se encargaron de transformarla en una de las más importantes capitales europeas y después la revolución burguesa, la pintura impresionista, la poesía de Rimbaud, el teatro de Camus e Ionesco y los cineastas de la “nouvelle vague” acabaron consolidando su estrellato. París tiene como símbolo un dedo índice luminoso, hecho de hierros entrelazados, que apunta al universo descaradamente. Montparnasse, los Inválidos, los jardines de las Tullerías donde, por cierto, bebí una espléndida cerveza tumbado en una hamaca frente al Arco del Carrusel, el Palacio de Chaillot, las estaciones de Austerlitz, Lyon y D’Orsay; la Asamblea Nacional, la Iglesia del Dôme, el Pantheón, la Sainte-Chapelle, el Hotel de Ville, la Comedíe Française, el Palais Royal; el Pont Saint Michel y, a lo lejos, como un azucarero de porcelana, ese Sacré-Coeur haciendo contraste con los viejos tejados húmedos y rojizos de Montmartre. La verdad es que, a la hora de pasear por sus calles, París es infinito. Llegué allí por primera vez hace bastantes años, llevando dentro de mi equipaje esa memoria sentimental que resulta imprescindible para ir incluso al bar de la esquina. Uno siempre espera encontrarse con la ciudad que ya lleva consigo en la maleta de los sueño. Yo confiaba en que bajo el museo en el que han transformado el viejo mercado de Les Halles advertiría algún movimiento o ruido de aquel vientre urbano, visceral, erótico y violento, que descubrí en las novelas de Emilio Zola cuando el pueblo de París tenía que sobrevivir a puñetazos contra la vida. Unos tiempos en que los escasos placeres que quedaban al alcance de las encallecidas manos del pueblo eran todos pecados mortales. Suponía en mi ingenuidad viajera, ya digo, que en cualquier rincón de Saint-Denis me tropezaría con el perfume tierno de Irma “la Dulce”, vigilada de cerca por las muecas de Jack Lemon vestido de gendarme. No fue así. En Saint-Denis  había, por supuesto, mujeres de la calle que iban vestidas con la elegancia cubista de las señoritas de Avignon y en el Bois de Boulogne vi mujeres de alquiler con un parasol impresionista en la mano, como si se hubieran escapado de un cuadro de Auguste Renoir, pero lo que de verdad me sorprendió de esos lugares fueron unos restaurantes griegos donde se comía arroz envuelto en hojas de parra hervidas en caldo con aroma de eneldo. Y que me recordaban al sirtaki final de Zorba el griego, con Anthony Quinn contagiando su baile lleno de vida a un caballero inglés racionalista en medio de la playa. También me acordé de la sala de cine en la que vi esa inolvidable película de Michel Cacoyanis por primera vez. Eran otros tiempos y  en la cordobesa Plaza de las Tendillas el Palacio del Cine aún estaba vivo para acogernos las tardes de domingo a los laborales de entonces.
  En el París flamante de mi primer viaje, Pigalle aparecía vacío de mujeres al anochecer aunque lleno de travestonas con brazos de camionero norteamericano. Y su Moulin Rouge (¡ay!) estaba herido de gravedad porque una de las cuatro aspas se había apagado más o menos para siempre.
      
             Tampoco encontré en los cafés de Saint-Germain-dés-Près una silla vacía esperando al esqueleto de Jean-Paul Sartre para que reescribiera “Las manos sucias”, ni el cenicero con los restos del último cigarrillo que fumó Albert Camus antes de estrellar su coche contra el futuro, que el futuro, en ocasiones, es un callejón sin salida. No perdí el tiempo rastreando las calles de París a la búsqueda  de algún souvenir sentimental o político de aquel Mayo del 68, uno de los mayores fracasos intelectuales de la izquierda europea del siglo XX. A aquellas alturas de mi vida ya sabía que no es que no quedase nada, es que quedaba lo peor: las calvas conformistas y las barrigas cerveceras -me refiero a las mentales, naturalmente- de aquellos jóvenes radicales que acabaron haciendo de la revolución una plaza funcionarial para toda la vida. 
           Frente al Palacio de la Ópera estaba la oficina de American Express, siempre de guardia, y no me quedó claro si en sus sótanos los domingos de agosto se seguía refugiando el fantasma. El arte está cerrado en esas fechas pero el dinero no. En la Île de la Cité -rodeada de río por todas partes menos por una llamada cielo- está el imperio gótico de Notre-Dame atestado de turistas extranjeros. Su torre multiplicada por dos tampoco es ya el último refugio del jorobado Quasimodo y la zíngara Esmeralda, sino otro mirador más desde el que contemplar cuarenta siglos de Historia sin necesidad de creerse uno Napoleón.    
       Entre los puentes Neuf y D’Alma -donde murió Diana de Gales huyendo de los “paparazzi”- pasan de noche, sobre el agua del Sena, unos bateaux llenos de gentes que van a ver, iluminada, la noche parisina. Y en los Paseos de la rive gauche y droite del río se ven elegantes messieurs de pelo blanco -a la caza de chicos jóvenes- y muchachas indias menores de edad que rodean al turista entre gritos para marearle y hacerse, al instante, con su cartera. Del Louvre recuerdo, especialmente, la sonrisa de la Gioconda y una Victoria de Samotracia con la que se topaban todos los turistas al entrar. Y en el palacete du Jeu de Paume -todavía no habían llevado los “impresionistas” al museo D’Orsay- hice una larga  espera de tres horas para ver la mejor colección de cuadros de mis pintores favoritos, aquellos tipos que fueron los primeros en atreverse a salir de los palacios reales para ponerse a pintar lo que había fuera de ellos. Bueno, la verdad es que fueron los segundos. Velázquez les llevaba un par de siglos de ventaja.
  El Centro Pompidou -uno de esos edificios que tienen sus tripas metálicas al aire disfrazadas de conductos de agua y aire acondicionado- goza de mucha fama pero a mí me resultó más fascinante la plaza la Place de la Ville de París─  donde se asienta. Allí he visto gentes de todas partes agrupadas por clanes: estudiantes italianos con la palabra Benetton en la mochila, músicos bolivianos tocando la quena, mercaderes turcos con los kilis al hombro y bretones barbudos con perro sin bozal. Y, en medio de todos ellos, un chino mandarín que lograba fascinar a ese medio mundo con cuatro velas y un poco de cuento. Chino.   

            
      Nunca hay que buscar ese París que ya no existe. Lo más probable es que uno pierda el juicio como Don Quijote y se crea que está dentro de esa tierra prometida con la que sueñan los que se niegan a aceptar que detrás de las montañas del horizonte sólo hay más montañas.
  Ya lo cantó magistralmente a ritmo de vals un granadino universal que no se llamaba Federico, antes de que le fallara el corazón en lo mejor de la vida:
 “¡À París, à París mon coeur ça va!. ¡À París, à París j’avais vingt ans! Que hay que vivir y soñar. Y hay que reír y cantar. ¡Olvide y viva feliz, que sólo en París se puede olvidar!”. Pues eso.    



domingo, 2 de septiembre de 2012

Media vida en 25 canciones (25)


Cómo te extraño

   Ana María Alias Vega (Pasión Vega) nació en Madrid pero creció en el barrio de Nueva Málaga de la capital de la Costa del Sol de donde es originaria su familia. Se inició en el mundo de la música participando en el coro de la parroquia de su barrio, grabó su primera colaboración en un disco benéfico de villancicos y en 1992, con 16 años, se presentó en un concurso de radio en la Cadena Ser quedando en tercer lugar.
                                    
  Ya bautizada artísticamente como Pasión Vega, su primer éxito musical le llega a través de su brillante interpretación de Ojos verdes y obtiene una extraordinaria acogida en su presentación en el Teatro Lope de Vega de Sevilla, en la Semana de la Copla, Entonces su repertorio estaba formado exclusivamente por coplas clásicas que atraían a un público maduro, pero luego se dio a conocer en toda España a través de nuevas producciones discográficas con las que su público crecía en número y menguaba en edad, gracias a su gran expresividad interpretativa y una calidez vocal extraordinaria.

  Ya desde sus primeras presentaciones exhibió ese estilo propio –lejos de los tópicos que acompañan a las tonadilleras—que no precisaba de batas de cola, ni abusar de los excesos vocales o escénicos para interpretar las coplas de Quintero, León y Quiroga, entre otros autores clásicos. Después de la copla llegó el momento de innovar en su carrera y apostar por autores actuales –tanto consagrados como desconocidos- que estuvieran a la altura de sus cualidades. Su primer disco Un toque de distinción respondía a un estilo más pop, con baladas, boleros y canción ligera, una producción primera que representaba su debut como profesional. Y, tras esta incursión en el pop, se decanta en los trabajos siguientes hacia un repertorio más tradicional.  Como buena aficionada al flamenco, a Pasión Vega se le nota que lo respeta profundamente. Y, del mismo modo, ocupan un lugar destacado entre sus referencias musicales la canción de autor (Serrat, Carlos Cano, Javier Ruibal), el tango, el bolero, la música italiana, las rancheras, los grandes crooners como Sinatra, el fado y otras músicas de raíz popular. Pasión Vega también ha cantado en algunos conciertos de la gira colectiva  Acordes con Leonard Cohen, en homenaje al cantautor canadiense. Y como prueba de su interés por adentrarse en otros terrenos musicales, ahí están sus versiones de Fragilidad  del ex-líder de Police Sting, la de Alfonsina y el mar  acompañada por el tenor José Carreras o de su Non credere de la italiana Mina. Posiblemente porque Pasión Vega puede cantar maravillosamente casi todo,  copla, tangos, rancheras, arias e incluso temas del mejor swing norteamericano. Uno de los autores emblemáticos con los que ha colaborado es el cantautor Joaquín Sabina, quien dijo de ella:
-“Pasión canta como si llevara un viejo dentro, por el asunto del duende, quiero decir. Se puso a cantar y tenía la pureza de Concha Piquer, esa cosa antigua que parece imposible en una cantante tan moderna.”
                   

      Precisamente, fruto de esa admiración compartida de estos dos andaluces por uno de los más grandes cantaores flamencos de todos los tiempos –José Monje Cruz, Camarón de la Isla--,  es, precisamente, este prodigio de canción que hoy traigo aquí, y que se titula Cómo te extraño. Para mí, una de las cimas del disco titulado Pasión Vega de la cantante malagueña.
                                     CÓMO TE EXTRAÑO
Cómo te extraño, 
motín de la razón, 
soledad sonora, 
cincuenta años 
algunos más que yo 
cumplirías ahora. 
Jondura en vena, 
cura de hierbabuena, 
galope inerte, 
patera hundida, 
viva la mala vida, 
muera la muerte,
muera la muerte. 
Del horizonte 
penando vengo, hermano,
rezando voy 
al Sacromonte, 
donde hasta los gitanos
saben quén soy. 
Maestro escuela, 
duque de las duquelas
de la memoria, 
pan con tomillo, 
coñac de carajillo 
sin achicoria. 
Las churumbelas 
que en la cuna mamaron
por bulerías 
pasan papelas 
de las que te mataron
cuando vivías,
cuando vivías.
 Corazoncito 
herido en el combate
con las entrañas, 
qué huerfanito, 
se ha quedado el Tomate,
el polo y la caña. 
Con qué desgana 
 se hacen las gaditanas
tirabuzones; 
sin tu saeta 
va la Esperanza a dieta
de camarones, 
de pescaílla, 
de boga y de jurel
de la mar amarga, 
¡qué pesadilla! 
la silla sin José 
en la Venta Vargas,
la Venta Vargas. 
   Joaquín Sabina, que tiene rajo y duende para tantas cosas –no sólo para las rumbas-- compuso hace una década Cómo te extraño en honor del gran genio flamenco de San Fernando prematuramente desaparecido y a mí me parece que es la mejor elegía de todas las que se le han dedicado. Gracias a Pasión Vega, que está tan cerca de tener la mejor voz española viva en una cantante popular. Yo espero vivir lo suficiente como para escucharle cantar alguna vez un “blues”.
                                      
 Bueno, retiro esta última frase. En realidad, Como te extraño es un portentoso, desgarrado y sentimental “blues” español –y hasta muy flamenco, si me apuran-- dedicado a alguien que rozó el cielo con las yemas de los dedos de su garganta mientras sus pies chapoteaban en el fango ardiente del infierno.
Sergio Coello

viernes, 27 de julio de 2012

Media vida en 25 canciones (24)


        Graduado en filología inglesa por la Universidad de Leeds, Mark Knopfler, un joven escocés de Glasgow, decide trasladarse a Londres para intentar hacerse un hueco en el panorama musical. Corría el año 1976 cuando Mark formó con sus amigos del Loughton College una banda llamada Café Racers con la que tocaba en pubs y escuelas cercanas al colegio donde él impartía clases como profesor. Una noche en la que el bajista de Café Racers estaba enfermo Mark le pidió a su amigo John Illsley que le sustituyera dando comienzo una larga y estrecha colaboración entre ambos, interpretando canciones propias y versiones de temas de otros artistas como Ry Cooder o Brenda Lee.
   Ensayos agotadores, ingresos que apenas daban para pagar el alquiler del equipo de sonido; en fin, nada que no conozca cualquiera que haya iniciado una gran obra empezando desde cero. Un amigo del grupo, en alusión a su penosa situación económica, les propuso adoptar el nombre con el que saltarían a la fama: Dire Straits (que en inglés viene a significar algo así como "grandes apuros").
  El 27 de julio de 1977 el grupo grabó una maqueta de cinco canciones en los Pathway Studios, al norte de Londres, tras reunir las ciento veinte libras esterlinas que costaba entonces su producción. Las canciones incluidas en ella eran Wild West End”, “Down to the Waterline”, Water of Love”, Sacred Loving” y el que sería su mayor éxito, Sultans of Swing, una de las más grandes canciones del último tercio del siglo XX.



  Dire Straits grabó su primer álbum homónimo entre febrero y marzo de 1978, y se publicó en el Reino Unido en junio del mismo año. La acogida fue buena por parte de la crítica especializada, pero escasa por el gran público británico. Sólo la progresiva publicación del álbum en Europa, Estados Unidos y Australia (donde alcanzarían rápidamente el número uno en ventas), unido al éxito de sus giras en directo, logró que el disco se convirtiese en un superventas.
Después llegó el disco de larga duración  Alchemy  grabado en directo en 1984 , en el que se recogían casi todos los mejores temas de la banda, incluido "Going Home", de la película Local Hero, cuya banda sonora fue publicada como trabajo en solitario de Mark Knopfler.

     En 1985 lanzan Brothers In Arms, canción que trata del horror de la guerra con un fondo musical que hace la letra aún más estremecedora y que fue un gigantesco éxito internacional. En este disco se encuentran, además, "Money for Nothing", "So far away", y "Walk of Life". y "Brothers in Arms". Puede que el gran éxito de este disco se deba al hecho de que fue uno de los primeros trabajos grabado digitalmente en su totalidad y estuviese disponible en el novedoso (en aquel momento) formato Compact Disc, hoy tan odiado por algunos fanáticos del vinilo.

                 
       Sultans of Swing fue el primer sencillo de la banda y formaba parte del álbum titulado Dire Straits. En el tema cuentan la historia de una banda que toca en un característico pub al sur de Londres. Su letra describe a la perfección la escenografía costumbrista de un pequeño bar con un público minoritario y entregado donde se toca una música poco habitual para la época. Hablamos de un tiempo en el que muchos no entendían que una banda de rock & roll incluyera instrumentos de viento como la trompeta o el saxo. La banda, ahí, demostró su afición a la música de jazz y otros estilos  --el “dixie” y el “honky tonk“--, a lo que se rinde homenaje en esta canción. En algunas actuaciones en directo –por ejemplo, el tributo a Nelson Mandela, en el año 1988—los muchachos de Dire Straits actuaron junto a Eric Clapton  como segunda guitarra. Clapton y Knopfler demostraron en aquel concierto una asombrosa complicidad en la canción "Sultans of Swing", con un animado diálogo en el escenario entre sus respectivas guitarras en la parte central de la canción, mientras el peso musical lo llevaba el saxofón de Chris White. La aportación del saxofonista fue quizá la mejor muestra de la evolución de este tema, que siempre suena distinto en directo con las sucesivas y diferentes improvisaciones de Knopfler.

            

            SULTANS OF SWING

You get a shiver in the dark
It's been raining in the park but meantime
South of the river you stop and you hold everything
A band is blowing Dixie double four time
You feel all right when you hear that music ring.

You step inside but you don't see too many faces
Coming in out of the rain to hear the jazz go down
Too much competition too many other places
But not too many horns can make that sound
Way on downsouth way on downsouth London town.

You check out Guitar George he knows all the chords
Mind he's strictly rhythm he doesn't want to make it cry or sing
And an old guitar is all he can afford
When he gets up under the lights to play his thing.

And Harry doesn't mind if he doesn't make the scene
He's got a daytime job he's doing alright
He can play honky tonk just like anything
Saving it up for Friday night
With the Sultans, with the Sultans of swing.

Am a crowd of young boys they're fooling around in the corner
Drunk and dressed in their best brown baggies and their platform soles.
They don't give a damn about any trumpet playing band
It ain't what they call rock and roll
And the Sultans played Creole.

And then the man he steps right up to the microphone
And says at last just as the time bell rings
'Thank you goodnight now it's time to go home'
and he makes it fast with one more thing
'We are the sultans of swing.


SULTANES DEL SWING

Te estremeces en la oscuridad,
llueve en el parque, pero mientras,
al sur del río te paras y todo se detiene,
una banda toca Dixie en cuatro por cuatro.
Te sientes bien cuando escuchas esa música.
 

Entras, pero no ves demasiadas caras
que entren desde la lluvia para escuchar el jazz deslizarse.
Hay demasiada competencia, demasiados lugares
aunque no hay muchos saxos que puedan sonar así.
Camino al sur, al sur de Londres.

Te fijas en el guitarrista George, se sabe todos los acordes.
Él es puro ritmo, no quiere hacerla llorar ni cantar.
Y una vieja guitarra es todo lo que se puede permitir
cuando se levanta bajo las luces a cumplir con lo suyo.

Y a Harry no le importa si no hace un buen papel;
Tiene un trabajo durante el día y le va bien.
Puede tocar
 honky-tonk como si nada,
reservándolo para la noche del viernes
con los Sultanes, con los Sultanes del Swing.

Y una panda de jóvenes hacen el tonto en la esquina,
borrachos y vestidos con sus mejores pantalones
Anchos, marrones y sus suelas de plataforma.

No les importa un bledo una banda con trompeta;
no es lo que ellos llaman rock and roll.
Y los Sultanes tocaban Creole.

Entonces un hombre se acerca al micrófono
y dice por último, cuando el reloj da su hora:
"Gracias y buenas noches! Ya es hora de irse a casa."
Y suelta rápido algo más:
"Somos los Sultanes, los Sultanes del Swing".


    A mí me parece, sin duda, la mejor canción de su década, del que considero, personalmente, el último de los grandes grupos de la música moderna. El solo de guitarra de la versión álbum de Sulstans of swing  aparece en el nº 22 de la lista de los mejores solos de guitarra de todos los tiempos y en el nº 32 en la lista de los mejores de la revista Rolling Stone.
    No hay demasiadas versiones de Sultans of swing –hay que tener mucho valor para atreverse a ello-- pero aun así las de Andrea Valeri y The Ventures (ambas instrumentales) no ofenden a la original.
   Sin embargo, como versión alternativa –aunque llena de respeto hacia la inalcanzable de Mark Knopfler y sus colegas-- yo prefiero la de Johnny y los Bigudíes. Con ese mítico nombre (que recuerda el inmortal Johnny be good del genial pionero del rock and roll, Chuck Berry) existe un grupo de sesentones –profesionales serios donde los haya y tan buenos músicos como expertos en actividades más “formales”-- que alimentan la magia de la mejor música rock en un local de Madrid llamado Segundo Jazz. Allí, todos los jueves, Johnny y los Bigudíes versionan los mejores temas de Jerry L. Lewis, Elvis Presley, Los Beatles, los Stones, Los Kinks y toda aquella  maravillosa ralea sesentera y setentera para disfrute de un público con muchas canas –o calvas-- en la cabeza y mucha juventud en el corazón. Estuve allí un jueves del pasado invierno y seguro que adivinan cuál fue el tema más celebrado por el público: Efectivamente; Sultans of swing.


                                                                                           Sergio Coello

domingo, 10 de junio de 2012

Media vida en 25 canciones (23)

       Creo haberlo escrito en alguna otra ocasión: tengo una particular debilidad por las canciones que el intérprete hace suyas, aprovechando la música para dejar claro que, personalmente, se niega a ser una parte infinitesimal más de esa masa sin forma ni fondo que crece como por contagio, igual que las epidemias. Podría citar la ranchera Pero sigo siendo el rey de José Alfredo Jiménez, Los ejes de mi carreta de Atahualpa Yupanqui,  Je ne regrette rien de Edith Piaf o Gracias a la vida de Violeta Parra, entre otras. En fin, esas canciones que antes de que la palabra se prostituyera, se las conocía como con mucha personalidad. My way, de Frank Sinatra, es una de ellas y, a veces, pienso que la mejor de todas. Naturalmente, se trata de una opinión personal, discutible que se queda exclusivamente para mí.

       My Way (A mi manera o A mi modo) fue una adaptación al inglés que hizo el veterano cantante y compositor Paul Anka de un tema francés anterior llamado Comme d'habitude (Como acostumbro), y cuyos autores son Jacques Revaux y Claude François. En realidad, de la versión original Anka sólo se decidió a conservar la música, puesto que la nueva letra no tenía nada que ver con la original. El primero en interpretar esta “recreación” fue el propio Frank Sinatra al final de los sesenta y gracias a su voz inmortal My way se convirtió en la canción más emblemática y madura de este espléndido actor y mejor cantante.

   My way venía a ser una especie de repaso sereno a la “complicada” trayectoria vital del propio Sinatra, por más que el paso del tiempo la haya acabado transformando en un símbolo universal de ese viaje de vuelta que todo hombre emprende después de llegar, más o menos entero, a la tercera mitad de su vida. Ya se sabe, cuando de uno empieza a estar bastante más lejos la juventud que la muerte y no está mal eso de echar el penúltimo aliento poético dando un repaso a nuestra vida. Con calma y sin arrepentimientos ni exhibiciones. My way es apta, únicamente, para hombres y mujeres que no dependan del permiso de otros para crecer. Gente, ya digo, que hace lo que siente y dice lo que piensa.

       La editorial Warner Chappell afirma que se trata de la canción más radiada en las ondas de la historia de la música y la que más versiones tiene. Lástima que esto último se diga de otra media docena más. El último servicio público que ha prestado My way reafirma perfectamente esa universalidad, puesto que se la ha incluido en una campaña publicitaria del medicamento Viagra. En el anuncio, un coro de caballeros muy maduros de los que ya empiezan a necesitar ayuda para levantar “su moral de siempre” entona My way a pleno pulmón.



        Francis Albert Sinatra nació en un barrio de clase media-baja de la ciudad de Hoboken, Nueva Jersey, el 12 de diciembre de 1915. Su familia era inmigrante italiana y la madre de Sinatra, Natalie Della Agravante, que llegó a ser portavoz de distrito del  Partido Demócrata trabajó como comadrona. De hecho, en más de una ocasión estuvo en la cárcel por practicar abortos, que eran ilegales entonces. El padre de Frank, siciliano, fue propietario de una taberna a la que únicamente atendía por la noche porque de día trabajaba como bombero. Su hijo, el gran Frank Sinatra, después de una vida de brillantísimo vértigo murió en Los Ángeles, el 14 de mayo de 1998, a los 82 años y a consecuencia de un ataque al corazón. Todavía hoy, cualquiera que tenga una cierta edad y no se haya convertido en un trozo de carne con ojos sin memoria sabe perfectamente lo que ha significado Sinatra en el cine y en la música. Se le apodó La Voz por habernos dejado en herencia un impagable legado canónico en todo lo que se refiere a la interpretación vocal masculina de la música moderna. Especialmente, por el soberbio timbre de su voz, la cuidada precisión en el fraseo y el excelente dominio del control de la respiración mientras cantaba.

   Su repertorio empezó basándose en canciones de los dos más grandes compositores estadounidenses de la época Cole Porter y George Gershwin pero luego evolucionó desde su primerizo estilo de inspiración jazzística  hasta la mejor música pop del último tercio del siglo XX. Como Bing Crosby y Ella Fitzgerald, tenía una garganta incompatible con las actuales reglas de juego de la canción popular. Entre otras cosas porque en la actualidad la primera ley vigente dice que cuanto más desafines y peor cantes, mejor valorado estarás por las productoras discográficas y por buena parte del público.           



MY WAY
AND NOW, THE END IS HERE,
AND SO I FACE THE FINAL CURTAIN.
MY FRIEND, I´LL SAY IT CLEAR,
I´LL STATE MY CASE, OF WHICH I´M CERTAIN.
I´VE LIVED A LIFE THAT´S FUL …


 …AND MAY I SAY, NOT IN A SHY WAY,
´OH, NO, OH, NO, NOT ME, I DID IT MY WAY´.
FOR WHAT IS A MAN, WHAT HAS HE GOT?
IF NOT HIMSELF, THEN HE HAS NAUGHT.
TO SAY THE THINGS HE TRULY FEELS
AND NOT THE WORDS OF ONE WHO KNEELS.
THE RECORD SHOWS I TOOK THE BLOWS
AND DID IT MY WAY.
YES, IT WAS MY WAY.     


A MI MANERA 
Y AHORA, EL FINAL ESTÁ AQUÍ,
Y ENTONCES ME ENFRENTO AL TELÓN FINAL.
 AMIGO MÍO, LO DIRÉ SIN RODEOS,
HABLARÉ DE MI CASO, DEL QUE ESTOY SEGURO.
HE VIVIDO UNA VIDA PLENA…


… Y PERMÍTANME DECIR, SIN COMPLEJOS,
´OH, NO, OH, NO, A MÍ NO, 
YO SÍ; LO HICE A MI MANERA´.
PUES ¿QUE ES UN HOMBRE? ¿QUÉ ES LO QUE HA CONSEGUIDO?
SI NO ES A SÍ MISMO, NO TIENE NADA.
DECIR LAS COSAS QUE REALMENTE SIENTE
Y NO LAS PALABRAS DE ALGUIEN QUE SE ARRODILLA.
MI HISTORIA PRUEBA QUE ASUMÍ LOS GOLPES
Y LO HICE A MI MANERA.

       El álbum que contenía esta canción fue publicado en 1969 pero también incluía algunas otras joyas de la música contemporánea como La señora Robinson de Simon y Garfunkel, Yesterday de The Beatles y Et Maintenant de Gilbert Becaud.

         No hay artista de vida tormentosa que no haya hecho suya la canción My way. Nina Simone y Elvis Presley fueron los primeros pero detrás vinieron otros muchos en legión. Existen todas las versiones imaginables; desde las corales a las instrumentales, del jazz al country pasando por el flamenco, y hasta en serio y en broma. No resulta fácil elegir entre las casi infinitas My way que existen. La versión de “su segundo padre” Paul Anka, junto a la de Elvis Prestley y la de los “tres tenores” Pavarotti, Carreras y Plácido Domingo son aportaciones “clásicas” irreprochables. Las de Nina Simone, Aretha Franklin y Shirley Bassie rinden tributo al magnífico estilo blues y soul de su raza.  Las de los Sex Pistols y Nina Hagen discurren por la senda gamberra y agresiva de los punkies de lujo. Tampoco está nada mal una de las más recientes que he oído: la del cantante inglés de moda Robbie Williams.

    Claro que comparar cualquiera de ellas con la de aquel tipo de ojos azules como el cobalto sería algo así como comparar un puñado de bisutería con una mina de oro.

 Sergio Coello

miércoles, 16 de mayo de 2012

Media vida en 25 canciones (22)

Angola


         Cesária Évora nació en Mindelo (archipiélago de Cabo Verde), la ciudad de los poetas y los artistas, el 27 de agosto de 1941 y murió a los 70 años, el pasado  17 de diciembre de 2011 en un hospital de la isla de San Vicente.
  “Cize”, como la llamaban cariñosamente sus amigos, era hija de un músico y una cocinera y siempre estuvo rodeada de instrumentos musicales. Sobre todo del violín que tocaba su padre. Tiempos duros para una familia pobre del África insular y atlántica, hasta el punto de que, siendo una cría, tuvo que pasar parte de su infancia en un orfanato. A los 16 años ya cantaba en bares y fiestas privadas, para las que era reclamada por sus canciones dulces y tristes, a la vez. Aquellas letras que combinaban el amor con las historias de aislamiento, comercio de esclavos y emigración, tan propias de su archipiélago, le gustaban a un público necesitado de emociones balsámicas con las que curarse las viejas heridas de la vida. Tras la actuación, pasaba por las mesas y los clientes dejaban caer sus monedas, haciéndolas tintinear metal sobre metal en el fondo del platillo.
Entre su adolescencia y su madurez estuvo cantando en radios locales, bares de puertos y barcos de cabotaje, hasta que a mediados de los setenta desapareció del mapa, aquejada de una profunda depresión. Aquella fue una década dura y nada prodigiosa para Cesária, en la que el alcohol sobre todo el "grog" un conocido aguardiente caboverdiano le empezó a pasar su carísima factura. La propia cantante llamaría después a esta época, ya superado el episodio, sus Dark Years (Años Oscuros).
   Por suerte, en 1987, José da Silva la escuchó cantar en un bar de Lisboa y, con 47 años, dos hijos y los restos del naufragios de tres matrimonios fracasados, Cesária Évora aceptó grabar un disco en París. Para aquella  voz  negra de los pies desnudos era su primer álbum, pero luego vendría la publicación de los elepés Mar azul (1991) y Miss Perfumado (1992) que confirmarían con creces tantas esperanzas aparentemente frustradas. De repente, aparecieron los conciertos en el Olympia de París, las comparaciones con Billie Holliday, las giras mundiales Estados Unidos, Suecia, Japón, Senegal y España, el abandono del alcohol, las cinco nominaciones a los Grammy, los cinco millones de discos vendidos en todo el mundo y su ascensión a la cima de la World Music.
  Cesária Évora, la morna y Cabo Verde se hicieron universales gracias al talento único y esplendoroso de una cantante tocada por la magia de África y empapada de sonidos de otros mundos de más allá del Océano.

   
  Cesária Évora pasará a los anales de la historia de la música como la creadora de un estilo musical, la morna, que es una especie de blues caboverdiano en el que se mezclan los olores y sonidos de su isla, la percusión del oeste africano, el fado portugués, los ritmos brasileños  y los cantares de aquellos marinos ingleses que recalaron en el archipiélago  de Cabo Verde en tiempos de esclavos y piratas. La cantante comenzó a crear el morna con tan sólo 16 años; tras juntarse con un joven y atractivo guitarrista, su calidad pronto fue conocida. En la segunda mitad de los años sesenta algunas canciones suyas ya se retransmitían a través de las radios europeas, Holanda y Portugal, principalmente.


  “Sólo soy una mujer africana”, decía siempre de sí misma. Una mujer del África portuguesa, habría que añadir. Algo evidente para todos los que llevamos muchos años escuchando esa voz densa y cristalina a un tiempo, envolvente, indescriptiblemente triste, que nació en una diminuta colonia de Mindelo, esa isla de juguete que pertenece a un pequeño archipiélago situado frente a la costa de Senegal.

     El morna es un género cuyas letras, en criollo, hablan invariablemente de amor y distancia.  ¿De qué si no puede hablarse en una isla pequeña? Esta artista tenía una especie de radar innato que le permitía detectar los peligros y esquivar los arrecifes traicioneros que abundan en la música étnica. Contó, afortunadamente, con la ayuda de Manuel de Novas, ex-piloto de puerto, y la de Teofilo Chantre, el músico de París, inextricablemente unidos al cordón emocional de la “saudade” de su país nativo, el fado, una especie de “blues” portugués. También le llegó la colaboración de algunos talentos excepcionales sin demasiada experiencia. “Ellos han nacido y crecen. Yo soy la única que envejece”, comentaba bromeando, refiriéndose a aquellos músicos jóvenes que la acompañaban en sus últimos conciertos. Dos de estos nuevos compositores de canciones Constantino Cardoso y Jon Luz son autores de esas coladeras que se salvan del agujero negro de la globalización del sonido. Guitarras, piano, violines de la calle intactos, directos, cándidos para unos ritmos singulares. El blues cabo-verdiano de Cesária Évora habla de la larga y amarga historia de aislamiento de su  país, del comercio de esclavos, de la diáspora hija del hambre. Su voz está llena de magia y cuando va acompañada de instrumentos capaces de conferir un toque melancólico, lo emocional resalta mucho más que lo retórico. Quien no entiende esa lengua variante del idioma portugués percibirá, sin duda, la emoción de sus canciones.
      Para esta serie podría haber elegido una al azar de entre tantas de mis preferidas: Papá Joachim París,  Miss Perfumado, Mar azul, Cinturao tem mele o la maravillosa Sodade. Sin embargo, me he inclinado por Angola, que es una declaración de amor a ese país del África negra que ha conocido las diez plagas de Egipto pero ha conseguido sobrevivir a todas ellas.   





          ANGOLA
Ess vida sabe qu'nhôs ta vivê
Parodia dia e note manché
Sem maca ma cu sabura
Angola angola
Oi qu'povo sabe
Ami nhos ca ta matá-me
'M bem cu hora pa'me ba nha caminho
Ess convivência dess nhôs vivência
Paciência dum consequência
Resistência dum estravagância
       
         ANGOLA
Esta vida alegre que nos llevará
Por el día y la noche de fiesta
sin dolor, con alegría.
Angola, Angola;
El pueblo sabe
que nadie me va a matar.
Vine con el tiempo justo
para regresar, después
de vivir esta experiencia.
Porque la paciencia
sólo es una consecuencia
de la resistencia
a la extravagancia


   Una copa de aguardiente caboverdiano y un cigarrillo entre las manos, además de sus melodías tristes, esas eran sus señas de identidad en el escenario. Tras 'Cesária Evora &..., su último álbum, grabado en el año 2010) y en el que participaron Caetano Veloso, Pedro Guerra, Salif Keita, Bonnie Raitt y Marisa Monte─, la suerte de la cantante se truncó definitivamente. Ese mismo año, la cantante tuvo que someterse a una operación a corazón abierto que hizo temer por su vida. Obligada a suspender una veintena de conciertos que ya tenía acordados, su salud no se recuperaría jamás. Los achaques se fueron sucediendo, semana tras semana, y en septiembre de 2011 anunció, desde París, que abandonaba definitivamente los escenarios. Tres meses después, su corazón dejó de latir. Era el 17 de diciembre de 2011 y si yo no publiqué este artículo que escribí por entonces fue porque me empiezan a parecer un poco oportunistas todas las necrológicas con altavoz.
     Cesária decía que empezó a cantar  en los bares de Mindelo y en el puerto de la isla de San Vicente para ahuyentar la tristeza de sus 16 años. Los clientes no siempre le echaban escudos en la bandeja; a veces, le pagaban  con un vaso de aguardiente grog, de ron o de whisky. Gracias a unas grabaciones recuperadas de Radio Barlavento y Radio Clube se puede escuchar todavía aquella voz de jovencita, más clara y fina, en canciones grabadas en los estudios de emisoras de Mindelo, entre 1959 y 1961, cuando ella aprovechaba las noches para escuchar y aprender de Amália Rodrigues.
    Le gustaba pasar horas y horas mirando el mar, aunque nunca se metía en el agua porque no sabía nadar. En cambio, le hablaba al Océano Atlántico como si fuera una persona porque una vez, cuando era niña, una anciana le había contado que las olas hacen sonar una música que nosotros los humanos no entendemos.
Cesária Évora venía de la pobreza, de los días de hambruna en aquellas diez pequeñas islas castigadas por la sequía. Fue hija de unos tiempos en que los colonizadores portugueses prohibían caminar por la acera a los nativos caboverdianos que no podían comprarse un par de zapatos. Esa rebeldía nostálgica estaba detrás de su empeño en cantar siempre descalza sobre los escenarios. Ha sido auténtica, ajena a cualquier artificio de la industria, algo que hoy se considera un defecto en la mayoría de los tinglados del espectáculo. Entrevistarla podía resultar una aventura de consecuencias imprevisibles. Te la podías ganar si te olvidabas del cuestionario que traías preparado a propósito de su último disco, por ejemplo, asunto por el que no solía mostrar demasiado interés, y te atrevías a preguntarle por su receta de la catchupa, un guiso tradicional a base de judías, maíz y carne…cuando había dinero. Entonces ella podía contarte la historia de Paulino y Camuche, sus dos ojos desacompasados. "Dos hermanos que van juntos a todas partes, Uno es ciego pero camina y el otro ve bien pero no puede andar". Son palabras suyas.
Sergio Coello