martes, 29 de enero de 2013

Siempre nos quedará... Roma


       Aunque se trata de una expresión de la que abusan cursis y beatos, es cierto que Roma es la “ciudad eterna”; y no porque esté en ella la católica y apostólica piedra de Pedro sobre la que Cristo ha edificado su Iglesia -quiero decir no sólo por eso- sino porque también Roma es la Historia del mundo hecha ciudad y de su largo camino a través de las ciencias y las artes seguimos dependiendo después de treinta siglos.



       La inmensa mayoría de lo que creó aquella Roma imperial sigue estando vigente ahora mismo, si exceptuamos el arado de tracción animal, desechado únicamente por el mundo libre, rico y occidental. Las autopistas europeas, las conducciones de agua potable, los puentes para superar abismos, el entramado legal por el que nos regimos, el pensamiento hedonista -en oposición a esa doctrina judeocristiana empeñada en que venimos al mundo a sufrir y luego Dios dirá-, la organización de los ejércitos, el pan y los circos -que ahora se llaman “show bussiness”-, la necesidad de implantar nuestra propia cultura en otros territorios conquistados; todo eso no es más que pura herencia romana y resulta imposible no sentirse deudor de ella, a no ser que uno vacíe su cabeza de memoria como vacían el disco duro de su ordenador los usuarios torpes de la informática sin darse cuenta de lo que hacen. 

   Aunque la leyenda es mucho más bonita, aquella historia eneidiana de Rómulo y Remo –la de unos niños nada santos que se amamantaron como buenos hermanos de la misma leche de una loba– Roma fue fundada hace más de 2.700 años como un asentamiento de la edad de hierro  a mediados del siglo VIII a. C. Un siglo después fue tomada por los etruscos que apenas la dominaron cien años hasta que en el año 509 a. C. se convirtió en república. A partir de entonces comienza a labrarse la construcción de ese inmenso imperio que empezaba conquistando el resto de Italia y cuatro siglos después dominaba la península Ibérica, media Europa y todo el norte de África. El poder de Roma se extendió por los confines del Mediterráneo; llegó a Francia, a las islas Británicas y al mismísimo Mar Negro para acabar desmoronándose cuando las tribus bárbaras del Este -empujadas por el motor de la necesidad, que siempre mueve montañas- llegaron hasta los dominios de un imperio en el que sus dirigentes --desde el dictador Julio César hasta el emperador Rómulo Augústulo, enviado a Constantinopla para prolongar la decadencia-- andaban distraídos; tripulando barcos de politiquería con rumbo a la ambición del poder absoluto en esos procelosos mares de desgobierno que siempre están sometidos al vaivén de olas gigantescas creadas por luchas intestinas. A mediados del siglo XV surgió de nuevo, ya que Roma fue cuna de grandes artistas del Renacimiento y del barroco hasta que tras muchas divisiones entre la religión y la política se convirtió en 1870 en la capital de la Italia unificada. Hoy es una ciudad de más de tres millones de habitantes atravesada por el río Tíber -el Tevere-, que parece una serpiente pardusca porque está lleno de meandros que culebrean entre las casas y se arrastra como un ofidio entre la contaminación y la tentación pecaminosa de adanes y evas emparejados.  




       Roma es más para vivirla que visitarla. Me di cuenta el primer día de los pocos que pasé en ella, cuando me tuve que limitar a lo imprescindible y resultó agotador. Vi, por desgracia, una mínima parte: las basílicas de San Pedro, San Juan de Letrán, San Giovanni y Santa María Maggiore, el Panteón, las Catacumbas, los Museos Vaticanos, el Capitolio, el Foro, el Coliseo y las “piazzas” del Popolo, de Spagna y Navona. Y, por supuesto, la Fontana de Trevi donde nadie se atrevía entonces a ignorar ese rito de arrojar unas monedas al agua para que se cumpla el deseo de regresar.




       También recorrí sin rumbo muchas calles romanas y me encontré con agradables sorpresas como la Vía Véneto o el Trastevere -literalmente “tras el Tiber”- un barrio invadido por los gatos y unas manchas de orín gigantescas a las que Rafael Alberti dedicó algún poema inolvidable. O como la colina del Quirinal, el parque de Villa Borghese y el Palazzo di Guistizia, donde el dramaturgo Ugo Betti situó una de las mejores piezas teatrales que se han escrito sobre la corrupción del aparato judicial: Corrupción en el Palacio de Justicia.   




       Uno llega al Foro romano y la primera tentación que le asalta es la de situarse en la escalinata mirando a la plebe para recitar ese discurso perfecto que William Shakespeare pone en boca de Marco Antonio delante del cadáver ensangrentado de Julio César. Claro que luego te lo piensas mejor; tú no eres Marlon Brando y allí sólo hay un montón de piedras y varias columnas rotas rodeadas de turistas porque el cadáver imperial -ya hecho polvo- se lo ha llevado el viento de la Historia.

       Conviene visitar la Fontana de Trevi a las tres de la madrugada si uno quiere disfrutar plenamente del entorno. A cualquier otra hora está atestada de jóvenes turistas rubias que pisan las monedas en el fondo del agua y se mojan la camiseta hasta arriba para que los demás veamos que no llevan nada debajo, excepto su anatomía.




       Y en la larguísima piazza Navona -una de las más hermosas del mundo, que antiguamente sirvió de pista de carreras a las cuadrigas romanas- vi a un energúmeno fascinante que parecía calcado de Zampanó, el gigantesco y maravilloso Anthony Quinn de “La Strada” de Fellini. Pisaba con sus pies descalzos -mejor dicho, sus zarpas- una gruesa alfombra de cristales rotos mientras comía fuego ante docenas de personas que le rodeábamos, mirándole atónitas.




       Y es que en Roma hay tantos monumentos de carne y hueso como de mármol. Por ejemplo, entre los restos del esplendor del pasado, cerca de la “Casa de Livia” -aquella madre lista de un hijo necio llamado Claudio al que consiguió hacer emperador romano- me topé con una boda. Lo curioso es que una de las invitadas iba vestida con tules blancos sobre un conjunto muy sexy de lencería color azabache. Eso es algo que los entendidos en modas y mala suerte dicen que nunca debe hacerse si no eres la novia. Claro que para los asistentes a aquella celebración no había blanco que valiera porque sólo tenían ojos para la lencería negra de aquella invitada irrespetuosa con las reglas del juego nupcial. Ella jugaba sus propia partida de transparencias. 




       Del Coliseo me impresionó su mundo subterráneo -que estaba al aire, sin el techo de arena- en el que podían verse las galerías donde los gladiadores esperaban su hora, como esperan hoy los condenados sin indulto en el pasillo de la muerte de cualquier prisión de Tejas. Y en la majestuosa plaza de San Pedro pude ver una de las aportaciones más valiosas que la arquitectura ha hecho al mundo gracias a la milagrosa colaboración -a través del tiempo- entre Gian Lorenzo Bernini y Miguel Ángel. Si alguien consigue un día estar solo frente a la fachada de la basílica realizada por Carlo Maderno, abrazado por el arco envolvente de la doble columnata, estoy seguro de que sentirá la inmensa fuerza de Dios, y me refiero a la fuerza de la gravedad con todo su peso. Dentro de la primera iglesia del mundo vi la famosa “Piedad” de Miguel Ángel encerrada en una urna de cristal anti-balas y el altísimo baldaquino de oro que estaba rodeado de calor humano; demasiado sudoroso para mi gusto. Mirar la Capilla Sixtina ayuda a entender de una manera sencilla que un artista de verdad se diferencia de los demás hombres en que sabe mirar hacia arriba y hacia abajo al mismo tiempo. Allí descubrí también que la Iglesia Católica ha practicado el poder terrenal tanto como el espiritual o más recorriendo las Galerías de los Mapas Geográficos y de las Mesas -en los Museos Vaticanos- donde pueden verse los caprichosos trazados de fronteras y esos muebles con patas que siempre han servido para firmar sobre ellos pactos nobles y pacificadores o contratos leoninos. Todas las mesas estaban bien asentadas en el suelo –con sus patas de la misma altura--  para que no se volcasen las copas a la hora del brindis. 

martes, 1 de enero de 2013

Siempre nos quedará... Londres


      Londres es el lugar más inglés del mundo pero resulta que hay muchos mundos y casi todos están allí, dentro de esta ciudad monótona y variopinta a la  vez. Nada más llegar uno a la capital de Inglaterra empieza el desfile de tópicos ante sus ojos: clásicos taxis negros con pantalla protectora, cabinas telefónicas de color rojo, autobuses de dos plantas, policías uniformados y con gorro de visera circular que blanden su cachiporra de adorno --o no tan de adorno--, los penachos de los cascos de esos guardias del palacio de Buckingham moviéndose al compás de la cola de sus caballos sobre el césped de Saint James’ Park, la lluvia fina en los cristales de los coches que van al revés, la espesa niebla en las esquinas de los muelles medio abandonados de Saint Katherine junto al río, algún bombín sobre la cabeza del ejecutivo al que le ha crecido en la mano derecha un maletín blindado o la típica panda de hoolligans del Arsenal, empapados hasta el tuétano de cerveza.





Por desfilar, en Londres desfila hasta el río Támesis; que lo hace con flema británica entre el puente de Battersea y el colgante Tower Bridge mientras los barcos se quedan varados en mitad de la corriente porque hace mucho tiempo que cambiaron el ancla por una carta de menús donde se puede comprobar que los ingleses comen para vivir y no viven para comer.


     Claro que si uno es capaz de resistir esto, enseguida se topará de bruces con todos los habitantes del planeta. Bueno, quizá esto sea una exageración y sólo se trata de una muestra estadística bastante exacta del género humano en donde no falta ningún ejemplo: cocineros italianos sosteniendo el disco de pasta con el dedo índice, veinteañeras gaditanas que dan palmas por alegrías en su día libre de “au pair”, pakistaníes con o sin lavanderías hermosas, músicos caribeños, conserjes árabes, esquimales que alimentan el fuego de alguna caldera oficiosa, budistas del Nepal, australianos que parecen clónicos de Cocodrilo Dundee, masais que desertaron del Kilimanjaro y tuestan hamburguesas en plena calle, universitarios madrileños que friegan platos nueve horas al día para romper a hablar en la lengua del imperio, chinos continentales o de los otros que anuncian pisos en el pecho y la espalda y japoneses que vienen a comprar los derechos de la biografía de Diana de Gales en nombre de la Sony, ahora que se ha apoderado de los estudios Columbia Pictures. Nunca he visto una representación tan perfecta de la variedad de razas y estilos que componen la humanidad como aquella media hora que pasé sentado en un banco de la acera derecha de Oxford Street donde todas las gentes se movían llevando en la mano una bolsa -o varias- luciendo la marca de la tienda en la que acababan de tener un breve romance con la caja registradora.


   Aunque nadie lo asegura formalmente, parece ser que donde hoy está Londres hubo antiguamente una colonia celta llamada Llyn-Din de la que surgió más tarde el Lundinium romano. En el año 43 D.C. el emperador Claudio ocupa formalmente la Britania y cuatro años después los romanos construyen el primer puente de madera sobre el Támesis, al este del actual London Bridge. A mediados del siglo V se retiran de la isla las legiones de Roma y ésta es ocupada por anglos, sajones y jutos, pero su importancia comercial no deja de crecer. En los siglos VIII y IX la ciudad es saqueada varias veces por los vikingos hasta que Alfredo el Grande la fortifica, haciéndola capital del reino. Pero fue el duque de Normandía, Guillermo el Conquistador, quien consiguió ser formalmente coronado como primer rey de Inglaterra y, desde entonces hasta ahora mismo -pasando por Enrique VIII, el rey barbazul, la estrecha y bajita reina Victoria, los bombardeos alemanes durante la II Guerra Mundial y los actuales bolsos “imposibles” de la reina Isabel II- la importancia de Londres no deja de aumentar como la masa de un souflé que no terminara de hacerse nunca del todo.

        No puedo dar una visión meticulosa y serena de Londres porque vendría a contradecir el espíritu de esta serie de artículos hechos a golpe de primeras  sensaciones y atmósferas. Para explicar la City, como Dios manda, ya estaba mi amigo, el jerezano Fernando García-Pelayo al que tanto echo de menos, que vivió en ella en lugar de estar allí de paso, como yo. La primera vez que visité Londres fue durante la Semana Santa del año 1979 -cuando aquí caían chuzos de punta mientras allí disfrutábamos de un sol espléndido- y recuerdo el aire estirado y orgulloso de los taxistas londinenses, la sombra de displicencia con la que trataba la capital de Inglaterra a los españoles de entonces y mis fantásticas visitas a la Estación Victoria, la National Galery, la Torre de Londres, la Abadía de Westminster, la Catedral de Saint Paul, el “cambio de guardia” de Buckingham Palace, la estatua de Peter Pan en Kesington Garden, el rastro de Portobello Road, el “speaker,s corner” de Hyde Park -con sus charlatanes- y Picadilly Circus, donde hay un famoso cabaret-retaurante, “el Coockney”, en el que se celebraban espectáculos del ambiente “canalla” de  Londres en su propio dialecto barriobajero. Todo ello, quiero decir, además de comprar ropa como todo el mundo en las tiendas de Carnaby Street y King’s Road; más barata entonces que la española. Tampoco me perdí la visita al Parlamento inglés y a su Big Ben, bastante negruzco aquel año, por cierto- que parece estar allí para que el mundo se entere -mirando su reloj infalible- de cuál es la hora exacta en la Tierra, Aunque yo sé que ésa no es la verdadera razón de su existencia sino que -como la Estatua de la Libertad de Nueva York o la Torre Eiffel de París- ha sido levantada con el fin de ahorrar tiempo y dinero a los productores de cine para que desde el primer plano de la película con cualquiera de estos edificios uno sepa ya dónde va a suceder la historia que se contará en la pantalla.


      He vuelto bastantes años después y me he dado cuenta de que las cosas han cambiado mucho. Los españoles salen de la aduana por la puerta de los ciudadanos europeos sin que nadie los mire con el ojo avieso y hasta algunos ingleses –especialmente, los dependientes de las tiendas-- se esfuerzan en hablar español si te ven cara de comprador seguro. Después he dedicado más tiempo a recorrer el British Museum, donde está catalogada la mitad del antiguo Egipto tras desmontarlo, pieza a pieza, en su lugar de origen con destino a este lugar más seguro y rentable. También he paseado tranquilamente por algunos barrios emblemáticos de Londres: las elegantes y recoletas plazuelas de Chelsea, el bullicioso e inquietante Soho -lleno de exotismo juvenil- y las señoriales fachadas de Westminster.
    Las calles están limpias, los transportes públicos funcionan como un reloj y no hay trileros junto a esos leones que protegen la columna del almirante Nelson en Trafalgar Square. Claro que no me atrevería a deducir que todo eso se debe al hecho de que Londres, hasta hace poco tiempo, no tenía alcalde ni ayuntamiento sino unas cuantas juntas de distrito descentralizadas.