domingo, 13 de octubre de 2013

Siempre nos quedará... Budapest

       A su paso por Budapest, el Danubio no es azul como en el famoso vals de Strauss. Sus aguas tienen, en realidad, ese tono entre verde y gris del  color de los ojos de las chicas rubias como la miel que pasean por la Váci Utca (calle Váci) revoloteando como abejas alrededor de unos lujosos panales que resultan prohibitivos para ellas y que se llaman Armani, Dior, Versace e Ives Saint Laurent.

         En Budapest el Danubio es algo así como unos Campos Elíseos de agua o un Paseo Líquido de los Tilos sin Puerta de Branderburgo porque su cauce -que tiene cien metros de anchura- dividió desde el principio a la capital de Hungría en dos ciudades-mitad (Buda y Pest), y entre ellas se reparten los más de dos millones de habitantes que la pueblan. En Buda, a la izquierda siguiendo el sentido del río, y sobre el Cerro del Castillo, está la vieja ciudad histórica con la monumental iglesia de Matías donde se han hecho coronar los reyes húngaros desde el primero que dio nombre al templo. También está el Palacio Imperial que Francisco José I, el monarca del imperio austro-húngaro, mandó construir para su esposa Elizabeth, la célebre Sissi sin el rostro de cine de Romy Schneider. La misma que, al poco tiempo de casarse, decidió que prefería Budapest a Viena para pasear, y a su vecino, el conde Andrassy, en lugar del imperial marido, para lo otro. Asomada al mirador del palacio, Sissí contemplaba Pest –situada en el otro lado del río- mientras enloquecía lentamente peinándose obsesivamente los cabellos de más de un metro de longitud y contando una y cien veces los puentes sobre el Danubio.

     De los siete que cruzan el río, el Puente de las Cadenas es el más hermoso. Más, incluso, que los dedicados a la propia emperatriz Elizabeth y a la Libertad. El Puente de las Cadenas, que es el elegido por los suicidas para arrojarse desde su punto más alto, está espléndidamente iluminado por las noches. Sus luces, junto a los capiteles y cúpulas del Parlamento, aparecen sumergidos en el agua dorada y su reflejo sobre el río combinado con las luces de Pest -que es la ciudad comercial y de mayor actividad pública- es sencillamente grandioso. 
     Todo en Budapest recuerda el glorioso pasado de haber sido “la otra capital” del Imperio Austro-húngaro. Fue el lugar-amante, en todos los sentidos, frente al legítimo lugar-esposo que era Viena. Estoy convencido de que por eso, además de por el pimiento “paprika”, es más picante y  divertida. Y, desde luego, menos estirada que la capital austríaca.

   A Budapest habría que cambiarle alguna institución demasiado acostumbrada a los vicios de otros tiempos pre-democráticos –la policía, sin ir más lejos– pero no le falta casi nada. Por tener, tiene muchísimos tranvías para recorrer la ciudad, cantinas mejicanas y unos jóvenes ciudadanos que viajan en metro y se ofrecen sin que se lo pidas para guiarte hasta la monumental  Plaza de los Héroes desviándose de su camino y haciendo un esfuerzo para comunicarse contigo, aunque sea en inglés. Y a los que cualquier clase de intento de agradecerles materialmente el gesto les ofendería.

        En la terraza de Gerbeaud, la famosa pastelería imperial, se pueden tomar los exquisitos “somlôi galuska” mientras escuchas a un grupo de músicos veinteañeros que tocan rithm and blues y música country como si hubieran cuajado su arte en las mismísimas húmedas aceras de Nueva Orleáns. Hungría es la tierra de Franz Liszt y se nota: a la entrada del Palacio Imperial, en la Vorösmarty Ter (Plaza Vorösmarty), o en cualquier calle hay violines que interpretan virtuosamente la patriótica Rapsodia Húngara de su músico más famoso o el Yesterday de Los Beatles. Y en la Cafetería Korona, al atardecer, cuando la oleada de visitantes extranjeros entra en la bajamar y se retira de las empedradas callejuelas de Buda, se puede tomar el mejor helado que uno ha probado nunca, ni siquiera en Italia.

     La mayoría de la gente que visita Budapest suele recorrer hasta la extenuación las almenas y torreones del Bastión de los Pescadores --que a mí me recordaron, salvando la escala, claro, al Exin Castillos con el que jugaban mis hijos cuando eran pequeños- y luego se van a tomar un relajante baño termal en alguno de los muchos que existen allí. Pero yo disfruté tanto o más contemplando todas las noches el edificio neoclásico del Parlamento -primo-hermano del de Londres-  que parece un gran joyero abierto y lleno de piezas de oro puro cubiertas de polvo.

     Quizá me traje el pequeño arrepentimiento de no haber entrado en el mítico Hotel-Balnerario Gelért porque era su última temporada, antes del largo cierre por restauración. Sobre todo, por si veía disuelto en el agua caliente algo del talento que se debieron de dejar allí ilustres visitantes tan asiduos como Orson Welles y Luchino Visconti.
               
     A quien piense conocer Budapest uno le recomienda especialmente que no regrese sin haber recorrido el Gran Mercado con su espléndida sinfonía de colores de frutas y hortalizas, la Sinagoga Central, que es la mayor de Europa; el Teatro de la Ópera -en la Andrassy Ut (Avenida Andrassy) y la Antigua Estación de Ferrocarril, ahora convertida en un inmenso Mc Donald; es el único lugar del mundo entre todos los que conozco donde vale la pena comerse una hamburguesa de plástico color carne, como casi todas.

     Hay alternativas cuando uno está hasta el gorro de visitas monumentales. Los paseos cercanos al Danubio del Budapest nocturno, especialmente en verano, están llenos de juventud -hermosa y rubia como la cerveza Dreher- que demuestran un carácter alegre y pacífico. Hay algo indefinido y admirable en esas gentes que aborrecen -como nosotros- las comidas insípidas y han sido capaces de reconvertir todos sus alcohólicos marginales -por culpa del aguardiente “pralinka”- en abstemios barrenderos públicos que procuran diariamente mantener limpia y agradable una de las ciudades más bellas de la Europa que conozco. Incluso en días festivos, no como en otros sitios más cercanos. 

         Después de mi viaje comprendí por qué aquí, en España, se hablaba tanto de Hungría en las canciones populares antiguas catalanas y, especialmente, en el cante flamenco más auténtico: hay una extraña corriente más afectiva que eléctrica entre nosotros y ese país, en cuyas universidades se estudia hoy más español que nunca. Aunque ahora sean republicanos y ya no tengan reyes como Emerico I que se casó con la princesa Constanza, hermana del Rey de Aragón Pedro II, ni abunden los héroes nacionales legendarios como Miklós Toldi que estaban al servicio directo del cardenal-guerrero y castellano don Gil Carrillo de Albornoz.      


Sergio Coello