viernes, 12 de septiembre de 2014

Siempre nos quedará... Hong Kong

     Las tierras bañadas por la bahía de Hong Kong han estado ocupadas por los chinos desde el neolítico. Al principio sólo era una pequeña comunidad pesquera --refugio de piratas y contrabandistas del opio-- pero en el siglo XVII se convirtió en campo de batalla entre las dinastías Ming y Ping, con el resultado de su integración en la propia China. Tras la Primera Guerra del Opio, la isla de Hong Kong empieza a ocupar un lugar en la Historia al ser cedida por China con carácter indefinido  a Gran Bretaña, mediante el Tratado de Nanking de 1842. Y después de la Segunda Guerra del Opio se acordaron nuevas cesiones a Gran Bretaña, como la península de Kowloon y la isla de Stonecutters. A partir de entonces la colonia creció con la incorporación de esos nuevos territorios arrendados a Gran Bretaña por noventa y nueve años, a contar desde el 1 de julio de 1898; es decir, hasta el día 30 de junio de 1997.  Con el establecimiento en 1912 de la República de China, Hong Kong se convirtió en refugio político para muchos exiliados chinos que procedían del continente.

     En 1937, durante la guerra de China con Japón por Manchuria, Hong Kong se convirtió de nuevo en lugar de asilo para cientos de miles de chinos desplazados por la invasión japonesa pero durante la Segunda Guerra Mundial  cayó en manos de los japoneses y éstos la transformaron en centro militar de su campaña en Asia. Los británicos recuperaron la ciudad en 1945, después de la humillante rendición incondicional de Japón a las potencias aliadas, en general y a los Estados Unidos, en particular. En los años cincuenta, durante la guerra de Corea, Estados Unidos prohibió comerciar con la República Popular China y eso parecía que iba a perjudicar en gran medida la actividad de Hong Kong, congelando su expansión económica. Sin embargo, la continua llegada de chinos desde el continente proporcionaba mano de obra barata lo que posibilitó un rápido crecimiento, especialmente de la industria manufacturera. El desarrollo económico transformó a Hong Kong en una de las regiones más ricas y productivas de Asia como consecuencia de las sucesivas olas migratorias, incluidos refugiados de Vietnam a partir de los años ochenta.  Por la Declaración Conjunta firmada por China y el Reino Unido el 19 de diciembre de 1984 en Pekín, China prometió que bajo la política  de "un país, dos sistemas" el sistema económico socialista de China no se aplicaría en la colonia, respetando el sistema legal existente en Hong Kong antes del traspaso de soberanía previsto para 1997 y por un plazo de cincuenta años, hasta el año 2047. Eso sí, China se hizo cargo de la política exterior y de la defensa del territorio. El 1 de julio de 1997 Hong Kong pasó a China como Región Administrativa Especial, régimen que finalizará en el año 2047 con la plena integración en China. Hoy Hong Kong es uno de los centros turísticos, industriales, financieros y comerciales más importantes del mundo, desempeñando el papel de trampolín para el comercio y la inversión de la China continental.   
     El Aterrizaje en el Aeropuerto de Hong Kong  --el nuevo, inaugurado en el año 1998— es una magnífica medicina contra en estreñimiento, Está construido sobre una isla artificial de terreno robado al mar y es uno de esos aeropuertos modernos con arquitecturas rompedoras y miles de pasajeros de los cinco continentes recorriendo sus salas, incluso a las tres de la mañana. Descender entre esas torres que miran al cielo y unos cortados rocosos que parecen haber sido formados a mordiscos por dioses gigantes es un espectáculo no apto para estómagos pusilánimes. ¡Como sería el antiguo aeropuerto que hasta algunas compañías aéreas se negaban a volar hasta allí! La panorámica desde las alturas del aire es fabulosa: torres de acero y cristal levantadas en un espacio mínimo de tierra. Algo así como ver clavadas cien jeringuillas en la panza verde de una aceituna gordal. Luego, cuando te mueves a pie entre esos edificios majestuosos, comprendes que todo ha sido un efecto óptico porque los rascacielos están separados por jardines inmensos rebosantes de jungla verde perfectamente maquillada. Hoy día, la isla de Hong Kong se ha convertido en una de las capitales mundiales de la arquitectura moderna.

     Es significativo el aumento del grado de concienciación de los hongkoneses respecto a la preservación de su legado histórico, sobre todo a lo largo de esta última década. Muestra de ello son las diversas protestas que tuvieron lugar a finales de 2006 en contra de la demolición del antiguo Star Ferry.

     Cuando bajamos caminando del Victoria’s Peak por la avenida  Old Peak Road nos topamos casi de bruces con la escalera mecánica que sube desde Central hasta los Mid-Levels. Para el que no lo sepa, se trata de la escalera mecánica cubierta más larga del mundo: ochocientos metros en tramos de cincuenta, más o menos. Subirla es un placer porque no es una escalera mecánica gigantesca y seguida, sino que tiene varios apeaderos que van desde Central Market hasta Conduit Street en el corazón de los Mid-Levels, para que la gente se pueda bajar donde más le convenga en aquel dédalo de callejas levantadas a  diferentes alturas.
   
     Hong Kong tiene una población total estimada de 6.800.000 personas. A pesar de esta alta densidad humana, es una de las ciudades con más espacios verdes en Asia. La mayor parte de sus habitantes reside en edificios altos de apartamentos concentrados en las zonas urbanizadas y el resto del territorio se compone de parques y bosques. La cantidad de islas diminutas y las costas formadas por acantilados muy abruptos esconden calas y playas poco accesibles. A pesar de esto, Hong Kong es una de las ciudades más contaminadas del mundo.
  
     Hong Kong también se hizo famoso por sus películas de acción protagonizadas por luchadores como por Jackie Chan y Bruce Lee, muchas de ellas dirigidas por John Woo.  En los últimos años, el director de cine de origen shanghainés afincado en Hong Kong Wong Kar-Wai  con sus inolvidables películas Deseando amar y 2046 se ha convertido en uno de los cineastas de más prestigio internacional del cine chino, a la altura de directores-estrella asiáticos pertenecientes a la llamada Quinta Generación, como Zhang Yimou  y Chen Kaige.
       
     A mí me había hablado mucho de la gran diferencia entre Hong Kong  y el resto de las grandes ciudades chinas pero en aquel largo viaje a unas cuantas ciudades del gran país asiático –Pekín, Shanghai, Siam, Souzhou, Hangzhou, Guilin, Hong Kong--, a finales del verano de 2006, esas diferencias no las vi por ninguna parte, salvo que en Hong Kong se conduce por la izquierda  --como manda el canon británico en asuntos de tráfico automovilístico-- y la moneda oficial no es el yuan sino el dólar de Hong Kong. De esta ciudad impresiona todo: sus hoteles de superlujo como el Península, su puerto –uno de los más grandes del mundo con sus miles y miles de contenedores alineados perfectamente, como si fueran soldados de la Wehrmacht hitleriana--, sus karaokes callejeros, tan cuidados como las actuaciones en el antiguo Festival de San Remo, sus calles comerciales limpias y brillantes como una patena y su barrio de pescadores –Abeerden— en el distrito sur de la bahía con sus barcazas-vivienda donde se cocina a todas horas.


     Pero, sobre todo, lo que más me impresionó de Hong Kong fue la sesión de fuegos artificiales en plena bahía, a media noche, como remate de la semana de fiestas de la ciudad, y que todavía recuerdo como uno de los espectáculos luminosos más impresionantes del mundo. A su lado, todos los fuegos artificiales que he visto después me han parecido esos puñados de chispas de brasa que saltan en las barbacoas caseras.


FIN DE LA SERIE

Sergio Coello

lunes, 30 de junio de 2014

Siempre nos quedará... San Petersburgo

San Petersburgo,  la segunda ciudad más poblada de Rusia, con más de cinco millones de habitantes y un área metropolitana de seis millones, está situada en el noroeste del país, muy cerca del mar Báltico. Aunque éste fue su nombre original, se llamó Petrogrado entre 1914 y 1924 y Leningrado, después de la muerte de Lenin, entre 1924 y 1991.

Fundada en la desembocadura del río Neva por el zar Pedro el Grande en los primeros años del siglo XVIII --con la intención de hacer de ella la imagen de Rusia de cara al mundo occidental-- se convirtió en capital del Imperio Ruso, manteniendo ese título durante más de doscientos años. Con el estallido de la Revolución en 1917, la ciudad se convirtió en el centro de la rebelión y a los seis meses la capital fue trasladada a Moscú. Tras la victoria bolchevique, la creación de la Unión Soviética y el fallecimiento de Lenin en 1924, San Petersburgo cambió su nombre por el de  "Leningrado" en honor al dirigente comunista. Durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar el famoso “sitio de Leningrado” que se mantuvo a lo largo de treinta meses, con la artillería nazi bombardeando constantemente la ciudad y manteniéndola bloqueada para impedir su abastecimiento. Tras la derrota de Alemania, en 1945, fue nombrada Ciudad Heroica y, poco más de cuarenta años después, con la disolución de la Unión Soviética y el hundimiento comunista, recuperó su nombre de "San Petersburgo". Hoy es un importante centro económico y político y su centro urbano es Patrimonio de la Humanidad por decisión de la Unesco.
   San Petersburgo tiene nombre de origen holandés ("ciudad de San Pedro"). Pedro el Grande la bautizó así en honor a su santo patrono tras rechazar el de Petrogrado que en su honor habían propuesto sus súbditos alemanes, los mismos que había contratado para construir y trabajar en los astilleros y el levantamiento de la ciudad. Después de haber vivido y estudiado en los Países Bajos, el zar decidió bautizarla con un nombre de origen holandés Sankt Piterburj, germanizado muy pronto como Sankt Petersburg.
Anteriormente, en la misma desembocadura del río Neva, los suecos habían construido una fortaleza llamada Nyenschantz ("Nevanlinna" en finés) y un arrabal llamado Nyen. Todo el entorno geográfico de la desembocadura estaba ocupado por marismas que fueron desecadas para la construcción de la nueva ciudad. Su construcción bajo condiciones climáticas muy insalubres produjo una gran mortalidad entre los trabajadores, con continuos reemplazos de nuevos obreros para sustituir a los fallecidos. Pedro el Grande utilizó su prerrogativa de zar para atraer forzosamente a siervos  de todo el país, con una cuota anual de cuarenta mil personas que llegaban equipados con sus propias herramientas y suministros de comida. Dado que la obra comenzó en tiempos de guerra, el primer edificio nuevo fue un fuerte militar que se llamaría Fortaleza de San Pedro y San Pablo, que hoy sigue levantada sobre la isla de Zaiachiy en la ribera derecha del río Neva.

    En ese sentido, podría decirse que San Petersburgo viene a ser un precedente de Brasilia con otro estilo. El zar Pedro también se inspiró en Venecia y Ámsterdam para evitar muchos puentes permanentes y promover en su lugar canales en las calles.

  Centro financiero e industrial de Rusia, San Petersburgo se ha especializado en comercio de petróleo y gas, astilleros, industria aeroespacial, maquinaria pesada y transporte, equipos militares, productos químicos y farmacéuticos, alimentación y otros negocios. Tiene tres grandes puertos marítimos: Bolshoi Port Saint Petersburg, Kronstadt y Lomonosov y un complejo sistema de puertos fluviales en ambas orillas del río Neva que conecta con los puertos marítimos, de manera que San Petersburgo es el principal vínculo entre el mar Báltico y el resto de Rusia a través del Canal Volga-Báltico.
  Recuerdo que entré en San Petersburgo por ferrocarril desde Helsinki y la experiencia del cruce de la frontera entre Finlandia y Rusia a bordo de aquel tren idéntico al de Doctor Zhivago --la maravillosa película de David Lean-- no se me borrará de la memoria jamás. 
 Detenidos en el paso aduanero, y antes de levantarnos de nuestros asientos, unas policías --macizas como muñecas matrioskas rellenas de hormigón-- nos pidieron los pasaportes y nos hicieron mirarlas a los ojos para que pudieran comprobar a su gusto si coincidían las fotos con nuestros rostros; luego nos hicieron bajar del tren con las maletas y alineados de uno en uno sobre el andén fueron designando –¡tú sí, tú no!--  a los que debían abrir su maleta en el mismo suelo. Aunque hacía años que el telón de acero se había derrumbado por su propio peso, me dio por pensar que una de las cosas que menos ha cambiado en los países excomunistas es la convicción policial de que todo civil es un enemigo en potencia y un extranjero algo así como un probable espía extranjero que todavía no ha tenido la oportunidad de hacer su trabajo.
  También me sorprendió la diferencia –a partir de la raya de la frontera-- entre los abedules finlandeses y los rusos: el bosque de troncos plateados era el mismo sin solución de continuidad pero en la parte finlandesa parecía cuidado con la delicadeza de un jardín de Versalles: En  Rusia, sin embargo, había sido abandonado a su suerte y los únicos podadores debían ser los rayos y las alimañas.  
  Antes de llegar a la estación de San Petersburgo, desde la ventanilla del tren pude ver un inmenso polígono industrial abandonado; a lo largo de cerca de treinta kilómetros el paisaje era dantesco: fábricas abandonadas, naves con los cristales rotos, cubiertas hundidas y restos de máquinas saqueadas, seguramente durante los años del “sálvese quien pueda”, tras la caída del comunismo.  Afortunadamente, la ciudad sigue manteniendo una gran actividad industrial y comercial en el resto de áreas de desarrollo que la rodean.

 San Petersburgo es la ciudad monumental más impresionante de cuantas he visto. La Unesco tiene registrados más de ochocientos edificios singulares –palacetes, iglesias, teatros, museos, casas señoriales— de los que casi la mitad están ruinas porque la mayor parte del dinero mundial destinado a la rehabilitación de ese patrimonio se pierde dentro de los bolsillos de cargos públicos, comisionistas y vividores del sistema.

También hay tres catedrales por falta de una: la de Nuestra Señora de Kazan, la de San Isaac y la del Salvador sobre la Sangre Derramada, que es la más llamativa de las tres por sus cúpulas y su mezcla de colores.

  El río Neva con su impresionante anchura –algo así como diez Danubios a su paso por Budapest—resulta abrumadoramente bello.  En el crucero que hice por el río, al atardecer, con el sol tiñendo de oro viejo sus aguas, calculé que entre la fachada trasera del Hermitage, a un lado de la orilla, y la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, al otro, ambos enfrentados, no habría menos de mil quinientos metros de distancia. Sólo he visto tres ríos con mayor anchura: el Iguazú entre Argentina, Brasil y Paraguay, el Rio de la Plata, en Buenos Aires y el Yang Tsé en China, cerca de Shanghai.

  No me gusta dar consejos que tienen mucho que ver con el gusto personal de cada cual pero todo aquel que visite San Petersburgo haría mal en perderse un paseo por la Avenida Nevsky, la principal arteria comercial de la ciudad y otro por el cementerio Tijvin donde reposan, bajo monumentos funerarios majestuosos, ilustres nombres rusos como Fedor Dostoievski, Rimski Korsakov y Tchaikovsky.
   

 Junto a la Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, hay instalado un mercadillo donde se puede adquirir a muy buen precio “ámbar” báltico –el mejor— en estado puro y sin pulir. Resulta difícil que te den gato por liebre —quiero decir plástico por ámbar—ya que basta aplicar la llamita de un encendedor a la pieza para comprobar si permanece inalterable o se derrite como un helado de chocolate a las tres de la tarde de un día de julio en Écija.  En todo caso, y hablo por mi propia experiencia, las mejores “gangas”  --desde pulseras y colgantes de ámbar hasta gorros y estolas de zorro plateado-- suelen ser ofrecidos muy baratos a los turistas por los propios camareros de los hoteles nada más servirte el postre en los comedores del hotel. Ni siquiera esperan a que pidas el café.
     Y todavía puede ser mejor. En un restaurante de cierta categoría al que fui a comer, tuve que asistir perplejo al servicio de una camarera que nos exigió que decidiésemos entre té o café al mismo tiempo que elegíamos el menú completo (bebida, primer plato, segundo plato y postre). No tardé en conocer la razón. El pedido nos fue servido a lo “tó junto”,aunque en platos diferentes, aderezado con gestos de apremio por parte de la señorita para que nos lo tragásemos deprisa; a ser posible sin masticar, como los pavos. Entonces comprendí por qué la guía local que teníamos asignada –una brillante historiadora del arte nacida allí— se ofendió cuando le preguntamos si Rusia tardaría mucho tiempo en solicitar su ingreso en la Unión Europea.
  “-Querrá usted decir si la Unión Europa tardará mucho en pedir su ingreso en la Federación Rusa”, respondió. Y se quedó tan pancha.  
Aun así, recuerdo el viaje a San Petersburgo como uno de los más generosos en belleza con la mirada del visitante.

Sergio Coello

domingo, 1 de junio de 2014

Siempre nos quedará... Shanghai

    Shanghái es la ciudad más poblada de China con cerca de veinte millones de habitantes en toda su área metropolitana. Está situada junto al delta del Yangtsé, el principal río del país y el tercero más largo del mundo.  Éste desemboca en el océano Pacífico, a unos kilómetros del centro de la ciudad y un pequeño afluente suyo, el río Huangpu  --algo así como un “Ebro gigante”-- cruza Shanghái y en su margen occidental se sitúa la ciudad antigua, conocida como Puxi, formada por ocho distritos.  Shanghái es uno de los principales puertos chinos y el más importante punto de contacto que la nación ha tenido con Occidente durante los últimos siglos. En la actualidad, es el mayor puerto del mundo por volumen de mercancías.

    Shanghái comenzó a convertirse en el eje comercial y financiero a partir del siglo XIX, cuando se hizo puerto libre y rápidamente las potencias extranjeras se instalaron allí estableciendo concesiones donde gobernaron bajo sus propias normas. El sistema duró hasta los años cuarenta pero tras la Segunda Guerra Mundial y la victoria del Partido Comunista; todo cambió para esta ciudad, aunque el legado europeo aún permanece en sus esquinas. Con las reformas económicas en la década de los años noventa del siglo XX, la ciudad experimentó un espectacular crecimiento financiero y turístico y ahora es la sede de numerosas empresas multinacionales y ejemplo de la arquitectura vanguardista: Los rascacielos de Shanghái son como los viejos campanarios góticos de la Edad Media; un hermoso empeño del hombre por conectar la tierra con el cielo.   
    Shanghái fue en su origen remoto un pequeño pueblo del delta del río Yangtsé que se dedicaba a la pesca y a la industria de la sal y el algodón. Durante la dinastía Ming (siglo XIV a XVII), comenzó a tener más relevancia como puerto y fue amurallada para evitar el ataque de piratas japoneses. Este crecimiento continuó durante la dinastía Qing (desde mediados de la década 1600-1700), pero la victoria británica en la Primera Guerra del Opio cambiaría toda su historia. El Reino Unido exigió en el tratado de Nanking de 1842 la apertura de cinco puertos en las costas de China para el libre comercio internacional y  ShangháiCantón fueron dos de ellos. El apogeo de la ciudad terminaría con la Segunda Guerra Chino-Japonesa. En 1937, los japoneses sitiaron y ocuparon la ciudad, manteniendo las concesiones europeas y en  diciembre de 1941 Japón las invadió tras el ataque a Pearl Harbour. En 1949, el Partido Comunista logra imponerse en la guerra civil e instaura la República Popular. Esto ahuyentó a los pocos empresarios extranjeros que quedaban, quienes prefirieron establecerse en Hong Kong, bajo dominación británica.  Aunque continuó siendo el principal puerto de exportación, la economía en Shanghái sufrió un duro revés que duró décadas. Fue el dirigente comunista Deng Xiao Ping el que decidió iniciar el proceso de reformas económicas chinas  durante los años ochenta y diez años más tarde  la apertura comercial llegaría a estas tierras. El área de Pudong, al otro lado del río, que se había mantenido como un sector predominantemente agrícola por siglos, se convirtió en la sede de las principales instituciones comerciales y financieras. Hoy su red de  transporte público es impresionante y permite conectar fácilmente unos distritos con otros. El metro y los tranvías junto al sistema de autobuses urbanos que recorren las calles de la ciudad, además de taxis y ferrys, son un ejemplo para el mundo. Y ya no digamos su famoso ferrocarril de alta velocidad  –El tren bala—  que comunica Shanghái con Pekín y puede circular a seiscientos kilómetros por hora. Recorre los cincuenta de distancia que hay entre el centro de esta ciudad y el aeropuerto en cinco minutos y doy fe  de ello porque no es que me lo han contado, es que lo he comprobado personalmente.

    Shanghái es una ciudad amigable para los turistas extranjeros. Mi experiencia personal, después de haber viajado durante un mes por algunas de las grandes ciudades chinas –Pekín, Shanghái, Siam, Souzhou, Hangzhou, Guilín, Hong-Kong-- es que los chinos son, en general, bastante amables con los turistas extranjeros. Y no poco eficientes. Ya quisieran otros. Supongo que algo tiene que ver en el asunto esa concepción extremo-oriental de la vida en la que resulta una ofensa recibir dinero fácil a cambio de trabajar lo menos posible.  
    La Concesión Francesa –el Barrio Francés, para entendernos— de Shanghái está lleno  de bares, restaurantes con muchos tenedores y centros comerciales de lujo. La avenida Nanjing, bajo las luces de neón de sus tiendas, da paso al Malecón (Bund) y sus antiguos edificios coloniales. Es un espléndido mirador para ver el reflejo de los rascacielos de Pudong sobre las aguas del río. Recomiendo hacerlo primero de día y luego de noche.

    El llamado Barrio Francés, con sus chalets de rejas de hierro y sus avenidas arboladas, explican su apodo  de “París de Oriente”. La esquizofrenia ideológico-económica de China alcanza su cumbre en el hecho de que  junto a las tiendas de lujo está situada la Sede del Primer Congreso del Partido Comunista Chino, un museo histórico con una interesante colección que muestra los pasos previos a la revolución.        

    Los taxis de Shanghái tiene el mismo problema que en el resto de las ciudades chinas: la mayoría de sus conductores no entienden el inglés hablado y tampoco el escrito. Y, a veces –he pasado por ello—, tampoco entienden la dirección en chino que figura en la tarjeta del propio hotel por muchas estrellas que éste tenga.   Los ferries son también muy utilizados para cruzar el río, entre el centro histórico y la zona de Lujiazui, en Pudong. Del viaje que hice  a mediodía en uno de ellos recuerdo haber pasado frente a una sala de fiestas llamada  La Verbena. Así, en español; lo juro. La Plaza del Pueblo, principal plaza pública de esta ciudad, es el centro de las convocatorias realizadas por el Partido Comunista y en ella destacan monumentos que recuerdan la ideología política dominante; en vivo contraste, por cierto, con los gigantes paneles publicitarios de marcas capitalistas de lujo que rodean la plaza. En las cercanías se ubican varios museos como el Museo de Arte de Shanghái y  el Salón de Planificación Urbana.
    Al norte de la Plaza del Pueblo se encuentra la Avenida Nanjing, una de las zonas comerciales más activas de China, con locales comerciales de todo tipo: desde comida rápida hasta tiendas de marca con pedigrí. El tramo peatonal de la Avenida Nanjing, iluminada de noche por los anuncios comerciales, es un espectáculo que no hay que perderse. Es como estar en Tokio pero sin tantos robots humanoides de por medio. 
    En Lujiazui, ribera oriental del río (distrito Pudong) se pueden admirar las grandes construcciones que han invadido la zona en los últimos años. El Perla Oriental , una torre de televisión construida en 1994, y La Torre Jinmao.  En esta última está situado el Hotel Grand Hyatt y su magnífico mirador abocado a un cilindro de luz y color que desciende hasta el abismo. No queda lejos el Museo de Ciencia y Tecnología, frente al Parque Century, que es el más grande de la ciudad.          


    
Demolidos los muros que la separaban de las concesiones internacionales, la Ciudad Vieja de Shanghái va perdiendo poco a poco su espíritu diferente, mientras avanza la construcción de multitud de  torres faraónicas que son bloques de viviendas para los campesinos venidos de los bancales de arroz en el interior del país y sus miserables condiciones de vida. Sin duda, han preferido incorporarse a las obras de las empresas constructoras y a las cadenas de montaje de fábricas de productos de alta tecnología, en las que trabajan como negros… y les pagan un sueldo fijo mensual  que les compensa de todo lo anterior.      

    Como cualquier “megápolis” con problemas de suelo urbanizable, Shanghái también ha establecidas normas muy rigurosas para la construcción de edificios de viviendas. Al revés que en la Europa partidaria de los chalés adosados –pero, eso sí, hechos de “palitos y cantitos”- en esta ciudad está terminantemente prohibido construir torres de menos de cuarenta plantas. La escasez de suelo urbanizable, ya se sabe, condiciona mucho las licencias de construcción. En un sentido y en otro. Pero, como dicen algunos, los chinos no son de este mundo.
    El Templo del Dios de la Ciudad es un recinto taoísta, principal ejemplar de arquitectura tradicional china y otro de los más recomendados es el famoso Templo del Buda de Jade, un pequeño templo construido hacia 1880 para albergar una serie de estatuas procedentes de  Birmania y, sobre todo, la del Buda de Jade, en postura sedente y protegido por una caja fuerte de cristal a prueba de bombas.

    Shanghái es un excelente lugar para disfrutar de toda la variedad que posee la comida china. Allí se pueden encontrar gastronomías de todos los rincones del país, aunque la cantonesa sea la más popular y muchos restaurantes de ese estilo apunten directamente al paladar de los turistas occidentales. Sin embargo, es recomendable no dejar pasar la comida propiamente local de Shanghái, basada en la gastronomía de la región baja del Yangtsé, donde el flujo de inmigrantes de otras regiones chinas le ha dado una característica fusión de sabores y ha creado una cocina más agridulce –también más grasienta-- en comparación con otros platos del resto del país. Los pescados y mariscos forman parte de la gastronomía autóctona pero hay que procurar comerlos frescos. Nunca se deben consumir mariscos salteados o fritos en lugares que no tengan probada garantía porque pueden ser restos de compras de hace semanas.
                   
    De noche, Shanghái tiene una vida nocturna “agitada” pero pacífica. Especialmente, en la zona de la Concesión Francesa, alrededor de la Avenida Hengshan.  Salvo que uno sea amante del riesgo y amigo de caminar por el borde de la legalidad, conviene rechazar las ofertas callejeras de  “masajes” o “servicios especiales”;  la prostitución no está permitida en China y supongo que por eso abunda lo mismo que en lugares donde es legal. Claro que China no es España en materia de incumplimiento de las leyes vigentes.   El mayor peligro seguramente es el tráfico. Como en toda la China urbana, el peatón es la última prioridad para los millones de motoristas y automovilistas que recorren las calles.
    Lo cierto es que no tuvimos mucha suerte con el guía local que la agencia de viajes Katai nos asignó en Shanghái. Era un veinteañero ambicioso, muchísimo más interesado en hacer márketing de sí mismo que en dar a conocer a los extranjeros la historia y el arte de su ciudad.
     Agradecí la sinceridad descarnada de la que hacía gala constantemente aquel alevín de tiburón comercial. Hasta llegó a confesarme, en un aparte con intercambio de sinceridades,  que a él lo único que le interesaba de su puesto de guía turístico municipal era la oportunidad  de dar a conocer a los visitantes sus dotes de “conseguidor” de productos  (ropa de moda, aparatos de alta tecnología y complementos de lujo) a muy buen precio. Y de cuyas operaciones se cobraba la correspondiente jugosa comisión. Tuvo su éxito entre nosotros, exceptuándome a mí, no crean. Pero, en cualquier caso, si me dan a elegir,  yo prefiero a tipos  como  él, que dicen lo que sienten de verdad, antes que aquellos otros a los que en estos tiempos consideramos sinceros. Ya saben, la clase de gente que te cuenta siempre la misma mentira --buenista y blandiblú-- de la misma manera. 


domingo, 4 de mayo de 2014

Siempre nos quedará... Marrakech

Marrakech es una puerta situada en la primera página de Las mil y una noches, algo así como un ¡Ábrete Sésamo! que da al desierto empezando por el oasis. Al otro lado de este lugar tan mítico como Damasco o Samarkanda y que está al sur del sur, se ven a veces las cumbres nevadas del Gran Atlas y la interminable arena sahariana que forma un velo para  ocultar una inmensa e irredenta África a la que engañaron con esa falsa independencia que concede la libertad de morirse de hambre.


     Fue fundada por los almorávides en el año 1062 y luego los almohades en el siglo XIII convirtieron Marrakech en la capital de su gigantesco imperio. Después, la dinastía de los mariníes la abandonó para trasladarse a Fez y posteriormente los saadianos procedentes del sur la redescubrieron en el siglo XV y entonces empezó su renacimiento. Actualmente es la ciudad más visitada de Marruecos y sus setecientos mil habitantes soportan -encantados, por otra parte- oleadas de turistas que llegan en busca de aventuras exóticas, previo pago de su importe.


    Su medina, que no es tan importante como la de Fez, está llena de bazares, puestos callejeros y zocos de tuaregs; esos hombres azules del desierto que te invitan a dar un paseo en sus camellos y luego, cuando estás amarrado a la joroba, te venden artesanía menuda para guardar en ella unas pócimas mágicas que, según ellos, hacen milagros con los extranjeros que han enfermado de ingenuidad después de haberse descreído del todo.


     En las calles estrechas de Marrakech he visto ancianos bebeberes de inmaculado gorrito blanco y barba de chivo que caminan encorvados mientras murmuran, aunque no podría decir si rezaban a Alá o maldecían a Mahoma porque ya carecían de fuerza para levantar la vista en dirección a La Meca. Y en las avenidas francesas de Marrakech me he cruzado con chiquillos que, en cuanto sales del hotel, adivinan al instante que eres español y gritan a tu paso ¡Casillas! y ¡Visca’l Barsa¡. Recuerdo a uno de ellos, un adolescente pesado como una moscarda, que nos habló en un aceptable castellano de que su paraíso soñado era el municipio madrileño de Leganés, donde había pasado el mejor verano de su vida, un par de años antes, cuando estuvo con un hermano mayor que trabajaba en la construcción y cobraba por ello.
  La mayor parte de los edificios importantes de Marrakech tienen sus paredes exteriores enjalbegadas en un color entre rosáceo y granate porque las pocas veces que llueve en esta ciudad las gotas de agua vienen impregnadas del rojizo polvo que lleva en suspensión el viento del norte del Sáhara y con cada tormenta se manchan las fachadas que no han sido tintadas previamente con ese mismo color.
Marrakech está llena de monumentos arquitectónicos que son fruto de su pasado esplendor: la Mezquita de la Kutubia es uno de los principales y su alminar –es decir, la torre- es el símbolo de la ciudad y hermano gemelo de la Giralda, ya que fue realizado por los mismos arquitectos.
      

   La Puerta de acceso a Marrakech es Bab Agnaou y antiguamente daba paso directamente al palacio del sultán. Hay una imponente necrópolis, que es la Tumba de los Saadianos, decorada con mosaicos de fina loza y estucos de madera de cedro. Y hay también dos grandes palacios: el de Badi -con una reproducción del Patio de los leones de la Alhambra granadina- y el Bahía, construido el siglo pasado. Es recomendable visitar la “medersa” Ben Jussef  (la escuela coránica universitaria) y, sobre todo, dos de sus parques: el Palmeral del norte, con más de cien mil palmeras,  y los Jardines Menara de 1200 metros de longitud y 800 metros de anchura.       
Por ser tan turística, hay muchos y buenos hoteles, pero al hotel “La Mamounía” -el más lujoso que yo he visto y uno de los cinco o seis más caros del mundo- van, a menudo, los hombres más ricos de la Tierra. Para entrar en su lujurioso “lobby” hay que vérselas  con unos porteros que la guardan, vestidos de gran visir y grandes como el genio de la lámpara en la película El ladrón de Bagdag.


   El hotel tiene un casino de fama en el que los viciosos del azar se dejan auténticas fortunas mientras el turista toma fotografías interiores en aquella especie de “Las Vegas menor” colmada de medias lunas, estucados mudéjares, alfanjes de adorno y turbantes de seda roja que huelen a “Rochas pour homme”.     
  En las afueras de la ciudad, cerca de los palacetes que se construyeron Elizabeth Taylor y Jackie Kennedy-Onasis para disfrutar de sus respectivas  juergas, asistí con otros españoles a una auténtica cena árabe. El lugar --ocupado por esas grandes tiendas circulares del desierto llamadas “jaimas”-- es la cara bonita de un país donde los niños te piden en las terrazas de los bares que les dejes beberse la última gota de tu Coca cola. La cosa terminó al aire libre, con un espectáculo ecuestre de jinetes casi niños disparando sus viejas escopetas al aire mientras galopaban en posturas imposibles sobre la montura.  Ninguno se cayó. 
   

  Pero lo más fascinante que hay en Marrakech es la Plaza Djenma el-Fna. Está situada en el centro de la ciudad y es un lugar asombroso que algunos novelistas han reflejado en sus obras escritas en las terrazas de los cafés que la rodean. En esta plaza comenzaba -con un asesinato, por cierto- la película de Alfred Hitchcock El hombre que sabía demasiado.


Es un lugar caleidoscópico;  por la mañana se pueden ver vendedores de perfumes y aceites esenciales, sacamuelas con alicates roñosos entre las manos, encantadores de unas serpientes que salen de la cesta al son de la flauta, músicos callejeros y buitres enjaulados. Y muchísimos más cojos, mancos y tuertos que en ningún otro sitio del planeta. Allí hice lo que jamás se debe hacer en Marruecos ni en ningún otro sitio de África: tomarse uno la libertad de fotografiar paisanos sin haber pagado antes el impuesto revolucionario al fotografiado, aunque éste sea una cobra como la que me miraba fijamente con la boca apuntándome directamente a la yugular. Todavía no sé como logré salir de allí sin haber pagado nada al flautista y con el carrete intacto. A esta plaza, bajo la luna, le ocurre lo mismo que al doctor Jeckyll cuando se convierte en Mister Hyde; de noche se llena de tipos patibularios y malencarados que tienen el rostro atravesado por cicatrices de muchísimo respeto y a los que les brilla una punta de acero en el bolsillo. Así que más vale hacer la visita nocturna protegido por unos cuantos guías-guardaespaldas.


    Naturalmente, a todos esos turistas que van a Marrakech y no salen de un lujoso hotel de cinco estrellas durante su estancia allí, no les pasa nada de esto pero ellos se lo pierden.             



domingo, 30 de marzo de 2014

Siempre nos quedará... Milán

   Milán es la ciudad más importante del norte de Italia y la capital de la Lombardía. Igual que Turín, Como, Trento y Bolzano, pertenece a esa Italia – la Padania-- que abomina de su propio Sur, el que va desde Nápoles hasta Sicilia. quizá porque se siente más centroeuropea que mediterránea. Está situada en el valle del Po,  entre el río y los Prealpes, y tiene dos millones de habitantes. De esta posición, y de la pasión por trabajar de los italianos del norte --quizá su única pasión--  le viene a Milán toda su riqueza, aunque también haya ayudado la energía eléctrica fluvial y el metano descubierto en la llanura. 


  Allí se asienta uno de los grandes imperios industriales europeos y lo que empezó siendo un polígono industrial a principios de siglo, hoy es una ciudad satélite llamada Metanópolis. El desarrollo de su industria metalurgia diferenciada -máquinas de vapor, maquinaria agrícola y textil y, sobre todo, automovilística- junto a la gran refinería de petróleo del Rho han hecho de Milán el motor del crecimiento económico de Italia, que pasó de ser un país fundamentalmente agrícola a potencia industrial en menos de treinta años. 
  

   Su posición estratégica desde el punto de vista geográfico, al estar situada en el punto de convergencia de las rutas transalpinas, el ferrocarril de los grandes túneles (San Gotardo, Simplon, Fréjus) y las vías de comunicación entre la Europa del noroeste y el Mediterráneo, ha hecho de ella un lugar imprescindible para la industria y el comercio. La mayor parte del poder bancario italiano y de las sociedades nacionales de exportación se concentran en el famoso Centro Direzionale milanés, un barrio que se llenó de rascacielos como antes lo hicieran la isla de Manhattan en Nueva York y la zona portuaria del lago San Lorenzo en Chicago. Así que puede decirse que Milán es el timón de un barco llamado Italia con la primera Bolsa de la nación, un par de aeropuertos y dos grandes equipos de fútbol. De antiguo son el Arzobispado, la Universidad y su famosa Feria de Muestras de abril.   


   Posiblemente Milán fuera fundada un siglo antes por los galos pero lo seguro es que fue ocupada en el siglo III a.c. por los romanos, que la perdieron ante Aníbal en la segunda guerra púnica. Al finalizar ésta, volvió a manos romanas que le dieron categoría de “municipium”. Llegó a conocer una época de esplendor con Diocleciano y con el Edicto de Milán Constantino otorgó libertad de creencia religiosa a los súbditos del imperio; y ya, de paso, consolidó para siempre los lazos definitivos de poder terrenal entre los estados civiles y la Iglesia Católica. Como todas las grandes ciudades de Occidente, fue devastada por los bárbaros pero renació tras la conquista de Carlomagno que la convertiría en condado. Entonces fue reconocida como centro importante en las comunicaciones entre Oriente y Occidente y se enriqueció con el comercio textil. Después tuvo la suerte de ser gobernada durante siglos por dos familias de la burguesía media local -los Torriani y los Visconti- que la enriquecieron, aún más, hasta consolidar en su torno un extenso Estado territorial llamado el “Milanesado”. A partir de la exposición de 1881, Milán empezó su última gran industrialización y de 1919 a 1921 atravesó una época de crisis económica y alteraciones sociales, coronada por un conato de revolución socialista que fracasó por la indecisión de sus dirigentes. Indecisión que unos achacan a la carencia de un proyecto definido y otros a un pacto entre caballeros a conveniencia de los dirigentes de ambas partes. 


   De entre todos los monumentos notables de Milán hay que destacar el Duomo -es decir, la catedral- que es una de las principales joyas del arte gótico europeo, junto a Notre Dame de París, la de Colonia y la de Burgos. Sus obras duraron cerca de cinco siglos y Tibaldi, el principal de sus arquitectos, dejó hechos los planos de la fachada, que fue realizada por Buzzi. La planta es de cruz latina con cinco naves y tiene una torre que mide ciento ocho metros de altura, por la que se puede acceder a la cubierta del edificio. La sensación de pasear alrededor del tejado junto al centenar de pequeñas torres góticas, rozando muchas de esas más de tres mil estatuas de mármol que la coronan, es una sensación que no puede describirse. En todo caso, la recomiendo a quienes no la hayan vivido. 


   Conviene visitar las basílicas de San Lorenzo -construida en el siglo IV sobre restos de un edificio de origen paleocristiano- y San Ambrogio, de estilo románico lombardo y que fue levantada a partir del siglo X. También son templos muy interesantes las iglesias de la  Madonna delle Grazie -en ella está la famosa “Cena” de Leonardo da Vinci-, y las de San Satiro, San Nazzaro y San Vittore. 

   Entre los edificios civiles hay que señalar el Teatro de la Scala donde se han escrito muchas de las páginas más gloriosas de la música, principalmente de Ópera. Dicen los que entienden de esto que a quienes han ocupado alguna vez una de sus butacas escuchando a la soprano griega María Callas cantar en directo el agónico final de “Madame Butterfly”, podrán acusarles de elitistas pero ya nadie conseguirá jamás darles gato por liebre en asuntos de arte y cultura. El castillo Sforza y los Palazzos Marino y Reale, también recuerdan la grandeza del pasado de la ciudad.


   Pero Milán no es sólo una ciudad industrial atascada de coches -como dice su leyenda negra- aunque entrar en Milán con el coche -lo digo con conocimiento de causa- es como ir a Madrid por la Nacional II, cualquier viernes, a las siete y media de la mañana. Sólo que allí la mitad de los coches que circulan son Alfa Romeos y la otra mitad Fiat. 


   Milán es una de las dos o tres capitales europeas de la moda y no tiene el menor complejo a la hora de tratar de tú a tú a las pasarelas de París y Nueva York, pero los milaneses prestan atención a otras cosas, además de las cuatro ruedas y la alta costura. Y lo demuestran sus pinacotecas de Brera y Ambrosiana, los museos Manzoniano, Arqueológico, de Historia Contemporánea o el Museo Leonardo da Vinci o de la Ciencia y la Técnica. El Acuario Cívico y las Galerías Vittorio-Enmanuelle -uno de los primeros centros comerciales europeos- son una tentación para el paseante; tentación que conviene vencer ante los escaparates por el bien del bolsillo. En una de las esquinas de la Plaza del Duomo había una pastelería gloriosa -de la que no recuerdo el nombre ni sé si seguirá existiendo- que cuando pienso en ella, todavía se me llena la boca de saliva. 


   A mi regreso me dio por pensar que la estancia de unos días en Milán debería ser obligatoria para todos aquellos que andan creídos en que su ciudad es el ombligo del mundo. Y que, por eso   --por ser para ellos un ombligo--, al poco de nacer la amarran con un cordón de alpargata hasta que el apéndice arrugado se cae, de pura atrofia. Para presumir, luego, de lo importante que fue en el pasado esa tripa seca con costurones.        


(Sergio Coello)