domingo, 9 de febrero de 2014

Siempre nos quedará... Tánger


    Normalmente, aquel que va a Tánger por primera vez tiene alguna idea -al menos, remota- de que se trata de una ciudad a la que la Historia del siglo pasado le ha puesto una romántica etiqueta de nido de espías y cueva de contrabandistas.


    Sin embargo, ya no queda nada de aquel periodo de entreguerras que va de 1914 a 1946, cuando la ciudad era un batiburrillo de servicios secretos internacionales y delincuentes de alto copete que celebraban tertulia fija en el Café de París –no confundir con el Café de France de esta misma ciudad—mientras se vigilaban mutuamente en el mítico local. Ni siquiera está ya la mesa en aquel rincón apartado donde el escritor Paul Bowles, desengañado de su “Cielo protector”,  estuvo tomando un güisqui diario hasta el día de su muerte.


    Lo que sí permanece intacto en Tánger  --por fortuna, en mi opinión-- es ese aire de ciudad permanentemente ocupada por gentes venidas de todas partes del mundo junto a la necesidad natural y no dictada por nadie de que sus hijos crezcan aprendiendo cuatro o cinco idiomas, aunque sea sin método ni orden.  Todo sea para poder entenderse con los que llegan, los que se quedan y los que se van.


    Ahora que tanto se practica en algunos sitios eso de avanzar hacia atrás reivindicando códigos de barras identificadoras para quienes han nacido en un territorio concreto o descienden de linajes con solera rancia, me parece enormemente saludable que permanezcan ahí -como una herramienta higiénicamente provocadora contra el purismo- esa docena de ciudades del mundo que nunca fueron de nadie porque han sido de todos. Ciudades por las que pasaban y pasaban pueblos y razas, sucesivamente, levantando su presencia junto o sobre las anteriores.


    Es radicalmente falso que tales lugares carezcan de definición y hay que tener mucho serrín en la cabeza para decir que Nueva York, Damasco, Marsella, Barcelona, Tijuana, Ciudad Ho-Chi-Ming -la antigua Saigón- o Madrid carecen de personalidad propia. Aunque su historia sea una confluencia imparable y sucesiva de gentes distintas y distantes: esclavos fugados de su esclavitud, soldados de reemplazo que no podían comprar su excedencia, funcionarios en expectativa de destino, buscadores de oro en minas o en joyerías, mercenarios de la guerra sin otra familia que el ejército, piratas retirados por culpa de la vista cansada en su único ojo sano, muchachos desesperados en busca de cualquier oportunidad de trabajo, artistas a punto de morir de éxito, aventureros con culo de mal asiento y chicas dispuestas a ejercer el oficio más antiguo del mundo sin necesidad de sentir mayor vergüenza que sus propios clientes.


    Esa clase de ciudades casi nunca tienen sepulcros relucientes con letras en latín ni pergaminos antiquísmos con sello de mirra; es más: en ellas es extraña la práctica de esa despreciable –e impostora-- autoridad moral que exige el pasaporte con la mirada a los que vienen de fuera. Son lugares que rinden más culto a lo vivo recién llegado que a los cadáveres momificados con pedigrí químico. Tánger también pertenece a esa  milagrosa especie y es   la ciudad más norteña de Marruecos. En ella viven de manera permanente unos 500.000 habitantes, casi 2 millones sin incluimos toda la región de la que es capital. Situada junto al Estrecho de Gibraltar y al Este del cabo Espartel, tiene un importante puerto comercial y es sede de industrias alimentarias, textiles y de construcción naval. Está comunicada por ferrocarril con Rabat, además de disponer de un aeropuerto internacional por donde entran oleadas de turistas europeos que quieren conocer Marruecos sin empezar por Marrakech.
Su pasado legendario nos recuerda que fue fundada por el gigante Anteo, hijo del dios Neptuno y de la Tierra, a la que dio el nombre de su esposa -Tingis- pero parece más cierto que su origen fuera fenicio y menos divino. Luego fue factoría púnica y colonia comercial cartaginesa. Es seguro que más tarde se  convirtió en ciudad romana que conservó su mitológico nombre cuando se hizo famosa en el Mediterráneo por su salsa picante de pescado llamada “garum”. Durante la Edad Media fue ocupada por vándalos, bizantinos y árabes hasta que en 1471 la conquistaron los portugueses aunque a mediados del siglo XVII pasó a Inglaterra como dote de Catalina, la esposa del rey Carlos II. Abandonada a los marroquíes, después de un par de décadas, por lo costoso de su defensa y al ser dividido Marruecos entre España y Francia, en 1917, el estatuto de Tánger permaneció indefinido hasta 1923 cuando en una conferencia tripartita celebrada en París declararon a la ciudad “zona internacional neutral” bajo la soberanía limitada del sultán de Marruecos.


   Durante la II Guerra Mundial fue ocupada en 1940 y en 1943 España la incorporó unilateralmente a su Protectorado viéndose obligada a evacuarla dos años después, con lo que Tánger recobró la administración internacional hasta la creación del nuevo Estado marroquí en 1956.     

    El lugar que actualmente ocupa su Gran Plaza fue con seguridad el mismo donde se asentaba el desaparecido Foro Romano. En ella pude ver como miran al mar -apuntando a Tarifa, por si acaso- su famosa colección de cañones oxidados. En la parte más elevada de Tánger se encuentra la “kasbah”, la ciudad antigua, donde está el Palacio del Sultán y ya puede suponer el lector a lo que me refiero: arcos mudéjares, salas estucadas con madera de cedro, jardines andaluces y un café moro desde cuya terraza se divisa perfectamente la costa española y Gibraltar cuando hay buena visibilidad en el Estrecho. Allí también está el interesante Museo de Arte Marroquí.


    En el sector sur de Tánger está la “medina” con su pequeño mercado lleno de bazares autóctonos y, curiosamente, varios cafés de estilo europeo donde recalan los turistas igual que antiguamente recalaban los comerciantes extranjeros -incluidos los de ética dudosa- en su etapa del estatuto internacional. Por desgracia, el mejor monumento de Tánger -la Gran Mezquita-, no puede ser visitada interiormente por los no musulmanes, con lo que no queda más remedio que conformarse con admirarla desde fuera. Fue levantada por Muley Ismail en el siglo XVII y ampliada posteriormente. Junto a ella hay una interesante “medersa” o escuela coránica.


    Tánger es, a pesar de su pertenencia a Marruecos, una ciudad bastante “europea” y por eso se nota mucho -más que en otros lugares del Magreb- la creciente influencia del norte extranjero. Sobre todo, en su paisaje humano: los hombres “de cuarenta años para arriba” suelen llevar chilaba pero la juventud viste masivamente pantalones tejanos y camisetas con frases en inglés sobre el pecho. Es el único sitio de Marruecos donde yo he podido ver mujeres del país perfectamente maquilladas y sin compañía de hombres dentro de las cafeterías. Y los niños, desde pequeños, aprenden a hablar las suficientes palabras extranjeras como para lograr venderte, seas de donde seas, un reloj Rolex para ti y otro Cartier para tu mujer -“de oro puro”- por menos de treinta euros. Que, dicho sea de paso, funcionan perfectamente durante mucho tiempo hasta que un navajero poco avisado te da un susto y te deja como recuerdo una franja de piel blanca en la muñeca. Sé de algún caso.  
Sergio Coello