martes, 8 de diciembre de 2015

TIERRA DE NADIE (2)

DOS METROS DE CUERDA

   Entre la vida y la muerte hay una distancia corta, eso lo sabemos casi todos aunque procuramos disimularlo casi siempre. Hace tiempo escribí un cuento sobre un hombre que intentaba quitarse la vida colgándose de una de esas encinas solitarias que adornaban antiguamente las carreteras manchegas. Lo malo –o lo bueno, que eso no está tan claro– es que el tipo calculaba mal la longitud de la cuerda en relación a la altura de la rama elegida y acababa con los pies en el suelo de aquella tierra sembrada de bellotas secas. Aquel relato no era más que la historia de un superviviente por diez centímetros de más en la cuerda de la vida. 


     Recuerdo que me inspiré en un caso auténtico sucedido durante mi infancia en el pueblo donde nací. En aquella vida real y pueblerina de mi infancia, el suicida --que se llamaba Mateo Borra-- no se equivocó al medir la distancia que le separaba del suelo. Es más, tuvo el detalle de apurar el cálculo de la longitud de la cuerda lo justo y sólo le faltaron diez centímetros de soga de esparto para que sus pies hubieran pisado tierra al caer. Ya se sabe que la tierra firme resulta milagrosamente salvadora para los náufragos con suerte y es la redentora favorita de esos tipos que se ahorcan mal porque carecen del sentido de la distancia o del peso de su cuerpo. Aquella figura fantasmal de Mateo Borra se la encontró un ciclista colgada de una encina de cuesta de La Ventilla, al anochecer, cuando la luna ya empezaba a alargar la sombra del cadáver en dirección a un horizonte oscuro, pespunteado por los aullidos procedentes de la Cañada de los Lobos.            

   He caído en todo esto ahora, al enterarme de que un “especialista de cine” –uno de esos actores de tercera  que interpretan escenas de riesgo en las películas de acción, suplantado a la estrella de la película– se arrojó por el viaducto de la calle Bailén mientras se rodaba la secuencia de un suicidio. Se ve que la muerte le aceptó su órdago a la grande. Aunque se trataba de una jugada de farol la tercera parca recogió el guante del reto y acabó ganando esa partida de póker mortal que siempre es la vida de cualquiera de nosotros. Tal vez porque la señora de la guadaña lleva jugando con nosotros desde Caín y Abel y se sabe todos nuestros trucos. Resulta que en los dos casos –el de ficción de mi cuento y el real del especialista de cine-- fallaron las cuerdas. O para ser exactos, su longitud. En el del Viaducto madrileño tenían que haber sujetado al hombre mediante un arnés como a esos montañeros que escalan paredes de acantilados imposibles y a los practicantes de saltos al vacío desde los puentes. Aunque, quizá, sería más correcto decir que no fue la longitud de la cuerda lo que falló. Ni su resistencia tampoco. Falló, siendo rigurosos con la verdad, la calidad del trabajo de quién debió medir correctamente la longitud de la maroma para que no llegara hasta el suelo y el actor quedase bailando en el aire a dos metros del asfalto sucio de la calle Segovia. En fin, se ve que la cuerda era más larga que la vida que debía sostener. Igual que en el caso del mal ahorcado de mi relato.


    Antes se repetía mucho eso de que las armas las carga el diablo, que no hay que jugar con fuego y que a la muerte le encantan esos tipos que practican la ruleta rusa porque siempre hay entre ellos algún patoso que elige fatalmente ese revólver que tiene el tambor lleno de balas. La cosa, ya se ve, da mucho. Me refiero a lo de atribuir al capricho del azar y la mala suerte la mayor parte de esas tragedias cotidianas que se producen a nuestro alrededor como consecuencia de trabajos sencillos mal hechos. Ya sé que es incómodo preguntarse si alguien que cobra por hacer su tarea correctamente actúa siempre –y siempre quiere decir siempre--  de acuerdo con ese compromiso.  Nadie pone en duda lo de exigir la máxima atención en su trabajo a esos profesionales de quienes dependen directamente la vida de cientos de personas: ingenieros, médicos, pilotos de vuelo, conductores de trenes. Sin embargo, existe una cierta galbana mental a la hora de admitir que nuestra vida también cuelga no pocas veces del hilo de actividades cotidianas y vulgares. Como la de ajustar correctamente una válvula de conducción del gas, sujetar firmemente un andamio o barrer bien una acera. A mí me parece que estos trabajos demandan la misma seriedad en su realización si no queremos que no suceda lo que a veces ocurre; que alguien se golpea fatalmente la nuca contra el bordillo de la acera porque ha pisado una cáscara de plátano que estaba ahí antes y --¡ay¡-- también después de que haya pasado cerca de ella la indiferencia de un barrendero municipal. 

    De una cosa tan nimia como revisar la longitud de una cuerda puede depender la vida de un hombre.  Es cierto que la muerte tiende a tomarse el pie cuando le ofreces la mano pero me temo que en España siempre nos las arreglamos para que haya demasiados porteros –de esos que se encargan de controlar invitados a una fiesta, por ejemplo- que se ponen a mirar para otro lado cuando quiere entrar dentro la más fea del baile. Y la más fea del baile, ya se sabe, es una dama pálida, vestida de negro, que lleva una guadaña en una mano y un papel con un nombre escrito con letras fatales en la otra. 
      



domingo, 8 de noviembre de 2015

TIERRA DE NADIE (1)

1.- ANTILORQUIANA

      Eran dos. Uno, mendigo, vendía La Farola; esa revista marginal que los indigentes editan con el dudoso y desesperado talento que otorga la continua cornada del hambre. El otro ofrecía paquetitos de Kleenex con un gesto desmayado a los conductores que el semáforo --cómplice del vendedor-- conseguía sujetar con su ojo
rojo de cíclope, durante un minuto, antes del cruce.
 Tengo muy oído desde niño que Dios escribe derecho con los renglones torcidos. Quizá por eso algunos nacen obligatoriamente en la miseria, para que luego puedan triunfar siempre que sean capaces de abonar su inteligencia natural con la basura de los contenedores.  El caso es que los dos protagonistas de esta historia real que cuento aquí tenían en la misma esquina, plazas, puestos, tiendas y negocios marginales. Y -¡ay!- absolutamente incompatibles. Mal asunto. El Romancero Gitano, junto a esa despiadada competencia que se practica en el mercado socialdemócrata español, ajustaron cuentas pendientes con ellos y  entre ambos se levantó una cruz de navajas. Señores policías nacionales, aquí pasó lo de siempre: el cuello del menos hábil de los dos se puso a chorrear sangre como lo hacían aquellos cerdos de las matanzas en familia cuando mi infancia. Dicen que el malherido se ha salvado de milagro. Me alegro, por más que nunca llegue a alcanzar la gloria mediática de otras víctimas mortales con glamour. Ya saben, la emperatriz Sissi, los hermanos Kennedy o Malcom X. En fin, muertos famosos que también estaban vivos --e iban por el mal camino— cuando les pararon los pies.
   Si el director de cine Robert Aldrich viviera hoy, en este caso agarraría una cámara y a estos dos competidores de la miseria madrileña los habría puesto frente a frente. Sobre una lejana y polvorienta calle de un pueblucho de Arizona o de Tejas y bajo ese crepúsculo rojizo que siempre presagia el mismo final violento en épocas decadentes. Hay hombres que arrastran un pasado intenso y terrible pero saben esperar a que llegue el aire crepuscular de la tarde para decirse entre ellos que uno de los dos está de sobra en ese maldito rincón del mundo donde ambos coinciden. Es decir, lo de toda la vida española de Dios; el aguafuerte de Goya con sus dos compatriotas-fiera sembrados en el suelo y deslomándose a garrotazos.
    A mí me ha dado cierto no sé qué enterarme de esta pelea a cuchilladas entre un vendedor marginal de Kleenex y el desahuciado agente de ventas de la revista de los mendigos.  Más que cualquier ensayo, el asunto alumbra ese oscuro punto de destino al que hemos llegado, tras caminar treinta y tantos años confiando a ciegas en nuestros guías políticos, sociales y mediáticos. La España próspera y moderna –aquella a la que no la iba a conocer ni la madre que la parió, y  en la que todos tendríamos nuestra oportunidad de hacernos más o menos ricos— al final siempre se acaba encontrando con la luz roja de un semáforo, una navaja y un crimen. Por eso ha estallado esta tarascada de pinchos y sirlas entre este par de arrojados empresarios de los negocios del hambre; cada cual quiso defender con uñas y dientes su pequeño rancho callejero sembrado de excrementos de caniche con lacito. Pura tragedia de Sófocles, ya digo. Y es que cuando dos hombres se lían a navajazos de esa manera es porque anda en juego --¡esta tierra es mía!- el medio metro cuadrado de acera sentimental del que depende la venenosa ración cotidiana con la que alimentar la bestia que se lleva dentro de las venas, el tetrabrik diario de vino peleón en el que sumergir los deseos de recobrar cuando llega la noche aquella Arcadia de la infancia feliz, ya tan perdida. 
   No sé lo que hubiera escrito hoy Federico García Lorca sobre esta reyerta. No tuvo lugar en un barranco ni sus protagonistas escuchaban, que se sepa, voces procedentes del Guadalquivir. En realidad, el Guadalquivir ya no da voces sino estertores casi agónicos a su paso por esos molinos derrumbados que quedan junto a la Calahorra cordobesa. A veces, un poco más abajo, se escucha al propio río soltar algún que otro “quejío seguiriyero” cuando se ve obligado a pasar -¡qué humillación!- bajo ese par de arquitecturas farsantes que son los puentes sevillanos del Alamillo y de la Barqueta.
    Al poeta granadino le fascinaban los saltos jabonados de perfil y los lamparones de sangre sobre corbatas de seda. Lo malo –es decir, lo eterno-- a estas alturas de la Historia,  es que Lorca lleva mucho tiempo dándole verde a los pinos y amarillo a la genista en el barranco de Víznar, según dicen, y además su familia no tiene el menor interés en saber cuántos tiros le pegaron. Me temo que en su crónica contemporánea sobre esta reyerta él seguiría hablándonos de penas negras y de una españolísima guerra civil diminuta, cainita, interminable. Bajo esas estrellas del atardecer que clavan sus rejones en el agua gris de un alquitrán desgastado que ni siquiera sirve para teñir de luto la capital rota de España. O la capital de la España rota, que ya no tengo nada claro en qué quedará la cosa.

   Lo que sí parece evidente --cristalino, vaya-- es que estas dos figuras camborias del arrabal posmoderno no han muerto suicidadas. La puñetera verdad es que jamás tuvieron la menor oportunidad de ser uno de aquellos teatrales viajantes de Arthur Miller, mitad maduros mitad seniles, que se subían con éxito a todos los escenarios del mundo. Ya saben, tipos con más recuerdos que proyectos a los que les llegan al mismo tiempo la derrota de su vida entera y la jubilación.