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ELOGIO DEL VENTILADOR DE TECHO
Ahora, que llega el verano con sus carreteras de
asfalto convertido en salsa espesa en ebullición y con los bosques y montañas cubiertos
de nieve en llamas, lamento de nuevo que el cielo haga de España una especie de
barbacoa gigante con brasas incombustibles que se extienden desde el Puerto de
Pajares hasta el Peñón contrabandista de Gibraltar. Aquí, en Alcalá de Henares,
a las cuatro de la tarde de cualquier día de julio o agosto, el sol reluce con el
resplandor de aquellos altos hornos de antes donde se amasaba el acero, aunque
sin su viejo fuego productivo. Como manchego de pura cepa, además de alcalaíno
de adopción, amo el ritmo de la lluvia, el de verdad y el de aquella canción
francesa de los años sesenta. Por eso mismo reniego de los veranos de mi
infancia, tan llenos de sol y moscas. Prometo que éste será el segundo y último
verano que pase lejos de Gijón, a cuyo “orbayu” astifino, frecuente pero no
sistemático, proceso una devoción casi religiosa como a tantas otras cosas de
Asturias.
El caso es que en este mes de julio me da no sé
qué mirar esos cerros alcalaínos sobre el río Henares, con su pelusa amarilla y
abrasada sobre una tierra del mismo color que se le pone al ladrillo
refractario cuando lleva mucho tiempo lamido por la lengua del fuego. Por eso
prefiero cerrar los ojos y ver dentro de mi cabeza aquellos ventiladores antiguos
colgados del techo de los casinos; unos ventiladores de tres aspas gigantes que
giraban a una velocidad razonable --como la de los molinos de viento
cervantinos, más o menos— removiendo el aire caldeado de los locales.
Los
ventiladores grandes de mi niñez y primera juventud batían sus alas al mismo
ritmo que el bayón de Silvana Mangano y los timbales de Pérez Prado; y bajo su
trébol inquietante cuajaron no pocas amistades y muchísimos desengaños amorosos.
Que tire la primera piedra el jubilado de mi generación que no guarde todavía
en la memoria, grabada a fuego, la imagen de Janet Leight en blanco y negro, tumbada
sobre la cama de aquella pensión mexicana de mala muerte en la película Sed
de mal, de Orson Welles. La rubia Janet, en penumbra, medio desnuda y con la piel llena de perlas de sudor, parecía
esperar la muerte o el beso pegajoso de Charlton Heston --su marido mexicano y policía--
mientras contemplaba absorta las sombras alargadas de los brazos mecánicos
girando sobre su cabeza y reflejándose en el techo. Ya no quedan ventiladores así.
Bueno, ni chicas como ella. A unos y otras se los ha tragado el progreso, como
tantas cosas que hemos acabado echando de menos todos los que un día creímos
que el progreso era inocente e inocuo.
Ahora venden unos ventiladores enjaulados
--como si estuvieran locos-- que giran a una velocidad frenética y lanzan
contra la gente sus huracanitos de quita y pon. Esa es una forma como otra
cualquiera de acabar con los pies calientes y la cabeza fría. También he visto
mini-ventiladores de bolsillo que funcionan con pilas y que algunos paseantes
llevan en la mano, por la calle, para refrescarse las ideas. Igual que si hubieran
contratado un moscardón para que les zumbe alrededor de la cara, que es la
máscara --y casi nunca el espejo-- del alma.
También existe el aire acondicionado,
claro, pero no es igual. El aire acondicionado te deja en la habitación una
temperatura de paraíso perdido a cambio de arrojar a la puñetera calle –quiero
decir al amado prójimo paseante-- ese aire calentorro del desierto del Sáhara
que todo local abarrotado teje alrededor de sí mismo. El compresor es como una
maleta inmóvil con el vientre lleno de circuitos y ciclos de Carnot invertidos:
carece de misterio. Dentro de esos aparatos no hay nada propio de nosotros
mismos que explique por qué hemos llegado a cualquier lugar demasiado caliente,
huyendo de algo o de alguien.