lunes, 26 de abril de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXV)

Scorsese es uno de los mejores cineastas vivos, no uno de esos modernos directores publicitarios de videoclips de larga duración, tan de moda últimamente en los festivales.

Surgió en los setenta junto a otros prestigiosos realizadores –Steven Spielberg, Brian De Palma, o George Lucas– que no están a su altura aunque todos ellos fueron capaces de crear una nueva forma de hacer películas. Admiraban el mejor Hollywood anterior, a la vez que deseaban una ruptura con la imparable decadencia del viejo sistema de los grandes estudios. Excepto en el western, la filmografía de Scorsese ha indagado en todos los géneros por más que se le note mucho una especial debilidad por argumentos en los que la violencia y la locura pueden hacer de la ciudad de Nueva York el infierno que, en el fondo, también es cualquier megápolis. En este sentido ‘Taxi Driver’ (1976), resulta paradigmática.

Narra la historia de un excombatiente en Vietnam, un tipo solitario y perturbado por el vacío de su existencia; un superviviente de aquella catástrofe social y ética que fue la guerra contra el vietcong comunista. Travis Bickle (Robert De Niro), vive encerrado en su soledad, siempre con ese aire taciturno y errante de los que caminan sin rumbo. Un día acepta el empleo de taxista nocturno en la búsqueda desesperada por dar algún sentido a su vida y el contacto con las calles de la ciudad le acabarán convirtiendo en un psicópata, un hombre sórdido y demoniaco que no ve más forma de solucionar los males de la sociedad que pasando a desempeñar el clásico papel bíblico de ángel exterminador. La noche neoyorquina –como la de tantas ciudades– está llena de sombras de traficantes, rateros, putas y drogadictos.

También de gente peligrosa que primero raja la barriga y luego pregunta. El famosos soliloquio del protagonista –“Ojalá una lluvia cayera sobre esta ciudad y limpiara toda esta escoria”– es un magnífico homenaje a esa maravillosa canción de Bob Dylan llamda A hard rain is gonna fall y nos remite a la vieja solución final con azufre para la insalvable perversión de Sodoma y Gomorra. En su diario, Travis narrará sus experiencias y obsesiones que el espectador va escuchando a través de una voz en off. Oyéndolas le podemos seguir en su camino inexorable hacia la raya del abismo, después de que se alimente de un arsenal de armas de fuego con las que empezará a entrenarse para matar. Dirigiéndose a ese tipo que le devuelve su inquietante mirada desde el espejo, Robert De Niro inauguró una de las frases más repetidas por la gente a lo largo de los últimos treinta años: ¿Me estás hablando a mí? Cuando alguien quiere meter miedo a un interlocutor desconocido, remeda esas palabras aparentemente inocentes, que no lo son tanto si van acompañadas de la correspondiente mirada de nieve porque el que las escucha ya sabe que están cargadas con balas de nueve milímetros parabellum. En un final tan violento como inolvidable, Travis –con una cresta de indio mohicano que luego se convertiría en seña de identidad para la tribu urbana de los punkies– asesina fríamente a un puñado de tipos y recoge después los laureles del héroe de mano de aquellos que saben sacar provecho político a esta clase de carnicerías.



Los grandes artífices de Taxi Driver fueron el guionista Paul Schrader , también director de cine, y Martin Scorsese. Ambos pensaron que su amigo el actor Robert de De Niro sería el Travis ideal. Lo fue, gracias a una de sus mejores interpretaciones. Parte del éxito de Taxi driver se debe a la excelente música de Bernard Herrmann, compositor de algunos de los mejores films de Alfred Hitchcock. El blues, lleno de melancolía, que acompaña toda la película se convirtió en la obra póstuma de este genio de la música de cine, que murió al poco de finalizar su creación.

También resultan fascinantes los dos personajes femeninos y pocas veces una película ha retratado de forma tan perfecta a dos mujeres radicalmente diferentes. Cybill Shepherd era por aquel entonces una bellísima actriz rubia que había sido descubierta por Peter Bogdanovich. La presentación de su personaje, Betsy, en “Taxi driver” no puede ser más reveladora. Shepherd aparece caminando, vestida de blanco y, después de conocerla, Travis habla de “su chica” como de una belleza a la que toda esa suciedad que la rodea no debería rozar. Lo malo es que sus pésimas dotes de seductor estropean la menor posibilidad de un final feliz. Al principio, incluso, ella se siente intrigada por el personaje y su carencia de vida social, que le lleva –en el colmo de los despropósitos– a algo tan ridículo y bochornoso como invitarla a ver una película porno en un cine X. Primero se sentirá sorprendido y avergonzado en su inocencia e insensatez. Luego, asumirá su condición de ex-novio resentido.

La segunda figura femenina del film corresponde a Iris, una adolescente que ejerce la prostitución, interpretada por Jodie Foster, cuando aún no era actriz madura sino niña prodigio. Tras un primer encuentro en el que ella entra en el taxi, esta puta casi niña se convertirá en la obsesión de Travis, empeñado en alejarla por las buenas o por las malas de ese sucio ambiente. Ya transformado en un vengador solitario, devuelve Iris a sus padres y pasará de villano a ciudadano ejemplar. En el último plano nuestro protagonista ve algo extraño en el retrovisor de su vehículo y deja bien a las claras que se ha convertido en un peligroso justiciero por libre, un chiflado con capacidad para sembrar el terror entre la gente que le caiga mal a partir de ese momento.


Ganadora de la célebre Palma de Oro en el Festival de Cannes, “Taxi Driver” consiguió cuatro nominaciones al Oscar: mejor película, mejor actor para Robert De Niro, mejor actriz de reparto para Jodie Foster, y mejor banda sonora para Bernard Herrmann pero ninguna de las nominaciones recibió la estatuilla. Corrían tiempos mediocres y ‘Rocky’ fue la gran triunfadora de la noche. Ya sé que esto puede molestar a un par de generaciones enteras de aficionados al cine para los que esa obra del púgil Stallone es sin duda “una de las películas de su vida” –y pido disculpas por ello– pero la diferencia que hay entre Taxi driver y Rocky es algo así como la que existe entre “El jardín de las delicias” de El Bosco y la cara de Marilyn Monroe coloreada por Andy Warhol.

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXV):

TAXI DRIVER

Harry Parker era un trabajador nato. En Filadelfia, su ciudad natal, hizo de picador en las minas de hierro que había junto al río Delaware y luego aprendió otros oficios que le dieron una amplia visión de cómo se puede trabajar en cualquier cosa si antes has averiguado el sitio que el destino te ha reservado para que lo ocupes hasta que te jubilen o te mueras. Harry fue ferroviario, corrector de artes gráficas y ayudante de laboratorio en una compañía química. Más tarde -ya con su licencia de armas en el bolsillo- trabajó de vigilante jurado para una compañía de seguridad moviendo furgones cargados con sacas llenas de dólares entre rascacielos que acabaron siendo sedes de bancos. Un día se cansó de dar tumbos por cuenta ajena y se compró un taxi con los ahorros de media vida. Harry era un tipo duro de pelar.


Una vez que iba desarmado le intentaron atracar un par de fulanos malencarados que pretendían aligerarle la caja con la recaudación de los servicios del día. El más violento de los dos le disparó dos veces en el pecho -a quemarropa y con una magnum 44 sin silenciador- pero las balas eran mucho más débiles que Harry y, apenas le rozaron el pecho, cayeron al suelo mortalmente heridas. Recorría las calles a bordo de su taxi recogiendo gente desesperada a esas horas en las que el trasporte público sólo existe en la mente calenturienta de los gobernantes y en la publicidad institucional. Así se fue haciendo un justiciero solitario. Leía el Quijote en sus tiempos muertos y se fue convirtiendo, poco a poco, en un caballero rodante.


Un día se enfrentó a los semáforos, metralleta en mano, creyendo que eran ogros sin ley y en otra ocasión atacó a un grupo de peatones que cruzaban un paso-cebra porque los había confundido con las huestes de Osama Ben Laden. Aunque Harry también derrochaba generosidades entre los menesterosos que pululaban por los rincones miserables de la ciudad. En realidad, le perdía más aquella solidaridad obsesiva que practicaba con el mundo marginal que su justiciero empeño en acabar con la escoria urbana. Su esposa se lo explicó claramente al juez, en su despacho, cuando éste citó a ambos para dar curso y trámite a la demanda de divorcio que ella había presentado.

- No puedo más, Señoría. Estoy harta de que todas las noches llegue a casa con el sobre de la recaudación medio vacío porque se ha dejado la otra mitad intentando reparar todas las injusticias del mundo que se le cruzan por la calle.

Sergio Coello

domingo, 11 de abril de 2010

UN RELOJ, UN COCHE Y UNA MUJER

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La Tierra, como la luna, tiene también dos caras. Los ciudadanos normales –esos que cenan una ensalada con mozzarela delante de la televisión, después se limpian los dientes con hilo de seda antes de dormir y vuelven al trabajo a la mañana siguiente– viven en la cara iluminada de nuestro planeta. Puede que no salgan jamás en el libro Guiness de los records pero sin ellos, posiblemente, la parte de la humanidad que camina de pie se derrumbaría a los pocos segundos. Cumplir bien esa misión –una tarea que consta habitualmente de más deberes que derechos– exige saber que uno no vive en el mejor de los mundos pero ha optado por caminar hacia adelante como si el Mal, con eme mayúscula, no existiera. Si Marco Antonio hubiera sido menos demagogo se lo habría aclarado a los romanos delante del cadáver ensangrentado de Julio César:

-“Bruto sólo es un hombre honrado que ha tenido mala suerte.”


Uno se alegra tanto de que estas gentes sean lo que parecen, héroes anónimos y cotidianos, como de que no les haya tocado vivir en la cara oculta de la Tierra, la que se rige por la ley del silencio. Algunas películas como Terciopelo azul, de David Lynch, hablaban de esto. De que cualquier tipo decente puede considerarse relativamente feliz y a salvo mientras se mantenga al margen de ciertas áreas oscuras y peligrosas a las que más nos vale no asomarnos jamás. Se trata de territorios en los que impera el reglamento de las bocas cerradas -“no sepas; y si llegas a saber, calla para seguir viviendo”- y de la que sospecho que come más de la quinta parte de la Humanidad. Me temo que a las peores alcantarillas se accede desde atarjeas secretas situadas en la última planta de unas torres de acero y cristal que mueven millones de dólares y euros. No me parecen inverosímiles esos rumores que apuntan a que hay inmensas plantaciones colombianas en las que se cosechan a un tiempo la coca y los sicarios asesinos que todavía no han cumplido los trece años. Cualquiera de nosotros podría contar que ha visto en la televisión mujeres preñadas de dinamita jurando que parirán su matanza, dentro de unos meses, en un algún lugar concurrido de occidente. En todos estos sitios, más reales que imaginarios, –y que la gente normal ignora necesariamente para seguir caminando– sólo hay un salvoconducto que garantice la libertad de los movimientos respiratorios. Me refiero a la vieja contraseña “en boca cerrada no entras moscas”.

Me ha venido toda esta larga reflexión a la mente al enterarme de que la norteamericana Marjorie Alexander apareció hace tiempo con las uñas y los labios tan morados y tan fríos, como el licor Parfait d’amour. Recuerdo que me lo contó una tarde de perros la teniente de detectives Susan Spencer:
- “Bueno, todo es relativo si consideramos que para cualquier mujer la cianosis como consecuencia de una muerte por asfixia no deja de ser una manera más barata de maquillarse los labios y las uñas por última vez”.

A Marjorie la había encontrado la policía de Long Island con una bolsa de plástico en la cabeza, casi helada; como esas lubinas que cubre el hielo picado sobre el mostrador de las pocas pescaderías que todavía huelen a mar. La pobre chica estaba dentro de una habitación alquilada, en uno de esos moteles de carretera atendidos por personal de servicio que es experto en cerrar los ojos y taparse los oídos al segundo siguiente de cobrar una semana por adelantado. Únicamente se me ocurre otra manera peor que la de morir solo: hacerlo en compañía de tus propios asesinos, tal como le sucedió a Marjorie, a los pocos días de confesar en un programa de televisión que ella había sido la amante secreta del mafioso John Gotti. John tenía una esposa, un hijo víctima de una enfermedad rara y cruel y una condena encima de dos años en la cárcel desde que resultara probado ante un tribunal su intento de extorsión al actor de cine Steven Segal. La estrella de los trompazos no actuaba igual en la calle que en la pantalla y en lugar de romperle las estructuras al gángster prefirió recurrir al pacífico estado de
derecho.


Marjorie Alexander no había hecho caso de las amenazas previas, disfrazadas de consejos, que le habían dado. Sin ser una mujer fatal cometió dos errores que resultaron fatales para ella. El primero fue enamorarse del tipo equivocado. El segundo, confesarlo públicamente en la televisión como si ella fuera la “legítima”. De acuerdo, lo que hace una chica normal a los diez minutos de que la haya besado el hombre de su vida es contarle por el móvil a su mejor amiga, con todo lujo de detalles, lo que ha sentido durante ese medio minuto húmedo y prodigioso. Pero Marjorie debería saber que una cadena de televisión no entiende de amistades sino de índices de audiencia y es incapaz de guardarle ningún secreto a nadie. Uno no puede tomar el ticket de entrada a una autopista tenebrosa y olvidarse luego del pago del peaje a la salida. Para el hermano pequeño de un miembro de la mafia como John Gotti, Marjorie no era nada más que uno de esos tres primeros objetos de deseo -“un reloj, un coche y una mujer”- a los que aspira todo matón que se precie cuando está empezando la carrera. Así que el día en que ella entornó los ojos para que la abrazara ese fulano -que probablemente había aprendido a conducir de niño entre las lápidas de los cementerios- estaba jurando con sus largas pestañas abatidas, aun sin saberlo, que permanecería muda de amor hasta que terminase el Juicio Final por lo menos.



Aprendí todo esto de Vic Castelano después de que él cumpliera su deuda con la sociedad en la durísima prisión de Hellhouse, estado de Illinois. Muchos años antes, Vic se había entregado voluntariamente a la justicia tras abandonar un negocio en el que cada contrato se firmaba en la trastienda de un restaurante de lujo, sobre manteles que se manchaban más veces de sangre que de salsa o de vino. Una noche estábamos él y yo frente a frente, acodados sobre la barra del Hurricane club de Miami, que es donde se sirven los mejores dry martinis del golfo de Florida, y le comenté que se le notaba mucho en bulto sospechoso bajo la chaqueta, junto al costado.

- “Sólo es aire” - me dijo Vic - “El hueco que deja la pistola es así. Aunque la cárcel te haya reconvertido en un ángel, ya no hay plancha que pueda rehabilitar esa deformación en tus trajes. El mundo del que procedo, muchacho, es muy limitado. Sólo tiene dos puntos cardinales: la ley del silencio y la bolsa de plástico en la cabeza.


Sergio Coello