lunes, 20 de septiembre de 2010

Cuestión de estilo

El estilo es lo único verdaderamente nuestro de cuanto tenemos. Todo lo demás es herencia, intercambio mercantil, adorno cultural o impostura. Claro que corren tiempos en los que el estilo personal empieza a ser un estorbo porque hemos bajado mucho el listón. Sinceramente, creo que el nivel de elegancia moral mínima exigible a cada uno de nosotros ha caído en picado en los últimos treinta años. Tanto, que a lo de atropellar a un anciano en un paso de cebra, derrochando juventud y velocidad, ya no se le llama accidente sino “una forma alternativa de reforzar el contacto entre generaciones”. Conozco a más de uno ─y una─ para quienes la buena educación es el veneno y la grosería su antídoto.

Admitámoslo; hubo una época en que todo el que tenía algo que decir, incluidos los que permanecían emboscados en la cara oscura de la sociedad, no descuidaban el estilo. Fuera de la gente limpia y decente, pobre pero honrada, el estilo era sagrado para tocar jazz, para cazar pumas en el Amazonas o para sostener con dignidad la propia miseria mendicante del santo inocente en una de esas fincas extremeñas que son propiedad de un aristócrata, vago, reaccionario y residente en Madrid. Putas, mafiosos, poetas malditos y locos; todos ellos lucían esa especie de dandismo ─no precisamente indumentario─ que nos permite distinguir entre las alimañas con sombrero y los villanos con razones que nuestro corazón sí entiende. Por eso fue posible que en los Campos Elíseos de entreguerras a cualquier mendigo se le confundiera con un Gran Gatsby pasado de rosca con la absenta. Ya saben, tipos nacidos en cunas con dosel, pero tan hartos de su linaje que lo único que les importaba de las fiestas privadas era el agrio epílogo de la resaca. Quién sabe si como lavadero de cierta mala conciencia prestada. O adquirida de rebote. Es lo que tienen los chicos malos procedentes de buena familia; que se arrepienten en diferido de todo aquello de lo que sus progenitores se han sentido orgullosos en directo a lo largo de su vida.

Sé que no resulta fácil definir la elegancia moral de la que estoy hablando. Podría decirse que es una suerte de distinción espiritual; llámenlo valores, si quieren; aunque se trate de unos valores que combinan bastante mejor con la desolación, la estrella de sheriff y el revólver al cinto de Gary Cooper en Solo ante el peligro ─un héroe capaz de debatirse entre el miedo a la muerte y la responsabilidad ante el cargo─ que con cualquiera de estas modernas perchas de carne y hueso envueltas en Armani que reciben premios a su trayectoria triunfal sobre un escenario. O sobre las espaldas dobladas de los de abajo.

Aunque lo peor es cuando confundimos el lujo con la elegancia. Pienso en esos críos de Sierra Leona que reciben un fusil como chupete para que vayan matando el hambre mientras les crece entre las ingles una líbido de botín de guerra. La televisión acostumbra a mostrar sus carnicerías a la hora justa de la cena, para que ésta nos siente fatal. Pero a mí me revuelven el estómago muchísimo más todos esos aventureros financiados que ganan premios pulitzer disparando su cámara con teleobjetivo contra el corazón desangrado de África, desde la barra del bar de un hotel de cinco estrellas de Freetown. Esas fotografías galardonadas son magníficas; en una de ellas puede ver una vez, en primer plano, a un enjambre de moscas revoloteando sobre la calavera superviviente de un anciano fosilizado o sobre el sexo sin vida de una niña mutilada por el hechicero de turno, no estoy seguro. Eso si, recuerdo perfectamente que la foto había conquistado la portada de la revista Nacional Geographic.

Ya digo, cuestión de estilo. De muy mal estilo.


SERGIO COELLO

domingo, 5 de septiembre de 2010

Hola Barbie

HOLA, BARBIE

Hay hombres que siguen siendo esos seres ingenuos que hoy mismo le pagarían un millón de dólares a un trilero de la Gran Vía por un cuadro de Picasso con la pintura todavía fresca. Fulanos a los que les resulta más fácil entendérselas con la pila de una muñeca hinchable que con el corazón de una mujer. La gente suele considerarlos tipos raros, varones enfermizamente tímidos que viven encerrados en sí mismos, como si estuvieran convencidos de que la Biblia miente y la verdadera mujer creada por Dios ─para que el hombre no se sintiera solo─ no fue Eva sino la serpiente. Así que ellos prefieren pasar la vida echándole una interminable partida de ajedrez a su propia sombra. Pero como la ciencia piensa en todo, la tecnología del plástico acudió hace tiempo en ayuda de ellos. Una vez conocí a uno que estaba ingresado en una institución psiquiátrica. Desde que tenía uso de razón recordaba haber recelado siempre de la mujer, en general. De todas. No le atraían nada los hombres pero era tal el rechazo que sentía hacia las chicas que llegó a embarcarse en una larga batalla legal para que la justicia le permitiera casarse con una incubadora. Fracasó.

-“En la vida real sólo existen mujeres fatales. ─ Me dijo una vez ─ Ya sabes, en cuanto huelen tu dinero apuntan con sus labios a tu boca pero disparan sus manos a tu cartera”.

Tras gastarse toda su fortuna en abogados y perder los dos juicios ─el legal y suyo propio─ le sometieron a varias sesiones de electroshocks, que únicamente sirvieron para reafirmarle en sus convicciones.

-“Fui un ingenuo pensando que podría ganar aquel pleito ─ me siguió contando mientras se espantaba moscas imaginarias de la cabeza ─ Un hombre solo jamás podrá vencer esta conspiración universal. El juez que me correspondió era mujer. Y la psiquiatra que me ve una vez a la semana. Hasta ese gorila gigante que me inyecta láudano ─para que al anochecer se me llene la cabeza de niebla─ es otra de ellas, disfrazada de macho. He pensado en fugarme pero para hacerlo tengo que seguir pasando por el aro; me refiero a que la ventana por la que he de saltar, la cuerda para descolgarme y la puerta que da a la calle también pertenecen al género femenino. Incluso a la muerte se le da tratamiento de dama.”

La mayoría de los hombres saben ─sabemos─ que, en realidad, nosotros no somos más que mujeres mal hechas y eso explica cierta prevención masculina ante ellas. Quizá sólo se trate, en el fondo, de simple autodefensa; la que todo ser débil exhibe ante el fuerte cuando se cruza con él en una acera estrecha. Claro a pesar de tanto debate sobre los diferentes modelos de matrimonio nadie se acuerda de esas parejas de hecho compuestas por un hombre de color gris-soledad y una muñeca de plástico que lleva una pila recargable por corazón. Ciudadanos corrientes, respetuosos con la ley, que guardan tras la puerta un secreto doméstico con las medidas de Barbie a escala natural. Ellos le han entregado su corazón porque suponen que con el paso del tiempo sólo se volverán indiferentes o pasivas cuando decaiga su vitalidad alcalina de quita y pon. Al fin y al cabo, esa muñeca llegó hasta ellos doblada como una camisa y, gracias a un fuelle fácil de manejar, se transformó en una mujer complaciente de sedosa piel de látex para siempre. Y con la ventaja añadida de que en la intimidad le podrán susurrar palabras tiernas u obscenidades sin que se parta de risa o se cabree.

Sergio Coello