viernes, 26 de junio de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (I)

(Basta recorrer un par de países de ese continente situado al sur del sur, como es mi caso, para averiguar que el famoso “veneno de África” existe. Y que uno lo toma sin saber cómo. Tal vez lo contagie el aire, la luz o el alma de aquellas gentes. Todas las películas de aventuras con sus Tarzanes, leones y desiertos que vimos de niños, todos aquellos libros que nos hicieron soñar en nuestra juventud con que algún día llegaríamos a mirar el mundo desde las Montañas de la Luna o saber estar a la elegante altura de los watusi, no son el antídoto contra esa pócima. Al contrario, se trata de medicamentos contraindicados para librarse de esa enfermedad llamada “síndrome de amor a África”.
Uno se viste de turista occidental, se presenta allí con una cámara digital colgada de la cintura –como una pistola– y, tarde o temprano, acaba encontrándose de golpe con mundos que nada tienen que ver con el nuestro. Sin embargo, lo asombroso es que esos mundos están llenos de seres humanos y cada uno de ellos lleva dentro aquel otro que todavía seguimos siendo.)

MEMORIAS DE ÁFRICA

Betty-Sue se enamoró de Andy la primera vez que éste le habló de África. Quedó fascinada cuando él le detalló las sensaciones que tuvo la primera vez que pisó aquella tierra con aspecto de virgen violada. Cómo notó enseguida el perfume de los bosques de cedros que hay al pie del Gran Atlas -entre Fez y Beni Mellal- mientras oía el bisbiseo de los viejos espías en los cafés de Tánger y el tam tam de los mau mau atronando los poblados kikuyos de Kenia.

Y cuando le dijo que antes de poner el pie sobre la rampa de salida del aeropuerto ya sabía que ésta sería dura y helada -como esa nieve perpetua que hay en el último tramo de las laderas del Kilimanjaro- hasta el punto de que tuvo que agarrarse a sí mismo para no caerse.

Bueno, y para que no se le rompieran los recuerdos que llenaban la mochila de su memoria, de tantos lugares africanos en los que no había estado jamás. También le contó que el tesoro más apreciado lo llevaba él encima: un par de docenas de bolígrafos Bic que había echado dentro del macuto para esos niños que corretean entre los zocos azules montados por los tuareg al aire libre, en el umbral adunado que hay tras las gargantas del Todra.

Sabía que a aquellos críos les gustaba trazar con ellos rayas tan largas como el río Congo. De su primera lágrima tuvo la culpa alguna mota de arena escapada de esa extraña protección que el cielo ejerce sobre el desierto del Sáhara.




Betty-Sue sintió un escalofrío cuando Andy le confesó que, durante su primer viaje a África, en menos de diez segundos vio pasar ante sus ojos el último tren a Katanga, la sabana ya sin leones que hay más allá de Mombasa, el inmenso cráter del Ngorongoro -en el que cabía dentro París entero con su Moulin Rouge y todo- y hasta una mujer rubia y nórdica con la cabeza llena de champú que estaba sentada a la sombra de una acacia iluminada por la luna.

Incluso le confesó que había acabado mezclándose con los fellah egipcios recién llegados a El Cairo, esos que hacen sus chabolas dentro de tumbas de cementerio, mientras coros de muchachas bereberes entonan unas canciones-alarido que dan y miedo y seguridad al mismo tiempo. Por último, le dijo que tuvo que separar a un par de mocosos de Sierra Leona cuando boxeaban entre ellos con los muñones porque otros niños -también mercenarios- les habían cortado antes las manos, durante la última guerra civil.


Aunque lo que más sedujo a Betty-Sue fue lo último que le contó Andy sobre África: - “¿Sabes una cosa, pequeña? No movería un solo dedo para recoger los míticos diamantes que habrá esparcido el tiempo entre tanto esqueleto de aventurero cuya codicia quedó enterrada en el fondo de las minas del rey Salomón. Pero, te lo juro, sería capaz de beberme entero el lago Tanganika, a cambio de una sola cosa: convertirme yo mismo en la silla bajo el porche que aparecía en la película Mogambo.

Ya sabes, aquella sobre la que Ava Gardner sentaba su soledad, al anochecer, con un güisqui sin hielo en una mano y el cigarrillo levemente manchado de carmín en la otra.”
Sergio Coello

lunes, 15 de junio de 2009

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos XVII y XVIII.

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CAPITULO XVII. LA MÁQUINA DE TRIUNFAR

Tengo la impresión de que alcanzar el éxito sin pasar antes por el menor esfuerzo para conseguirlo se ha convertido en el único objetivo de demasiada gente. Claro que antes nos deberíamos poner de acuerdo en definir qué es exactamente el éxito. Me temo que somos minoría los que estamos de acuerdo con la definición que me dio una noche Mike Guffin. Mientras mirábamos la figura de la actriz retirada Blanche Anderson pasear sobre el césped del jardín del Paradise igual que lo hacen las figuras del pintor Pierre Auguste Renoir dentro de sus cuadros, me dijo Mike:
-“El éxito consiste en esbozar más veces la sonrisa que fruncir el ceño, ganarse el respeto de adultos inteligentes y el afecto de los niños, conseguir un lugar aceptable en la lista de opiniones honradas y soportar la traición de los falsos amigos sin descomponer la figura. El éxito también consiste en apreciar la belleza, encontrar lo mejor en los demás, ayudar al débil a que sea más fuerte cada día y dejar el mundo un poco más presentable de como te lo encontraste, ya sea con un hijo, un huerto o unas palabras escritas que no se pudran a la mañana siguiente. En fin; ya sabes, estar seguro de por lo menos alguien ha respirado más fácilmente porque tú has vivido. Eso es tener éxito. Lo que quiero decir, muchacho, es que si no eres nadie sin una medalla, con un par de ellas sigues sin serlo.”

Para Mike Guffin la vida se reducía a tener claro tres cosas: El agua moja, el cielo es azul y las mujeres tienen secretos. Sin embargo, el botones Andy, hijo bastardo del gángster Matone, discreparía radicalmente de esas ideas. Nunca le escuché decir qué entendía por triunfo pero de la mañana a la noche todo lo que hacía era demostrar que estaba en otra onda mucho más corta. Quizá en una onda sin curvas para recorrer en menos tiempo la distancia que hay entre esos dos puntos que son la nada y el todo. Andy no hablaba, emitía sentencias como si en lugar de lengua tuviese un látigo dentro de la boca Para este chico la vida era una enfermedad de transmisión sexual y soñar no costaba nada, lo duro era levantarse. Estoy convencido de que con el paso del tiempo Andy llegaría a ser uno de esos tipos para los que la maldad no es más que un punto de vista. Recuerdo que un día me dijo:
-“No es verdad que no se pueda vivir del aire. Si eres suficientemente listo resulta sencillo. Sin ir más lejos, ahí tiene usted a los fabricantes de aparatos climatizadores. ¿Amigos, dice usted? yo no tengo ninguno. Si tuviera un amigo le querría como a un hermano, Como Caín a Abel, por ejemplo.”

Su lío con Roxie, la joven amante de su padre, iba a más y creo que éste lo sabía pero hacía la vista gorda para no añadir sufrimiento al mal trago de sus últimos días. Nunca tuve la certeza absoluta de que Roxie fuera tan simple como aparentaba. Era una de esas chicas que cada vez que te dicen que apagues el interruptor de la luz de la habitación porque eso es demasiado difícil para ella, a ti te asalta la duda de si estará buscándote la espalda para darse el gustazo de perdonarte la vida o sólo quiere asegurarse de que el mundo no ha ido para atrás, cuando la luz eléctrica aún no estaba inventada. Frank Matone se conformaba con esa mezcla de bálsamos estupefacientes y eróticos que Roxie Ball le restregaba por el cuerpo en las horas bajas. Para aquel anciano enamorado de la veinteañera rubia su único consuelo era seguir disfrutando de las seiscientas sonrisas distintas que ella tenía porque, como decía Frank, le iluminaban la poca vida que le quedaba pendiente con la muerte. La comida en el Paradise estaba a años luz de esos menús modernos en los que lo único contundente es el precio porque todo lo demás se compone de efluvios y descripciones artificiosamente alargadas. Sin embargo, el ex-jefe de Mike empezaba a perder incluso el apetito. Un día, mientras nos servían arenques finlandeses a la parrilla salpicados de caviar Arian d’or, dijo Frank:
-“El drama personal también está en vivir cuando ya no existe todo aquello que comíamos de pequeños“.
Quedaban lejos los tiempos en los que ese padrino tenía unos nervios tan templados que a la hora de dormir las ovejas le contaban a él para relajarse y descansar. Se decía que unos meses antes, el día que llegó el veterano periodista Paul Gallagher al Paradise, éste entró por error en la habitación del gángster y le reconoció al instante:
-“No se preocupe, señor Matone, soy periodista pero me he salido del cuarto poder.”
Frank no se imputó y le dio una réplica a la misma altura.
-“Amigo periodista, también yo me he retirado así que usted tampoco corre peligro de no poder salir de este cuarto.”

Marion Barnes, la jefa de servicio del hotel, también tenía su propia idea del éxito. No era exactamente la misma de Mike, con quien había tenido un asunto de corazón y sexo que duró lo que duró. Se conocieron en el pasado, cuando casi todo era de otra manera. Ella creía que había alcanzado el triunfo porque se había convertido en la bailarina favorita de los clientes del Pasadena Club. Sin embargo, el que triunfaba realmente era el encargado del local donde ella se desnudaba cada noche bailando ¡Yes, yes!¡My, my! de Louis Armstrong. Aquel encargado estaba robando a manos llenas al dueño del Pasadena que no se enteraba de nada porque era un empresario a la vieja usanza, de los que creían que es una buena mezcla juntar la amistad con los negocios. El encargado era un tipo de esos que en un cruce giran el coche a la izquierda y a la derecha con una sola maniobra de volante. Marion me contó que hizo obras en la taquilla del local para que sirviera de confesionario a los clientes que se arrepentían a la salida. También me dijo algo sobre su vieja historia con Mike:
-“Creo que el éxito para una mujer es encontrar al hombre de su vida y yo encontré a Mike. Lo malo es que el amor es un año de llamas y treinta de cenizas. Por eso la vida debe incluir un buen puñado de locuras, para que no se reduzca todo a cuatro toneladas de lunes. Los dos teníamos menos de treinta cuando nos conocimos. Yo era la reina del Pasadena y él llegó desde Chicago a Nueva York con un cerebro como el de Aristóteles y un cuerpo como el pecado mortal. ¿Sabes una cosa? A la media hora de conocernos, ya habíamos destrozado el sexto mandamiento en mi camerino.”


CAPITULO XVIII . LA PENÚLTIMA PÁGINA


En contra de lo que se piensa, para que exista la muerte en este mundo nuestro al que llamamos civilizado no basta con que haya un cadáver. También hacen falta un médico que certifique la defunción, un funcionario del juzgado que la registre, un tanatorio con una sala en la que apenas caben los allegados del fallecido y un horno, un agujero en la tierra o un archivo de ladrillo y loseta para zanjar definitivamente el asunto. La muerte, ya digo, es un acto social controlado por el sistema aunque nosotros echemos la culpa al azar de casi todo lo que sucede en ese funeral donde uno vuelve encontrarse gente con la que no cruzaba palabra desde hacía años.
Cuando murió el gángster Frank Matone en el Paradise no hubo nada de eso. Se despidió de los amigos con unas palabras que resumían su vida. Ya saben, la historia de uno de esos tipos capaz de descerrajar la puerta de un castillo de un vistazo. A Frank no habían conseguido vencerle las leyes reformadas por los políticos ni el odio acumulado de sus enemigos; lo hizo un bultito del tamaño de una nuez que le fue minando todo lo que tenía detrás de la pelvis. Recuerdo que en la hora final, aquel padrino moribundo miró a Guffin con unos ojos escarchados que delataban su agradecimiento por la sobredosis de morfina administrada a petición suya y con un hilo de voz dijo a Mike:
- “Siempre me he preguntado por qué se utilizan agujas esterilizadas para administrar la inyección letal a los condenados a muerte. No vale la pena prolongar esto. No tenéis idea de lo mal que sabe el agua cuando se toma por prescripción facultativa. Adiós, amigos; creo que esta cuesta tendré que subirla bajándola marcha atrás.”

A los poetas les gusta escribir sobre la muerte porque eso forma parte de la única vida que se nos ofrece a la Humanidad. Si hubiera muchos mundos compitiendo entre sí, cada uno ofreciéndonos vidas y leyes naturales diferentes, es bastante probable que los poetas dejasen de escribir poesía para hacer zapping. Resultó evidente que el capo Matone no quiso prolongar una clase de existencia que le hace a uno más débil cuando más fuerzas necesita para seguir viviendo. Lo menos frecuente en este mundo es vivir; la mayoría de la gente existe, sin más. Así que, a su manera, Matone vivió el tiempo que le fue posible. Si decidió apagar el televisor de su vida es porque ese aparato ya sólo le mostraba la carta de ajuste, igual que un espejo. Si a quien no ha escuchado mejor música que el ruido de los camiones de la basura le ofrecen el sonsonete ratonero de “Los pajaritos” creerá que le está invadiendo los oídos la Quinta Sinfonía de Beethoven o ese milagro de Glenn Miller llamado In the moode que hacía bailar a las estatuas. Seguramente por eso también nos queremos tanto a nosotros mismos, porque es lo que somos y no hay alternativa. Incluso un enemigo público de la sociedad como Matone tenía principios. Una vez me comentó:
-“Yo nunca olvido una promesa y a veces incluso las cumplo.”

En cambio, la joven Roxie Ball fue al entierro de su protector vestida de novia porque se casaba con Andy una hora después del sepelio. Antes de que se enfriara el cadáver, el botones del Paradise le pidió a la que había sido amante de su padre que se casara con él. Al tiempo, por supuesto, que enrollaba en el dedo anular de la mano derecha de la rubia explosiva -como alianza de compromiso- el testamento que le hacía heredero universal de la fortuna de su progenitor. Aquella pareja de veinteañeros eran ya de otro mundo, no sé si peor que el nuestro. Un mundo en el que las reglas sobreentendidas ya no sirven. Poco antes de despedirse del Paradise, el propio Andy me dejó bastante claro cuál sería su norma de conducta a partir de entonces:
- “Creo que Roxie y yo nunca tendremos descendencia. Es lo más sensato. Me temo que si tuviéramos un hijo, Roxie sólo podría quererlo como amigo. En cuanto a mí, ya sabes, sería esa clase de padre capaz de regalar a su bebé, como primeros juguetes para la bañera, un flotador de plomo y un caimán.”

Roger Brown, el pianista negro, había escuchado la conversación y más tarde, a solas, me comentó:
-“¿Sabes una cosa? Dejé el juego porque tipos como ese chico me convencieron de que la verdadera primera regla del póquer es que una pistola cargada gana a cuatro ases y un comodín.”
El recepcionista Peter Ngu, que era igualmente joven, aguantó con elegancia su primer desengaño amoroso con Roxie Ball, aquella ambición rubia que en lugar de corazón tenía una caja registradora. Salió ganando, aunque él no lo supiera entonces. Sin duda es un error sacar conclusiones generales sobre los jóvenes. También sobre cualquier generación. Salvando las distancias, todos los huéspedes fijos del Paradise pertenecían a la misma vieja estirpe de Matone. Hombres y mujeres que habían descubierto que el pasado es como la sombra; si le huyes, te sigue y si le buscas para reencontrarte con él, se esconde donde no puedas localizarle. Paul Gallagher -el periodista retirado de escribir sobre un mundo al que, al final, decidió regresar también- me hizo comprender que los nacionalismos son una excusa. Poco antes de despedirse para volver a su tierra en compañía de la cantante Melody Marker, me dijo:
- “No conozco a nadie que de verdad extrañe su país; lo que echamos de menos es la casa donde nacimos y el barrio donde jugamos de niños. La patria es un invento de los políticos y ya sabes lo que opino de los políticos, nada. Amigo, he comprobado que cada vez que intentaba ser imparcial con el poder y la oposición. la gente decía que yo estaba sobornado por las dos partes.”

Mike Guffin y Marion Barnes volvieron a compartir algo más que el pasado. En mi último día de estancia en el Paradise oí por primera y única vez hablar al misterioso Slater que ya había trasladado todo su equipaje -un cepillo de dientes- a la habitación de la actriz Blanche Anderson.
-“Disculpe que no le haya dirigido la palabra hasta ahora pero es que soy de los que prefieren no saber qué opina la gente de cualquier cosa. Cuando me retiré de la mala vida que llevaba, tuve que ir al psiquiatra y me dijo que me estaba volviendo loco. Como yo insistí en que me gustaría conocer una segunda opinión ¿sabe lo comentó?
-“De acuerdo, señor Slater, le daré una segunda opinión: también es usted feo.”



FIN “HUÉSPEDES EN EL PARAÍSO”

martes, 9 de junio de 2009

Quince portazos por hora

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Dicen las estadísticas que en España, últimamente, se rompe un matrimonio cada cuatro minutos. A mí -que no he pasado nunca por ese trance aunque estoy rodeado de amigos que sí- me parece mucha velocidad. En números redondos eso sale como a quince rupturas por hora.


Demasiados portazos definitivos en sentido metafórico, se entiende. Y, a veces, no tan metafórico. Doy por sentado que de las estadísticas uno sólo debe creerse lo que ocultan. Las estadísticas no están hechas para que los ciudadanos sepan lo que piensan de sí mismos sino para que muerdan el anzuelo de preguntas estúpidas y caigan desnudos de cuerpo y alma, como los peces engañados, en la calculada cesta pescadora de los políticos. Claro que no es mentira que los juzgados andan atascados con demandas de separación y que, ya lo dijo Groucho Marx, la principal causa de divorcio es el matrimonio.


Hace años, el matrimonio no era sólo un compromiso nacido del amor y el deseo o de la voluntad de las respectivas familias de sumar patrimonios. También era un camino, una carreta, un yugo para dos y una carga compartida que crecía con el paso del tiempo conforme iban disminuyendo las respectivas fuerzas. Hoy las cosas son de otra manera. Para empezar, los enamorados llegan muy prevenidos, armados hasta los dientes de sentencias verbales a su favor. Tal vez esta crisis del matrimonio actual tenga mucho que ver con el cambio de papeles de mujeres y hombres en la nueva película de la vida. Desde los tiempos de Eva las mujeres han sido más valientes que los hombres, sólo que lo disimulaban. Ya no. Ahora le disputan al macho el papel protagonista y en las pruebas del casting son capaces de llegar mucho más lejos que ellos.

Yo conocí un caso muy ilustrativo a este respecto. Se llamaba Sandy y era una chica de pasado tormentoso. Me contaron que, nada más nacer, el médico le dijo a su madre:
-“La niña ha nacido sana, sin infecciones ni defecto físico alguno pero viene cargada de antecedentes penales. Antes de inscribirla en el registro civil, creo que debería presentarla usted en la comisaría del distrito.”


Para cualquier hombre normal compartir con Sandy la vida hubiera sido algo así como conducir un árbol plantado en el carril de en medio de la Autopista 66. Sandy decía que el hombre que aspirase a vivir con ella tenía que demostrar antes que no era un pusilánime. Que, a una señal suya, tendría que saber lanzarse al vacío desde la azotea del Empire State usando como paracaídas el sombrero que llevaba puesto Bogart en El halcón maltés. Una noche me confesó:
-“Yo necesito a mi lado a un tipo que no le tiemble el pulso a la hora de darme fuego cuando estemos tomando juntos un baño de gasolina. Los hombres normales llamáis por teléfono a vuestra esposa para decirle que tardareis un par de segundos más en regresar a casa porque en el camino de vuelta os habéis encontrado con un charco imprevisto y no tendréis más remedio que rodearle. No sois mi tipo ni creo que yo os convenga tampoco. Aunque sois ideales para esas buenas chicas como Dios manda: Ya sabes, las que jamás olvidan pedir permiso a su conciencia antes de aceptarle una copa al compañero de trabajo que les produce un poco de morbo. No tengo nada en contra de esa clase de mujeres pero yo nunca pertenecí a su clan. Y lo comprendo. Somos de mundos diferentes. Cualquiera de ellas consideraría un gesto de valor dejarse desabrochado el segundo botón de la blusa empezando por arriba antes de abrirle la puerta al cobrador de la funeraria y yo, qué quieres que te diga, soy capaz de resucitar a un muerto con un buen pellizco en el sitio justo.”

Sandy, sin saberlo, anunciaba en buena medida la llegada de esta mujer del siglo veintiuno que desconcierta al hombre de los veinte siglos anteriores. Era fascinante pero esa fascinación procedía de su secreto. Porque el secreto es el mejor talismán para mantener amarrado a cualquier hombre durante un par de décadas como mínimo.


Aunque, bien mirado, cualquier mujer puede ser fascinante si se lo propone. Lo único que necesita es una barra de labios y un poco de misterio, esa alambrada de gestos que proteja algún rincón de su alma en el que nadie entre a husmear jamás. Y ensayar un poco para ser capaz de lanzarle al hombre que le gusta un par de miradas inquietantes durante la primera media hora de conversación. Con esas tres cosas cualquier mujer no tendría por qué envidiar ni a Ava Gardner en La condesa descalza. Si la mirada de una mujer deja sembrada en tu cabeza la semilla de la duda, ya lleva muchísimo terreno ganado contigo. Basta con que sea lo suficientemente sexy y ambigua como para que, al despedirse de ti, no te haya dejado claro si estuvo invitándote sin palabras y por adelantado a tomar la última copa de la noche en su apartamento o sugiriéndote que la echaras una mano para ocultar un cadáver. Lo único que le hace perder a un hombre su fascinación por la mujer que tanto le gustaba antes es esa maldita carcoma del paso del tiempo, el agusanado óxido de la rutina. Ambas cosas consiguen, tarde o temprano, que cualquiera de los dos acabe conociendo del otro, incluso de memoria, hasta los matices del sonido de su pis en el cuarto de baño.


Sergio Coello

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos XV y XVI.

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Capítulo XV. EL ARTE DE MENTIR

Cuando Mike Guffin contrató a la cantante Melody Marker para que amenizara las veladas nocturnas en el bar-club de su hotel -el Paradise- le dejó las cosas bastante claras desde el primer momento. Mike la sentó frente a la mesa de su despacho y le dijo:
-“Encanto, los dos sabemos que con esa voz que te queda ya sólo podrías pregonar pescado por señas. A mí eso no me importa. Tienes algo valioso que, desgraciadamente, ya no se lleva; una mirada llena de estilo. Corren tiempos en los que priman los eructos a bocajarro como forma de saludo y la patada a la luna de los escaparates es el método más utilizado hoy en día para ligar con las maniquíes. Sin embargo, he vivido lo suficiente para saber que la mentira es una profesión artística y yo carezco de aptitudes para el arte. Te seré franco, creo que los clientes de mi local disfrutarán con esa música que llevas en los ojos mientras se dedican a lo importante, sus negocios y sus ligues.”
A Melody no le ofendió tanta franqueza. En realidad, estaba harta de oír exageraciones sobre la supuesta valía de su garganta. Precisamente, hacía poco tiempo que había ido a la consulta de un otorrinolaringólogo. Fue una mañana en que se despertó con la garganta muda, tras pasar la noche enterar fumando. En aquella época, el tiempo que le quedaba libre entre cigarrillo y cigarrillo lo mataba encendiendo otro. El médico, un tipo de aspecto limpio y alma pringosa, le dijo a Melody:
-“Señorita Marker, soy su más rendido admirador y me sé de memoria todas sus canciones. No se preocupe, su laringitis le hace más profunda la voz. Hasta María Callas sabía que el público no iba a la Ópera a escucharla a ella sino a lucir collares de perlas o relojes de oro, según el sexo. En cambio, usted seguirá cantando maravillosamente, incluso cuando ya sólo quede de su belleza ese hermoso esqueleto que la sostiene. Ah, olvídese de la factura por esta consulta. Me consideraré muy bien pagado si me dedica esta radiografía de sus cuerdas vocales.”

Aquellos halagos le parecieron a Melody Marker la gota que colmaba el vaso de la hipocresía. A su edad, no ignoraba que la mentira es uno de los pilares sobre los que se sustentan la mayor parte de las relaciones humanas pero ella tenía criterio, sentido de la medida. No le parecían de la misma gravedad una mentira piadosa y una promesa electoral imposible de cumplir. Desde ese instante decidió fijarle un límite a su capacidad de tolerancia para con la práctica del engaño. En realidad, todos los días escuchamos un buen puñado de mentiras repugnantes mezcladas con alguna verdad obvia. La digestión de esa macedonia agridulce es lo que nos obliga a repasar constantemente la lección primeriza de aquellos principios que nos inculcaron a través de la tetina del biberón. Quizá el secreto de ser adulto y sobrellevarlo consiste, precisamente, en aprender a comprimir las propias certezas en un mínimo indispensable para seguir haciendo pie en el suelo de la vida. A casi todo lo demás, que suelen ser dudas razonables, conviene aplicarles el viento de la libertad. Como me dijo una noche el viejo zorro del periodismo Paul Gallagher, que se había retirado de escribir pero no de pensar:
“- De todos los titulares que he creado en mi vida, del que más orgulloso estoy es de uno que apareció publicado en la primera página del Kansas Inquirer, durante la época en que fui su jefe de redacción. Recuerdo que decía: Gemelo suicida mata a su hermano por error. Nadie lo creyó aunque era cierto. ¿Sabes una cosa? En el Sarajevo sitiado durante el asfixiante julio de mil novecientos noventa y tres, descubrí una calle en la que había una iglesia católica que daba sombra a una mezquita y ésta, a su vez, también daba sombra a una sinagoga. Los periodistas debiéramos limitarnos a proteger del sol esas tres sombras.”
Por no respetar esa regla, la prensa está hoy a un paso de convertirse en puro marketing que vende ideología al peso. No busca la verdad, insiste el suficiente número de veces en el cuento que le parece más noticiable para hacerle verosímil y arrimar el ascua a su sardina. Sabemos que se escriben editoriales para convencernos de que la mejor manera de cruzar un foso lleno de cocodrilos es dar un par de saltos apoyando un pie en el vacío que queda en medio. Al fin y al cabo, los militares japoneses consiguieron convencer a los pilotos kamikazes de la necesidad de usar casco mientras volaban con sus aviones en dirección hacia objetivos mortales durante la Segunda Guerra Mundial. Se lo escuché decir una noche a Mike Guffin, mientras Roger Brown acariciaba su piano blanco con aquellos dedos negros de lanzar dados con lastre:
-“Desconfía del jefe que sonríe cuando todo está saliendo mal. Seguro que ya tiene pensado cambiar de mascota; su perro por algún chivo expiatorio.”

Sin duda, podemos reconocer ese puñado de certezas que nos rodean. Son escasas y con ellas uno no iría demasiado lejos. Digamos que es verdad que para reunir de nuevo a los Beatles harían falta otro cáncer y un disparo más, que la esterilidad no puede ser hereditaria y que aquel que ríe el último es porque no ha entendido el chiste. Después de todo, estamos llenos de defectos. Hay tipos que atraen a la mala suerte -conozco individuos tan gafes que morirían apuñalados durante un tiroteo- y fulanos tan torpes que parecen zurdos de las dos manos. Incluso se dan individuos tan despistados que están convencidos de que educación sexual es dar las gracias a la pareja después de hacer el amor con ella. Una vez me crucé con un tipo que reconocía haber sido vanidoso en el pasado pero como ya se consideraba totalmente curado de aquello porque había comprendido que no puede sentir vanidad y tipo como él, que era perfecto. Esa especie abunda entre los políticos. Especialmente, entre aquellos que cuando van en pareja podrían pasar por un par de chanclas para andar por casa. Da igual la derecha que la izquierda. Puede que exista el mago que haciendo un gesto logre que desaparezcan el hambre, la injusticia y la guerra pero es seguro que enseguida llegaría un gobernante capaz de hacer un gesto más poderoso aún para que desapareciera ese mago.

Con todo, lo peor -y lo mejor- de la vida son las dudas. De ellas están libres cuantos piensan con ese carné coronado de siglas o con la mano de comer pan sin que les haya sudado antes la frente. Alguien con un reloj sabe qué hora es, con dos relojes ya no estaría tan seguro. Mucho tiempo después de que el gángster Frank Matone me hiciera aquella pregunta en la mejor mesa del restaurante del Paradise -mientras comíamos acelgas con caviar, un antojo de aquel padrino moribundo- todavía estoy dudando de la respuesta correcta. Frank se limpió una perlita negra de la comisura de los labios con el pico de la servilleta y luego me preguntó:
-“Imagínate que eres un policía y detienes a un mimo como sospechoso de un asesinato, ¿crees que vale la pena gastar saliva en decirle que tiene derecho a guardar silencio?”


Capítulo XVI. BANDERAS DE PLOMO

En el Paradise se aprovechaba la madrugada para hablar de todo. Especialmente, en aquellas conversaciones tardías en las que casi siempre acababa saliendo a relucir el viejo asunto de las ilusiones perdidas. Después de que se hubiera apagado la música, y a esa hora en que entre el amor y la guerra los listos del mundo eligen hacer ambas cosas a la vez, los huéspedes fijos se quedaban solos alrededor de alguna mesa manchada con los restos de un buen festín. Ya saben, eso que los Savonarolas de hoy consideran huellas de un crimen por aquello de que mientras uno disfruta de una buena comida con los amigos medio mundo se anda muriendo de hambre. En el Paradise no se bebía para aceptar que la solución a ese problema no depende de media docena de comensales sin poder real. Ni siquiera para olvidar que hasta el hecho de tomar una copa empieza a estar mal visto por los talibanes de la salud. Yo creo que bebían para recordar aquellos lugares a los que soñaban llegar mientras eran jóvenes y las cunetas del camino donde se habían ido quedando varados treinta años después. Recuerdo que una tarde estábamos sentados en la terraza del jardín del Paradise el periodista Gallagher, la actriz retirada Blanche Anderson, Mike Guffin, el gángster Frank Matone y yo mismo. Apurábamos un trago alumbrado por los últimos rayos del sol que teñía de rojo un horizonte sin nubes ni montañas. De pronto, Mike repitió en voz alta aquellas palabras que dice uno de los personajes en la película Los profesionales mientras la dinamita madura lentamente entre las grietas del desfiladero:
-“Nos sumamos a la revolución porque tenemos fe, la abandonamos porque nos invade el desengaño, volvemos a ella porque nos sentimos perdidos y, finalmente, morimos porque es inevitable.”


Mike no había participado en ninguna revolución, salvo quizá esa revolución moral que consiste en andar por la vida a la misma lejana distancia de la teórica moral oficial y de la falta de ética generalizada que se practica habitualmente. Eso sí, antes de montar el Paradise estuvo moviéndose a su manera para que el mundo dejase de dar vueltas en contra de gente que había empezado desde cero como él. Desafió a la ley establecida, derramó sangre ajena -culpable e inocente, a partes iguales- y se escabulló de la policía mientras se enfrentaba con relativo éxito al capitalismo blindado de las cajas fuertes de los bancos. En ese sentido, no tenía nada que envidiar a las actividades del Che Guevara si exceptuamos el hecho de que Mike Guffin sabía que a su fotografía le iría mucho peor después de muerto porque el diseño comercial no se encapricharía de ella para transformar en dinero su memoria.
Todos los personajes con los que pasé aquella tarde tenían ya la mayor parte de la vida por detrás, no por delante, y consideraban que lo mejor del futuro -siempre imperfecto- es que nadie les pediría a sus cadáveres responsabilidades por esa imperfección. Ninguno de ellos pagaría un dólar a cambio de que alguien pronunciase esas palabras de película durante su entierro. Pero esta misma reflexión sobre la pérdida de la inocencia puede aplicarse a cualquier causa con la que se compromete el hombre. Me refiero a que, al principio, somos felices luchando para cambiar las cosas porque estamos convencidos de que nuestra firmeza podrá con ellas. Luego las cosas nos cambian a nosotros y llega un día en que nos fallan las fuerzas de la ingenuidad y dejamos de creer en los Reyes Magos. Quiero decir que aparece ese momento en que, bien adultos, descubrimos a un tiempo un par de verdades terribles. La primera es que no tenemos mucho que ver con el héroe que nuestros hijos se habían inventado a imagen y semejanza nuestra. La segunda es que entre esa vieja fotografía con el hada comiendo perdices junto a un príncipe azul con tu misma cara de joven y esta otra reciente donde puede verse a una bruja liada a escobazos verbales contra un ogro que lleva tus arrugas de ahora no hay más que un tramo de treinta años. Tres décadas en las que abundaron las decepciones recíprocas. Me lo dijo en cierta ocasión Frank Matone, que estuvo casado con una mujer rica a la que no amaba:
-“Mi mujer y yo fuimos felices durante veinte años. Justo hasta el día en que nos conocimos y nos casamos.”

El gángster Matone pertenecía a esa clase de hombres que tienen una idea estereofónica del matrimonio. Según él, lo mejor que podía hacer un marido era olvidarse de sus propios defectos porque no merece la pena que dos personas que viven juntas se acuerden constantemente de las mismas cosas. Claro que la jovencita Roxie Ball no era su antigua esposa sino su segunda amante y él ya no estaba en condiciones de sostener una discusión de más de diez palabras seguidas sin verse obligado a echar mano de la mascarilla de oxígeno. Incluso en las polémicas se podía advertir lo bajo que había caído el viejo y temido Frank desde aquellos tiempos en que su frase favorita en las reuniones con los otros padrinos de la mafia de Chicago era:
-“ Me revienta que hablen cuando interrumpo.”
Durante los cambios de vestuario de Roxie con la puerta de su habitación abierta se materializaba esa teoría de que las ventajas del nudismo saltan a la vista pero con la contemplación del acabado Matone todos compartíamos el principio de que nunca hay que pegarle a un hombre caído por si acaso aún está en condiciones de levantarse.
A pesar de todo, el mundo sigue dando vueltas alrededor del sol y cada vez más deprisa. De manera que allí, en el Paradise, comprendí que es cierto lo que cuentan acerca de las frustraciones. La mayor de ellas quizá sea saber todas las respuestas cuando nadie te hace ninguna pregunta. En su lucha por la vida, Mike había llegado tan lejos como su antiguo jefe, aunque en otro sentido. Fue uno de esos niños que al empezar a ir al colegio y separarse de sus hermanos mayores descubren con asombro que su verdadero nombre no era "Cállate". Ahora, en cualquiera de estos primeros días del resto de su vida, no se encontraba demasiado a disgusto dentro de su cuerpo. No era carne de psiquiatra y algunas mujeres un poco más jóvenes que él todavía pensaban en hacerle favores con una mezcla de compasión y morbo. Por eso, no tuve más remedio que estar de acuerdo con él cuando me dijo:
-“Mira, el problema no son los ideales de juventud con los que sueñas sino el trapo con que los abanderas. Mientras te sobran las energías no hay estandarte, por pesado que sea, que no puedas enarbolar con orgullo. Lo malo es que siempre acaba llegando el día en que descubres que te has pasado media vida intentando ondear una bandera de plomo.”

(Continuará…)

martes, 2 de junio de 2009

Sangre de pez


Creo que fue Francisco de Quevedo quien dijo aquello de que un buen amigo es como la sangre y por eso siempre es el primero en acudir hasta tu herida. A algún personaje de las novelas de Raymond Chandler le he escuchado decir que un hombre no da la verdadera medida de su talla hasta que muere su mejor amigo; que es entonces cuando se sabe si se trata de uno de esos a los que les falta tiempo para lanzarse a seducir a la viuda o de los que no olvidan recordar -una vez al día, como mínimo, durante el resto de su vida- la amistad truncada y todos aquellos momentos felices en que ambos soñaban con la misma gloria, el mismo mundo, el mismo demonio e, incluso, la misma carne.
Francisco de Quevedo es un buen ejemplo de esos autores que sólo creen en los personajes de una pieza. Despreciaba la ambigüedad, a pesar de que los personajes ambiguos dan mucho mejor juego literario. Con un valiente bien concebido de protagonista –ya saben, uno de esos que tienen el carácter de una pieza y pertenecen a esa estirpe de tipos que salivan miel cada vez que una abeja se les mete dentro de la camisa mientras conducen por una autopista a ciento ochenta kilómetros por hora- se puede escribir una obra maestra como La Odisea. Eso es verdad, pero no sirve de nada porque el inmortal viaje mediterráneo del rey de Ítaca ya estaba escrito desde hace más de dos mil años y se lo sabe de memoria todo el mundo. Incluso algunos se lo saben tan mal que se atreven a bautizar a su perro con el nombre de Ulises.

De la misma manera, con un cobarde de verdad -uno de esos que tienen que purgar su pecado de medio segundo de flaqueza hasta que mueran de viejos- Joseph Conrad creó la espléndida novela Lord Jim. El gran Dostoievsky fue capaz de dibujar un mandilón como ese estudiante Raskolnikov, un estudiante universitario que se creía superior a los demás y que, a la hora de la verdad, sólo fue capaz de asesinar a su vieja casera para robarle unos pocos rublos. Quizá porque ese asesino de Crimen y Castigo ya sabía que los muertos nunca se resisten a la rapiña de sus propiedades. Lo que quiero decir es que al mundo le gusta que los malos sean villanos a todo trapo, sin la menor sombra de dudas. Si alguien presume de pertenecer al Ku-Klux-Klan delante de la gente sencilla, por ejemplo, la gente sencilla espera que ese alguien sepa estar a la altura de su racismo confeso con la gente de color; que diga algo así como que el blanco más perfecto para su rifle sería un negro desnudo durmiendo en mitad de la nieve.

Lo que pasa es que la vida real está llena de gente mucho más ambigua, personas que parecemos una cosa y luego somos otra. Los individuos de carne y hueso pueden ser héroes de día y villanos de noche -como el Doctor Jeckyll y el Conde Drácula, sin ir más lejos- aunque así, de entrada, no se note y den el pego. Yo he conocido tipos que aguantan impávidos la embestida del toro en la plaza pero no sabría decir definitivamente si me recordaban a Manolete con su valor o a cualquiera de esas doncellas cristianas arrojadas al minotauro que rezaban sobre la arena mientras esperaban, paralizadas por el horror, que el primer zarpazo fuera mortal de necesidad para que el sufrimiento no estuviese cronometrado por una cuenta atrás demasiado larga. Una de las cosas más difíciles que existen es aprender a reconocer a esos fulanos de sangre tan fría. Ya saben, tipos capaces de jugarse con una serpiente de cascabel, a la carta más alta, cuál de los dos muerde primero. Suelen estar dispersos entre la inmensa mayoría que no se dedica a la lidia porque, en realidad, les da vergüenza salir a la plaza con bufanda en lugar de taleguilla para protegerse la misma hombría a una altura diferente.

Yo puedo presumir de haber conocido a uno de esos tipos. Tenía sangre de pez, no de gallina. Se llamaba Jack Paluzzi y su vida no había sido un paseo por los jardines del palacio de Versalles, precisamente. Empezó la carrera muy joven. Aún no tenía pelusa entre el labio superior y la nariz y ya sabía conseguir esas monedas sueltas que los asaltantes desprecian una vez que se han largado con la parte del león, tras clavarle a su víctima un cuchillo en el lado izquierdo del pecho para no agujerearle la cartera. La tormentosa biografía de Paluzzi jamás tuvo su libro de tapas duras pero las consecuencias de sus actos están dispersas en las hemerotecas, dentro de las páginas de sucesos de los periódicos de los últimos veinte años. Con el paso del tiempo, la tinta de aquellos titulares viró su color desde el negro original al rojo sangre para hacerle justicia a su biografía. Una noche coincidí casualmente con Jack en el San Francisco, ese club de la playa de Santa Mónica que tenía fama de ofrecer en directo el mejor jazz de la Costa Oeste californiana. Mientras Ella Fitzgerald se recostaba en el piano de Duke Ellington para cantar “My heart belongs to daddy” (“Mi corazón pertenece a papá”), Paluzzi -que ya no cumpliría los setenta ni con la ayuda de Mefistófeles- apuró su güisqui de malta con desgana y me dijo de pronto:
-“Muchacho, presiento que se va acercando mi final y lo peor de haber llevado una vida como la mía es que se te complican mucho las cosas a la hora de tu propio entierro. Me temo que mi familia tendrá que contratar a un plañidero profesional para que diga unas cuantas palabras amables en mi memoria delante de la tumba. No lo tendrá fácil. He estado pensando y lo único que podría salvarse de mi pasado es la postura que mantuve durante la estancia en el útero de mi madre.”

Sergio Coello



Huéspedes en el Paraiso. Capítulos XIII y XIV.

CAPITULO XIII. TARANTO PARA EL LIBRO

En el Paradise se leía poco y podría decirse que allí los lectores del Círculo hubieran cabido todos en un punto. Mike Guffin, el dueño del tinglado, practicó su afición a los libros de niño pero su padre, un comerciante de telas, consiguió apartarle de ese vicio una noche en que le requisó las obras completas de Julio Verne. El padre de Mike mezcló todos aquellos libros con un par de litros de gasolina y la llama de una cerilla de manera que, gracias a ese cóctel cultural, en menos de un par de horas, quedó liquidado el negocio del mismo género que la competencia acababa de inaugurar dos calles más abajo. Guffin me lo contó una madrugada en que nos quedamos solos en el bar-club de su hotel. Las parejas de baile habían decidido cambiar la pista por la cama para seguir moviéndose abrazados y esa noche el dueño del Paradise estaba más hablador que de costumbre:
-“A mi padre le costaba mucho leer. De los contratos que firmaba sólo le interesaban los ceros a la derecha de la cifra.”- Me dijo Mike - “Creo que el único libro que consiguió terminar en toda su vida fue el de Familia. Pero al separarse de mi madre cogió aquel documento y le aligeró de peso arrancando las páginas en las que figuraba el nombre de ella. Recuerdo que me dijo, a partir de este momento, consideraré este documento un acta de divorcio en el que hemos conseguido ahorrar papel y tiempo. No sé si te lo he dicho, pero mi padre odiaba por igual la burocracia y la obtención de celulosa a costa de la tala de árboles.”

A tipos como el gángster Matone, el escritor Gallagher, el recepcionista Peter Ngu, el botones Andy y el escurridizo Slater, no recuerdo haberlos visto con un libro o periódico entre las manos durante el tiempo que duró mi estancia en el Paradise. Pertenecían al modelo de lo que se entiende por gente de acción, la clase de individuos que no usan los ojos para descifrar letras impresas sino para vigilar a su propia sombra porque ni siquiera se fían de ella. Posiblemente ellos pensaban que tener un libro abierto entre las manos es un error cuando conviene tenerlas libres por si hay que agarrar inesperadamente la maleta o la pistola. En cuanto a las mujeres del Paradise, casi todas llegaron allí curadas del empacho de la lectura. La actriz Blanche Anderson había leído muchos borradores de guiones que luego fueron verdaderos taquillazos en la pantalla. Los productores prestaban aquellos textos a Blanche para que los revisara. Ella señalaba en rojo las faltas de ortografía cometidas por sus autores con su lápiz de labios y, luego, invariablemente, los mejores personajes femeninos iban a parar a las manos de otras más actrices más jóvenes. Según ella, gracias a lo bien que se desnudaban en casa del director por exigencias del guión.


Marion Barnes, la jefa de camareras, había tenido un par de novios intelectuales. Tipos de esos que suelen citar cada dos por tres a Roland Barthes y la Escuela Estructuralista pero que luego resultan un puro desastre entre las sábanas. Eso la había vacunado definitivamente contra la tentación de leer, única que supo resistir. Y Melody Marker, la chica cuya voz le brotaba de la mirada, me contó que hacía años estuvo cantando en un local de mala nota; uno de esos sitios donde las actuaciones en directo sólo interesan como música de fondo para las actividades de las fulanas. Una noche estuvo charlando conmigo acerca de aquella época:
-“Recuerdo que una de las chicas se llamaba Cinthia y era muy aficionada a la lectura.” - Me dijo Melody - “Entre cliente y cliente era capaz de leerse una novela de William Faulkner. Cuando estaba con un tipo que a ella le parecía culto solía citarle el primer párrafo de grandes novelas en el momento del climax. Una vez le preguntó a un cliente con gafas y pelo largo rizado si había leído algún libro en su vida y aquel tipo sacó la pasta de su cartera, porque ella siempre cobraba por adelantado, y le dijo a Cynthia que había leído tres, el kamasutra, un manual de primeros auxilios y el diario íntimo de su ex-mujer. Según él, todos trataban de lo mismo.”


Frank, el capo crepuscular, tampoco era una rata de biblioteca pero había aprendido mucho en la escuela de la vida. Descubrió el valor incalculable de un par de tomos de la Enciclopedia Británica una vez que le sirvieron de gran ayuda. En el asalto de una mansión le faltaban unos centímetros para llegar con la mano hasta el lugar de la estantería donde los dueños guardaban la contraseña de la caja fuerte y aquel par de libros, aun sin abrirlos, le resolvieron un problema de altura. Su amante, la explosiva Roxie Ball, era muy joven para relecturas. Sólo había ojeado revistas de Hollywood pero eso le había bastado para hacerse una idea ajustada de los deseos masculinos y las ambiciones femeninas. Recuerdo lo que me comentó en cierta ocasión en que su viejo protector se quedó en la cama, soñando con los angelitos, tras una buena dosis terapéutica de morfina:
-“Yo no me he enamorado jamás del rostro o los modales de un hombre sino de su mina de diamantes o sus inversiones multimillonarias en la bolsa. - Me dijo Roxie - Esas cosas jamás te decepcionan. Prefiero ser la viuda de un pozo de petróleo en Texas que la ex de un tipo feo y maleducado, al que se le acabaron el atractivo y los detalles románticos el día en que regresamos de nuestra luna de miel.”

Aquella noche todos los clientes desparejados del Paradise pujaron en la subasta del bar-club para bailar con la chica del gángster durmiente. Roxie era más pegadiza que la propia música. Se fundía contigo igual que las dos rebanadas de un sándwich cuando las metes en el tostador separadas por una buena capa de mantequilla. James Thompson, uno de los dos guardaespaldas que la seguían a todas partes, me dijo de Roxie:
-“Amo tanto a esta chica inalcanzable que si yo fuera un asesino en serie todos mis crímenes se los dedicaría a ella. La única vez que bailé con Roxie fue por orden del jefe, naturalmente, pero noté que me cargaba de energía atómica. Cuando terminó la música, la pistola no me cabía en la sobaquera.”
Uno no tenía más remedio que sentir lástima de aquellos ilusos enamorados de Roxie Ball. Creo que Mike tenía mucha razón cuando, refiriéndose a ellos, me comentó otra noche:
-“Estos pobres muchachos han puesto el corazón en el sitio equivocado. Si tú no quieres ir a la montaña porque le tienes miedo y, de pronto, ves que la montaña viene deprisa hacia a ti, es preferible salir huyendo. Seguro que se trata de un derrumbe.”


CAPITULO XIV. UNA RACHA DE MALA SUERTE

Cualquiera de los habituales del Paradise había tenido más de una racha de suerte en contra a lo largo de su vida pero ninguno acabó haciéndose socio del Club de la Mala Estrella. Ya saben, la clase de gente que llega con un tenedor en la mano para quedarse a vivir para siempre en una tierra de sopas. Mike Guffin me lo aclaró una vez:
-“Aquí no está el que inventó la lluvia pero todos tenemos un paraguas a mano.”
El capo Matone pudo comprobarlo personalmente. Un día estaba meando más sangre de lo normal en el cuarto de baño que había en el hall del hotel cuando entró un agente del FBI que se alineó a su lado en el urinario contiguo. Ninguno de los dos descubrió la personalidad ni el color de la orina del otro. El gángster y el policía se limitaron a intercambiar cuatro palabras sobre el tiempo mientras vaciaban su vejigas a la vez que coincidían en que aquello que sonaba en ese instante por los altavoces -la canción ¿What’d I say?, de Ray Charles- era lo más contagioso, después del sida, que le había sucedido a la Humanidad en los últimos cien años. El policía no era un despistado; simplemente no buscaba a Frank Matone e iba a la caza de Neil Brutacci,, un matón peligroso con seis o siete órdenes de captura por delitos federales. Además Frank había perdido mucho peso con la enfermedad. Tanto que hubiera sido pura coincidencia cualquier parecido entre su aspecto de ese día y la foto que la Central había distribuido por todas las comisarías del país. Podría decirse que se asemejaban lo mismo que un autorretrato de Rembrandt y la calavera del propio pintor.

Aquel defensor de la ley se llamaba Jerry Mc Donald y seguía el rastro de ese delincuente armado de apellido Brutacci, gracias a un chivatazo. En realidad, el agente del F.B.I. había caído en el Paradise por equivocación, resulta que tomó la carretera que no debía en un cruce del desierto. Era uno de esos tipos que, a primera vista, dan la impresión de ser más inteligentes que listos; cuando le pregunté qué hacía con su tiempo libre, recuerdo que me respondió:
- “El trabajo de la policía es como el de las mujeres, nunca se acaba.”
También me contó que un par de meses antes estuvo a punto de echarle el guante a su presa. Fue dentro de la iglesia de Lostville, un pueblecito perdido de Nuevo México. Al parecer, Brutacci y su chica entraron en el templo donde les aguardaba el agente del F.B.I., que se les había anticipado. Escondido en el confesionario, el policía Mc Donald pudo oír la conversación que mantuvieron a la entrada de la iglesia aquel par de fotocopias en carne y hueso de Bonnie and Clyde. Ella dijo que no pensaba arrodillarse y rezar porque se le estropearían las medias y la pareja se largó de inmediato evitando su captura en lugar sagrado. Cuando yo le comenté al defensor de la ley que sonaba bastante raro eso de que dos criminales perseguidos por el brazo de la justicia entrasen en una iglesia a refugiarse, el policía no dudó en contestar:
-“ Estaban allí para vaciar los cepillos de las limosnas. Es lo malo de
esa clase de gente cuando le da por la religión.”


A Jerry le gustó el Paradise y se entretuvo más tiempo del razonable hablando con algunos de nosotros. En unos minutos me resumió su vida. No estaba casado y se alegraba de no tener hijos porque, según él, los mejores profesionales de la lucha contra el crimen acababan protagonizando una desastrosa vida familiar. De pequeño, quiso tener un perro pero sus padres eran tan pobres que sólo pudieron comprarle una hormiga. Me enteré, incluso, de que tenía una opinión muy escéptica sobre la forma en que maduran los seres humanos. Recuerdo que comentó:
-“ Los niños son seres especiales, no entiendo de dónde salen luego
tantos adultos mediocres.”
De creer a ese tal Jerry, Neil Brutacci debía de ser un fulano ante el que había que tentarse la ropa antes de plantarle cara porque no se andaba con tonterías. Ya saben, uno de esos tipos cuyos discusiones con cualquiera se resuelven casi siempre a su favor y por la vía rápida, gracias a sus contundentes argumentos del calibre nueve milímetros. La novia de Brutacci se llamaba Doris Wallace y antes de que se cruzaran sus vidas ella había sido corista en el Pasadena. Según decía el policía, la chica era pelirroja de peluquería y hacía perfecto juego con él. En su etapa de artista, Doris se estuvo moviendo en los escenarios lo mismo que una karateca, dando patadas y puñetazos al aire mientras sonaba la música vaporosa de la orquesta de Benny Williams. Luego se juntó con el pistolero y, ya en pareja, pasaron a inspirar en los empleados de los bancos la misma sensación que tendría una gacela Thompson coja en el momento de descubrirse flanqueada por un matrimonio de leopardos en ayunas. Junto a su novio, la ex-bailarina no volvió a pisar jamás una calle mojada por la lluvia. Brutacci era un tipo muy duro y limitarse a arrojar la gabardina impermeable al suelo para que su chica cruzase los charcos sin mancharse, le parecía poco; prefería blandir su pistola delante del agua sucia hasta que ésta se abría de par en par lo mismo que la del Mar Rojo frente al cayado de Moisés. No es de extrañar, por tanto, que la pelirroja Wallace estuviera loca por aquel truhán con hechuras de locomotora en marcha. Dicen los cínicos que dentro del corazón de toda mujer hay un hueco pasional reservado exclusivamente a ese canalla con encanto que quizá aparezca algún día para vencer por veinte orgasmos a cero al pretendiente con buenas intenciones o al marido de toda la vida. Cuando le comenté al agente Mc Donald que conocer más de la cuenta a la presa que se anda persiguiendo dicen que trae mala suerte para el cazador, Mc Donald me respondió:
-“Lo he aprendido de los viejos periodistas: saber es acordarse.”

Andy, el botones del Paradise, también creía en la suerte. En la buena suya y en la mala de los demás. A menudo comentaba:
-“ Toda esta gente que vive aquí ha tenido tan mala suerte en la vida que para mí ya sólo puede quedar libre la buena.”
El recepcionista Peter Ngu, en cambio, no creía en el infortunio del azar. Recuerdo que un día me dijo:
-“La mala suerte es una invención de los pesimistas. Ya sabe, esos
tipos que cuando tienen que elegir entre dos males, elige los dos.”

Y Marion Barnes, la responsable del servicio de habitaciones del Paradise, sostenía que la suerte era como la conciencia. Algo que te duele cuando todas las demás partes de tu cuerpo se sienten muy bien. Una noche en que ambos estábamos un poco vencidos por la nostalgia en la barra del bar, me habló también del asunto:
-“Todavía puedo recordar aquel tiempo en el que algunos teníamos buena suerte. Cuando sentíamos que el aire era limpio y el sexo sucio, dos cosas estupendas para gente con ganas de vivir de otra manera. Ya ves, encanto; ahora las cosas son al revés. Notamos al respirar cómo se nos llenan los pulmones de basura gaseosa pero, eso sí, practicamos el sexo con desinfectantes.”

(Continuará…)