martes, 9 de junio de 2009

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos XV y XVI.

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Capítulo XV. EL ARTE DE MENTIR

Cuando Mike Guffin contrató a la cantante Melody Marker para que amenizara las veladas nocturnas en el bar-club de su hotel -el Paradise- le dejó las cosas bastante claras desde el primer momento. Mike la sentó frente a la mesa de su despacho y le dijo:
-“Encanto, los dos sabemos que con esa voz que te queda ya sólo podrías pregonar pescado por señas. A mí eso no me importa. Tienes algo valioso que, desgraciadamente, ya no se lleva; una mirada llena de estilo. Corren tiempos en los que priman los eructos a bocajarro como forma de saludo y la patada a la luna de los escaparates es el método más utilizado hoy en día para ligar con las maniquíes. Sin embargo, he vivido lo suficiente para saber que la mentira es una profesión artística y yo carezco de aptitudes para el arte. Te seré franco, creo que los clientes de mi local disfrutarán con esa música que llevas en los ojos mientras se dedican a lo importante, sus negocios y sus ligues.”
A Melody no le ofendió tanta franqueza. En realidad, estaba harta de oír exageraciones sobre la supuesta valía de su garganta. Precisamente, hacía poco tiempo que había ido a la consulta de un otorrinolaringólogo. Fue una mañana en que se despertó con la garganta muda, tras pasar la noche enterar fumando. En aquella época, el tiempo que le quedaba libre entre cigarrillo y cigarrillo lo mataba encendiendo otro. El médico, un tipo de aspecto limpio y alma pringosa, le dijo a Melody:
-“Señorita Marker, soy su más rendido admirador y me sé de memoria todas sus canciones. No se preocupe, su laringitis le hace más profunda la voz. Hasta María Callas sabía que el público no iba a la Ópera a escucharla a ella sino a lucir collares de perlas o relojes de oro, según el sexo. En cambio, usted seguirá cantando maravillosamente, incluso cuando ya sólo quede de su belleza ese hermoso esqueleto que la sostiene. Ah, olvídese de la factura por esta consulta. Me consideraré muy bien pagado si me dedica esta radiografía de sus cuerdas vocales.”

Aquellos halagos le parecieron a Melody Marker la gota que colmaba el vaso de la hipocresía. A su edad, no ignoraba que la mentira es uno de los pilares sobre los que se sustentan la mayor parte de las relaciones humanas pero ella tenía criterio, sentido de la medida. No le parecían de la misma gravedad una mentira piadosa y una promesa electoral imposible de cumplir. Desde ese instante decidió fijarle un límite a su capacidad de tolerancia para con la práctica del engaño. En realidad, todos los días escuchamos un buen puñado de mentiras repugnantes mezcladas con alguna verdad obvia. La digestión de esa macedonia agridulce es lo que nos obliga a repasar constantemente la lección primeriza de aquellos principios que nos inculcaron a través de la tetina del biberón. Quizá el secreto de ser adulto y sobrellevarlo consiste, precisamente, en aprender a comprimir las propias certezas en un mínimo indispensable para seguir haciendo pie en el suelo de la vida. A casi todo lo demás, que suelen ser dudas razonables, conviene aplicarles el viento de la libertad. Como me dijo una noche el viejo zorro del periodismo Paul Gallagher, que se había retirado de escribir pero no de pensar:
“- De todos los titulares que he creado en mi vida, del que más orgulloso estoy es de uno que apareció publicado en la primera página del Kansas Inquirer, durante la época en que fui su jefe de redacción. Recuerdo que decía: Gemelo suicida mata a su hermano por error. Nadie lo creyó aunque era cierto. ¿Sabes una cosa? En el Sarajevo sitiado durante el asfixiante julio de mil novecientos noventa y tres, descubrí una calle en la que había una iglesia católica que daba sombra a una mezquita y ésta, a su vez, también daba sombra a una sinagoga. Los periodistas debiéramos limitarnos a proteger del sol esas tres sombras.”
Por no respetar esa regla, la prensa está hoy a un paso de convertirse en puro marketing que vende ideología al peso. No busca la verdad, insiste el suficiente número de veces en el cuento que le parece más noticiable para hacerle verosímil y arrimar el ascua a su sardina. Sabemos que se escriben editoriales para convencernos de que la mejor manera de cruzar un foso lleno de cocodrilos es dar un par de saltos apoyando un pie en el vacío que queda en medio. Al fin y al cabo, los militares japoneses consiguieron convencer a los pilotos kamikazes de la necesidad de usar casco mientras volaban con sus aviones en dirección hacia objetivos mortales durante la Segunda Guerra Mundial. Se lo escuché decir una noche a Mike Guffin, mientras Roger Brown acariciaba su piano blanco con aquellos dedos negros de lanzar dados con lastre:
-“Desconfía del jefe que sonríe cuando todo está saliendo mal. Seguro que ya tiene pensado cambiar de mascota; su perro por algún chivo expiatorio.”

Sin duda, podemos reconocer ese puñado de certezas que nos rodean. Son escasas y con ellas uno no iría demasiado lejos. Digamos que es verdad que para reunir de nuevo a los Beatles harían falta otro cáncer y un disparo más, que la esterilidad no puede ser hereditaria y que aquel que ríe el último es porque no ha entendido el chiste. Después de todo, estamos llenos de defectos. Hay tipos que atraen a la mala suerte -conozco individuos tan gafes que morirían apuñalados durante un tiroteo- y fulanos tan torpes que parecen zurdos de las dos manos. Incluso se dan individuos tan despistados que están convencidos de que educación sexual es dar las gracias a la pareja después de hacer el amor con ella. Una vez me crucé con un tipo que reconocía haber sido vanidoso en el pasado pero como ya se consideraba totalmente curado de aquello porque había comprendido que no puede sentir vanidad y tipo como él, que era perfecto. Esa especie abunda entre los políticos. Especialmente, entre aquellos que cuando van en pareja podrían pasar por un par de chanclas para andar por casa. Da igual la derecha que la izquierda. Puede que exista el mago que haciendo un gesto logre que desaparezcan el hambre, la injusticia y la guerra pero es seguro que enseguida llegaría un gobernante capaz de hacer un gesto más poderoso aún para que desapareciera ese mago.

Con todo, lo peor -y lo mejor- de la vida son las dudas. De ellas están libres cuantos piensan con ese carné coronado de siglas o con la mano de comer pan sin que les haya sudado antes la frente. Alguien con un reloj sabe qué hora es, con dos relojes ya no estaría tan seguro. Mucho tiempo después de que el gángster Frank Matone me hiciera aquella pregunta en la mejor mesa del restaurante del Paradise -mientras comíamos acelgas con caviar, un antojo de aquel padrino moribundo- todavía estoy dudando de la respuesta correcta. Frank se limpió una perlita negra de la comisura de los labios con el pico de la servilleta y luego me preguntó:
-“Imagínate que eres un policía y detienes a un mimo como sospechoso de un asesinato, ¿crees que vale la pena gastar saliva en decirle que tiene derecho a guardar silencio?”


Capítulo XVI. BANDERAS DE PLOMO

En el Paradise se aprovechaba la madrugada para hablar de todo. Especialmente, en aquellas conversaciones tardías en las que casi siempre acababa saliendo a relucir el viejo asunto de las ilusiones perdidas. Después de que se hubiera apagado la música, y a esa hora en que entre el amor y la guerra los listos del mundo eligen hacer ambas cosas a la vez, los huéspedes fijos se quedaban solos alrededor de alguna mesa manchada con los restos de un buen festín. Ya saben, eso que los Savonarolas de hoy consideran huellas de un crimen por aquello de que mientras uno disfruta de una buena comida con los amigos medio mundo se anda muriendo de hambre. En el Paradise no se bebía para aceptar que la solución a ese problema no depende de media docena de comensales sin poder real. Ni siquiera para olvidar que hasta el hecho de tomar una copa empieza a estar mal visto por los talibanes de la salud. Yo creo que bebían para recordar aquellos lugares a los que soñaban llegar mientras eran jóvenes y las cunetas del camino donde se habían ido quedando varados treinta años después. Recuerdo que una tarde estábamos sentados en la terraza del jardín del Paradise el periodista Gallagher, la actriz retirada Blanche Anderson, Mike Guffin, el gángster Frank Matone y yo mismo. Apurábamos un trago alumbrado por los últimos rayos del sol que teñía de rojo un horizonte sin nubes ni montañas. De pronto, Mike repitió en voz alta aquellas palabras que dice uno de los personajes en la película Los profesionales mientras la dinamita madura lentamente entre las grietas del desfiladero:
-“Nos sumamos a la revolución porque tenemos fe, la abandonamos porque nos invade el desengaño, volvemos a ella porque nos sentimos perdidos y, finalmente, morimos porque es inevitable.”


Mike no había participado en ninguna revolución, salvo quizá esa revolución moral que consiste en andar por la vida a la misma lejana distancia de la teórica moral oficial y de la falta de ética generalizada que se practica habitualmente. Eso sí, antes de montar el Paradise estuvo moviéndose a su manera para que el mundo dejase de dar vueltas en contra de gente que había empezado desde cero como él. Desafió a la ley establecida, derramó sangre ajena -culpable e inocente, a partes iguales- y se escabulló de la policía mientras se enfrentaba con relativo éxito al capitalismo blindado de las cajas fuertes de los bancos. En ese sentido, no tenía nada que envidiar a las actividades del Che Guevara si exceptuamos el hecho de que Mike Guffin sabía que a su fotografía le iría mucho peor después de muerto porque el diseño comercial no se encapricharía de ella para transformar en dinero su memoria.
Todos los personajes con los que pasé aquella tarde tenían ya la mayor parte de la vida por detrás, no por delante, y consideraban que lo mejor del futuro -siempre imperfecto- es que nadie les pediría a sus cadáveres responsabilidades por esa imperfección. Ninguno de ellos pagaría un dólar a cambio de que alguien pronunciase esas palabras de película durante su entierro. Pero esta misma reflexión sobre la pérdida de la inocencia puede aplicarse a cualquier causa con la que se compromete el hombre. Me refiero a que, al principio, somos felices luchando para cambiar las cosas porque estamos convencidos de que nuestra firmeza podrá con ellas. Luego las cosas nos cambian a nosotros y llega un día en que nos fallan las fuerzas de la ingenuidad y dejamos de creer en los Reyes Magos. Quiero decir que aparece ese momento en que, bien adultos, descubrimos a un tiempo un par de verdades terribles. La primera es que no tenemos mucho que ver con el héroe que nuestros hijos se habían inventado a imagen y semejanza nuestra. La segunda es que entre esa vieja fotografía con el hada comiendo perdices junto a un príncipe azul con tu misma cara de joven y esta otra reciente donde puede verse a una bruja liada a escobazos verbales contra un ogro que lleva tus arrugas de ahora no hay más que un tramo de treinta años. Tres décadas en las que abundaron las decepciones recíprocas. Me lo dijo en cierta ocasión Frank Matone, que estuvo casado con una mujer rica a la que no amaba:
-“Mi mujer y yo fuimos felices durante veinte años. Justo hasta el día en que nos conocimos y nos casamos.”

El gángster Matone pertenecía a esa clase de hombres que tienen una idea estereofónica del matrimonio. Según él, lo mejor que podía hacer un marido era olvidarse de sus propios defectos porque no merece la pena que dos personas que viven juntas se acuerden constantemente de las mismas cosas. Claro que la jovencita Roxie Ball no era su antigua esposa sino su segunda amante y él ya no estaba en condiciones de sostener una discusión de más de diez palabras seguidas sin verse obligado a echar mano de la mascarilla de oxígeno. Incluso en las polémicas se podía advertir lo bajo que había caído el viejo y temido Frank desde aquellos tiempos en que su frase favorita en las reuniones con los otros padrinos de la mafia de Chicago era:
-“ Me revienta que hablen cuando interrumpo.”
Durante los cambios de vestuario de Roxie con la puerta de su habitación abierta se materializaba esa teoría de que las ventajas del nudismo saltan a la vista pero con la contemplación del acabado Matone todos compartíamos el principio de que nunca hay que pegarle a un hombre caído por si acaso aún está en condiciones de levantarse.
A pesar de todo, el mundo sigue dando vueltas alrededor del sol y cada vez más deprisa. De manera que allí, en el Paradise, comprendí que es cierto lo que cuentan acerca de las frustraciones. La mayor de ellas quizá sea saber todas las respuestas cuando nadie te hace ninguna pregunta. En su lucha por la vida, Mike había llegado tan lejos como su antiguo jefe, aunque en otro sentido. Fue uno de esos niños que al empezar a ir al colegio y separarse de sus hermanos mayores descubren con asombro que su verdadero nombre no era "Cállate". Ahora, en cualquiera de estos primeros días del resto de su vida, no se encontraba demasiado a disgusto dentro de su cuerpo. No era carne de psiquiatra y algunas mujeres un poco más jóvenes que él todavía pensaban en hacerle favores con una mezcla de compasión y morbo. Por eso, no tuve más remedio que estar de acuerdo con él cuando me dijo:
-“Mira, el problema no son los ideales de juventud con los que sueñas sino el trapo con que los abanderas. Mientras te sobran las energías no hay estandarte, por pesado que sea, que no puedas enarbolar con orgullo. Lo malo es que siempre acaba llegando el día en que descubres que te has pasado media vida intentando ondear una bandera de plomo.”

(Continuará…)

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