Berlín tiene algo de ave fénix
metropolitana; siempre resurge de esos escombros con ceniza a los que la reduce
la Historia, una vez o dos por siglo. Asediada o destruida por la peste, la Guerra de los Siete Años,
la invasión napoleónica, las potencias aliadas de la Gran Guerra y los
ejércitos ruso y norteamericano, tras la caída del Tercer Reich, Berlín pierde
a menudo el cuerpo entre las propias ruinas pero mantiene incólume su espíritu
dentro de algún cascote. Y en ese hálito de vida está escondido el espíritu de
Europa. Como todas las grandes ciudades del mundo que valen la pena, no fue
casi nada antes de ser Berlín; apenas un par de aldeas de pescadores en el
siglo XIII que convirtieron en burgos los Margraves de Brander. Varios siglos
más tarde volvió a ser partida por otro río paralelo; un río macizo de hormigón
armado hasta los dientes y lleno de dibujos y versos que aún se vende en
pedacitos plastificados con forma de llavero hortera o de colgante de
gargantilla para esa gente capaz de adornarse con pizcas del sufrimiento
humano. Más de veinte años después de la caída de ese muro, todavía sigue
existiendo el psicológico, que es el más resistente.
Recuerdo que entré por la Karl Marx Alee
(Avenida de Carlos Marx) porque venía de Praga y empecé descubriendo la
ciudad por su lado menos amable. Centenares de grandes bloques de viviendas
-todos idénticos en su grisura- se alineaban a ambos lados de la calzada. Son
frutos de la política de vivienda del socialismo real, que practicó este tipo
de construcción --más feista que sobria—y que supuso, si duda, un cambio
milagroso en las condiciones de vida de rusos, rumanos y búlgaros. Aunque en la República Democrática
Alemana y, particularmente, en la zona oriental de la capital, tuvieron que ser
impuestos por el bigote de Stalin, que
rechazó personalmente la propuesta de los arquitectos berlineses, mucho
más alemanes que comunistas. Éstos pretendían reconstruir la ciudad con
criterios ambiciosos desde el punto de vista urbanístico pero Stalin estaba
convencido –con razón– de que una ciudad de moderno trazado burgués acabaría
aburguesando a los trabajadores.
Berlín es una especie de ciudad-universo. Dicen que uno puede encontrar
en ella, si se queda a vivir el tiempo suficiente, que no fue mi caso, todo eso
que descubren los viajeros impenitentes cuando dan la vuelta al mundo en
ochenta días. La Puerta
de Brandenburgo, por ejemplo, me parecía que estaba rodeada de fantasmas de aquellos
muchachos que un día fueron acribillados a balazos por haber sucumbido al deseo
de probar la fruta prohibida de vivir un metro más allá de donde vivían. Y junto
a ella se encuentra el Hotel Adlon, uno de los de mayor ringorrango del mundo. Su
entrada suele estar custodiada por unos gorilas de dos metros de altura -con la
cabeza afeitada y las gafas oscuras de Koyak; seguramente porque su papel
consiste en espantar a los turistas, a manotazos, como si fueran moscas, cuando
éstos pretenden acceder al Hall principal para hacer fotos iluminadas con el
flash de la envidia.
Se puede recorrer de punta a
punta este Berlín cosmopolita, lleno de gentes de todas las razas y países, de
muchas maneras: en tren, en metro, en tranvía, en taxi o en bicicleta y sin que
tengas que echar mano del Winchester 73 o de un notario. Sus calles -no hablo
de los barrios extremos marginales- respiran civilización igual que las
alcantarillas del Harlem neoyorquino respiran vapores con ese apestoso olor a
cubos de basura que aflora a la pantalla cuando vemos películas negras. El
Tiergarten no es un parque sino un auténtico bosque animado por músicas que
flotan en el aire y permanecen emboscadas bajo los tallos de un césped verde e
intacto al que no han conseguido doblegar las zapatillas de los deportistas ni
las botas de los neonazis. El ayuntamiento berlinés ha reducido el vandalismo
de los gamberros a la mínima expresión gracias a unos policías grandes como
armarios de dos puertas que pasean acompañados de unos perros-lobos inmensos
con el morro encajado en un cubo de cinc igual que aquellos que usábamos antaño
para sacar agua fresquita del pozo. En
el Museo Pérgamo, pongo por caso, el peso de la cultura clásica es de una
belleza casi agobiante: allí están el Altar Helénico de Homenaje a Zeus, el
Portal de la Plaza
del Mercado de Mileto y una buena parte del friso que decoró el Palacio Real de
Babilonia. Dentro de ese pedazo de Historia uno se siente dueño del mundo por
un rato, rodeado de leones con alas como Nabucodonosor. El Berliner Dom (la
Catedral), el Altes Museum (Antiguo Museo) y la Nationalgalerie
rodean una gran explanada, que yo vi vacía y en obras en una mañana soleada,
así que me imaginé la celebración que tuvo lugar allí mismo, hace más de
sesenta años, cuando el Partido Nacional-Socialista alemán la llenó de
uniformes grises con cruces gamadas en los brazos, águilas de dos cabezas,
estandartes verticales con esvásticas y un griterío organizado con muchos
“!heil Hitler¡” que desafiaban al cielo y todavía hacen temblar a quienes
fueron sus víctimas y sobrevivieron.
El Berlín, uno se siente más
pequeño que en otros lugares, si -como me ocurrió a mí- va a pie desde allí
hasta la Puerta
de Branderburgo por la avenida Unter den Linden (literalmente “Bajo los Tilos”)
y luego descubre, al otro lado, la inmensa ruta que forman el trío rectilíneo
Strasse des 17 Juni, Bismarckstrasse y Kaiserdammstrasse, y que lleva hasta el
corazón del Berlín occidental.
A lo largo de varios kilómetros uno puede
darse un paseo por cuatro siglos de Historia y diez generaciones culturales: la
Ópera, la
Universidad Humboldt , el Palacio de la República , el
Ayuntamiento Rojo, el Reichstag, la
Columna de la
Vitoria coronada por esa diosa que dicen que es de oro
auténtico y las ruinas parciales de la iglesia Kaiser-Wilhelm con la
construcción modernista del nuevo templo a su lado; un prisma lleno de luz y
color que es distinto según sea de día o de noche. El conjunto horroriza a algunos
exquisitos pero a mí me pareció que hacía la plaza más hermosa todavía por
contraste entre la muerte y la vida. Y es que todos los monumentos berlineses
están llenos de metralla y resurrección.
La capital tiene, como toda
Alemania, una pésima fama gastronómica pero en una calle recoleta del barrio
judío, frente a la iglesia de San Nikolai, hay pequeños restaurantes llenos de
encanto donde deshacer el equívoco de que sólo hay dos menús alemanes fijos:
filete de cerdo con patatas y salchichas de cerdo con patatas.
Cuando
abandoné Berlín -la estancia duró pocos días- me traje la sensación de que
dentro de cincuenta años posiblemente sólo habrá cinco naciones en el mundo y
ya sé cuáles van a ser sus capitales: Shanghai, El Cairo, Nueva York, Sidney y
Berlín. El resto sólo serán miles de millones de provincianos luchando contra
ese paleto entrañable que todos llevamos dentro.
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