Presentación
"El nombre genérico -Siempre nos quedará- se entiende bien si, como se puede ver, la entrega inaugural está dedicada a la ciudad de París. Detrás vendrán otras muchas situadas en los cinco continentes".
"En la serie irán apareciendo algunos lugares del mundo que ha ido visitando a lo largo de bastantes años. Aunque muchos de ellos los he recorrido más de una vez, he querido reflejar fundamentalmente la primera impresión que me produjeron. Ya sabes, esas sensaciones únicas que sólo se dan al primer golpe de vista y oído, y que te transmiten las personas y los paisajes cuando llegas hasta ellos con la inocencia del desconocimiento físico, que no literario o cinematográfico".
"No se trata de un recorrido turístico, más o menos salpicado de fotos familiares. De hecho, aunque también incluiré, en ocasiones, alguna foto personal, la mayoría de las imágenes que aporto son ajenas y sólo pretenden complementar el carácter creativo de este trabajo".
"Lo más interesante ─si es que consigo conectar con los lectores que visiten la página (www.laboraldecordoba.es) ─ tal vez sea esta otra forma personal de hablar de espacios y gentes ajenos a uno mismo, intentando tomarle el pulso urbano a esos lugares del mundo que he visitado y de los que siempre me atraían más su carne y su espíritu que sus espléndidos monumentos."
PARIS
(Sergio
Coello)
París es algo más que París; un
lugar mágico enquistado en la cabeza y el corazón de muchos de nosotros gracias
a unas cuantas frases célebres mil veces repetidas. “Siempre nos quedará París”,
le decía la gabardina de Bogart al sombrero de Ingrid Bergman entre la niebla
de aquel aeropuerto con un único avión a punto de despegar y con el amor de sus
vidas a un paso de quedar aplazado definitivamente. El año anterior, un Hitler
impaciente preguntaba a sus generales “¿Arde ya París?”, como si la llama
de la libertad pudiera ser sofocada con más fuego. Y es que aún no se había
extinguido del todo aquella otra sentencia incendiaria del aspirante navarro al
trono de Francia pronunciada un par de siglos antes -“París bien vale una misa”-,
anticipo de que para el poder los principios acaban siempre donde empieza la
ambición de mayor poder. París además se ha alojado en nuestro recuerdo a
través de canciones en voces inolvidables -Piaf, Brel, Aznavour- aunque uno
prefiera aquella copla, entre canalla y nostálgica, que le dedicó Carlos Cano
cuando todavía era un españolito pobre en la Ciudad de la Luz : “¡Allez, venez vous, milord! ¡Allez, venez
vous, madame! Ecoutez cette chanson, que es primavera en Pigalle”.
Durante siglos, París ha sido el
símbolo de tantas cosas que siempre alguna de ellas acaba interponiéndose entre
el viajero y esa ciudad que sigue creyéndose el faro o el ombligo del mundo. Y
quizá lo fue alguna vez, cuando enseñaba a la “Humanité” que el poder absoluto
se reduce a cero con un golpe de cizalla bien afilado y un cesto para recoger
las cabezas sueltas.
El
mundo ha dado muchas vueltas desde que París -un pequeño villorrio de
pescadores de la Isla
de la Cité
habitado por los “parisii”, que le han dado su nombre- fuera conquistado por
los romanos en el año 55 a .C.
Los francos sucedieron a los romanos y decidieron llamar París a la ciudad, que
se convirtió en el centro del reino. El Renacimiento y la Ilustración se
encargaron de transformarla en una de las más importantes capitales europeas y
después la revolución burguesa, la pintura impresionista, la poesía de Rimbaud,
el teatro de Camus e Ionesco y los cineastas de la “nouvelle vague” acabaron
consolidando su estrellato. París tiene como símbolo un dedo índice luminoso,
hecho de hierros entrelazados, que apunta al universo descaradamente. Montparnasse,
los
Inválidos, los jardines de las Tullerías donde, por cierto, bebí una
espléndida cerveza tumbado en una hamaca frente al Arco del Carrusel, el Palacio
de Chaillot, las estaciones de Austerlitz, Lyon y D’Orsay;
la Asamblea
Nacional , la Iglesia del Dôme, el
Pantheón, la
Sainte-Chapelle , el Hotel de Ville, la Comedíe Française ,
el Palais
Royal; el Pont Saint Michel y, a lo lejos, como un azucarero de
porcelana, ese Sacré-Coeur haciendo contraste con los viejos tejados húmedos y
rojizos de Montmartre. La verdad es
que, a la hora de pasear por sus calles, París es infinito. Llegué allí por
primera vez hace bastantes años, llevando dentro de mi equipaje esa memoria
sentimental que resulta imprescindible para ir incluso al bar de la esquina.
Uno siempre espera encontrarse con la ciudad que ya lleva consigo en la maleta
de los sueño. Yo confiaba en que bajo el museo en el que han transformado el
viejo mercado de Les Halles advertiría algún movimiento o ruido de aquel vientre
urbano, visceral, erótico y violento, que descubrí en las novelas de Emilio
Zola cuando el pueblo de París tenía que sobrevivir a puñetazos contra la vida.
Unos tiempos en que los escasos placeres que quedaban al alcance de las
encallecidas manos del pueblo eran todos pecados mortales. Suponía en mi
ingenuidad viajera, ya digo, que en cualquier rincón de Saint-Denis me
tropezaría con el perfume tierno de Irma “la Dulce ”, vigilada de cerca por las muecas de Jack
Lemon vestido de gendarme. No fue así. En Saint-Denis había, por supuesto, mujeres de la calle que iban
vestidas con la elegancia cubista de las señoritas de Avignon y en el Bois de
Boulogne vi mujeres de alquiler con un parasol impresionista en la mano, como
si se hubieran escapado de un cuadro de Auguste Renoir, pero lo que de verdad me
sorprendió de esos lugares fueron unos restaurantes griegos donde se comía arroz
envuelto en hojas de parra hervidas en caldo con aroma de eneldo. Y que me
recordaban al sirtaki final de Zorba el griego, con Anthony Quinn contagiando
su baile lleno de vida a un caballero inglés racionalista en medio de la playa.
También me acordé de la sala de cine en la que vi esa inolvidable película de
Michel Cacoyanis por primera vez. Eran otros tiempos y en la cordobesa Plaza de las Tendillas el
Palacio del Cine aún estaba vivo para acogernos las tardes de domingo a los
laborales de entonces.
En
el París flamante de mi primer viaje, Pigalle aparecía vacío de mujeres al
anochecer aunque lleno de travestonas con brazos de camionero norteamericano. Y
su Moulin Rouge (¡ay!) estaba herido de gravedad porque una de las cuatro aspas
se había apagado más o menos para siempre.
Tampoco
encontré en los cafés de Saint-Germain-dés-Près una silla vacía esperando al
esqueleto de Jean-Paul Sartre para que reescribiera “Las manos sucias”, ni el
cenicero con los restos del último cigarrillo que fumó Albert Camus antes de
estrellar su coche contra el futuro, que el futuro, en ocasiones, es un
callejón sin salida. No perdí el tiempo rastreando las calles de París a la
búsqueda de algún souvenir sentimental o
político de aquel Mayo del 68, uno de los mayores fracasos intelectuales de la
izquierda europea del siglo XX. A aquellas alturas de mi vida ya sabía que no
es que no quedase nada, es que quedaba lo peor: las calvas conformistas y las
barrigas cerveceras -me refiero a las mentales, naturalmente- de aquellos
jóvenes radicales que acabaron haciendo de la revolución una plaza funcionarial
para toda la vida.
Frente al Palacio de la Ópera estaba la oficina de American Express, siempre
de guardia, y no me quedó claro si en sus sótanos los domingos de agosto se seguía
refugiando el fantasma. El arte está cerrado en esas fechas pero el dinero no. En
la Île de la Cité
-rodeada de río por todas partes menos por una llamada cielo- está el imperio
gótico de Notre-Dame atestado de turistas extranjeros. Su torre multiplicada
por dos tampoco es ya el último refugio del jorobado Quasimodo y la zíngara
Esmeralda, sino otro mirador más desde el que contemplar cuarenta siglos de
Historia sin necesidad de creerse uno Napoleón.
Entre los puentes Neuf y D’Alma -donde
murió Diana de Gales huyendo de los “paparazzi”- pasan de noche, sobre el agua
del Sena, unos bateaux llenos de gentes que van a ver, iluminada, la noche
parisina. Y en los Paseos de la rive gauche y droite del río se ven
elegantes messieurs de pelo blanco -a la caza de chicos jóvenes- y muchachas
indias menores de edad que rodean al turista entre gritos para marearle y
hacerse, al instante, con su cartera. Del Louvre recuerdo, especialmente, la
sonrisa de la Gioconda
y una Victoria de Samotracia con la que se topaban todos los turistas al
entrar. Y en el palacete du Jeu de Paume -todavía no habían
llevado los “impresionistas” al museo D’Orsay- hice una larga espera de tres horas para ver la mejor
colección de cuadros de mis pintores favoritos, aquellos tipos que fueron los
primeros en atreverse a salir de los palacios reales para ponerse a pintar lo
que había fuera de ellos. Bueno, la verdad es que fueron los segundos. Velázquez
les llevaba un par de siglos de ventaja.
El Centro Pompidou -uno de esos edificios que
tienen sus tripas metálicas al aire disfrazadas de conductos de agua y aire
acondicionado- goza de mucha fama pero a mí me resultó más fascinante la plaza ─la Place de la Ville de París─ donde se asienta. Allí he visto gentes de
todas partes agrupadas por clanes: estudiantes italianos con la palabra
Benetton en la mochila, músicos bolivianos tocando la quena, mercaderes turcos
con los kilis al hombro y bretones barbudos con perro sin bozal. Y, en medio de
todos ellos, un chino mandarín que lograba fascinar a ese medio mundo con
cuatro velas y un poco de cuento. Chino.
Nunca
hay que buscar ese París que ya no existe. Lo más probable es que uno pierda el
juicio como Don Quijote y se crea que está dentro de esa tierra prometida con
la que sueñan los que se niegan a aceptar que detrás de las montañas del
horizonte sólo hay más montañas.
Ya lo cantó magistralmente a ritmo de vals un
granadino universal que no se llamaba Federico, antes de que le fallara el
corazón en lo mejor de la vida:
“¡À París, à París mon coeur ça va!. ¡À
París, à París j’avais vingt ans! Que hay que vivir y soñar. Y hay que reír y
cantar. ¡Olvide y viva feliz, que sólo en París se puede olvidar!”.
Pues eso.
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