Aunque se trata de una expresión de la que abusan cursis y beatos, es
cierto que Roma es la “ciudad eterna”; y no porque esté en ella la católica y
apostólica piedra de Pedro sobre la que Cristo ha edificado su Iglesia -quiero
decir no sólo por eso- sino porque también Roma es la Historia del mundo hecha
ciudad y de su largo camino a través de las ciencias y las artes seguimos
dependiendo después de treinta siglos.
La inmensa mayoría de lo que creó aquella Roma imperial sigue estando
vigente ahora mismo, si exceptuamos el arado de tracción animal, desechado
únicamente por el mundo libre, rico y occidental. Las autopistas europeas, las
conducciones de agua potable, los puentes para superar abismos, el entramado
legal por el que nos regimos, el pensamiento hedonista -en oposición a esa
doctrina judeocristiana empeñada en que venimos al mundo a sufrir y luego Dios
dirá-, la organización de los ejércitos, el pan y los circos -que ahora se
llaman “show bussiness”-, la necesidad de implantar nuestra propia
cultura en otros territorios conquistados; todo eso no es más que pura herencia
romana y resulta imposible no sentirse deudor de ella, a no ser que uno vacíe
su cabeza de memoria como vacían el disco duro de su ordenador los usuarios
torpes de la informática sin darse cuenta de lo que hacen.
Aunque la leyenda es mucho más bonita, aquella
historia eneidiana de Rómulo y Remo –la de unos niños nada santos que se
amamantaron como buenos hermanos de la misma leche de una loba– Roma fue
fundada hace más de 2.700 años como un asentamiento de la edad de hierro a mediados del siglo VIII a. C. Un siglo
después fue tomada por los etruscos que apenas la dominaron cien años hasta que
en el año 509 a .
C. se convirtió en república. A partir de entonces comienza a labrarse la
construcción de ese inmenso imperio que empezaba conquistando el resto de
Italia y cuatro siglos después dominaba la península Ibérica, media Europa y
todo el norte de África. El poder de Roma se extendió por los confines del
Mediterráneo; llegó a Francia, a las islas Británicas y al mismísimo Mar Negro
para acabar desmoronándose cuando las tribus bárbaras del Este -empujadas por
el motor de la necesidad, que siempre mueve montañas- llegaron hasta los
dominios de un imperio en el que sus dirigentes --desde el dictador Julio César
hasta el emperador Rómulo Augústulo, enviado a Constantinopla para prolongar la
decadencia-- andaban distraídos; tripulando barcos de politiquería con rumbo a
la ambición del poder absoluto en esos procelosos mares de desgobierno que
siempre están sometidos al vaivén de olas gigantescas creadas por luchas
intestinas. A mediados del siglo XV surgió de nuevo, ya que Roma fue cuna de
grandes artistas del Renacimiento y del barroco hasta que tras muchas
divisiones entre la religión y la política se convirtió en 1870 en la capital
de la Italia
unificada. Hoy es una ciudad de más de tres millones de habitantes atravesada
por el río Tíber -el Tevere-, que parece una serpiente pardusca porque está
lleno de meandros que culebrean entre las casas y se arrastra como un ofidio
entre la contaminación y la tentación pecaminosa de adanes y evas
emparejados.
Roma
es más para vivirla que visitarla. Me di cuenta el primer día de los pocos que
pasé en ella, cuando me tuve que limitar a lo imprescindible y resultó
agotador. Vi, por desgracia, una mínima parte: las basílicas de San Pedro, San
Juan de Letrán, San Giovanni y Santa María Maggiore, el Panteón, las
Catacumbas, los Museos Vaticanos, el Capitolio, el Foro, el Coliseo y las
“piazzas” del Popolo, de Spagna y Navona. Y, por supuesto, la Fontana de Trevi donde
nadie se atrevía entonces a ignorar ese rito de arrojar unas monedas al agua
para que se cumpla el deseo de regresar.
También recorrí sin rumbo muchas calles
romanas y me encontré con agradables sorpresas como la Vía Véneto o el
Trastevere -literalmente “tras el Tiber”- un barrio invadido por los gatos y unas
manchas de orín gigantescas a las que Rafael Alberti dedicó algún poema
inolvidable. O como la colina del Quirinal, el parque de Villa Borghese y el
Palazzo di Guistizia, donde el dramaturgo Ugo Betti situó una de las mejores
piezas teatrales que se han escrito sobre la corrupción del aparato judicial: Corrupción
en el Palacio de Justicia.
Uno
llega al Foro romano y la primera tentación que le asalta es la de situarse en
la escalinata mirando a la plebe para recitar ese discurso perfecto que William
Shakespeare pone en boca de Marco Antonio delante del cadáver ensangrentado de
Julio César. Claro que luego te lo piensas mejor; tú no eres Marlon Brando y allí
sólo hay un montón de piedras y varias columnas rotas rodeadas de turistas
porque el cadáver imperial -ya hecho polvo- se lo ha llevado el viento de la
Historia.
Conviene visitar la Fontana de Trevi a las
tres de la madrugada si uno quiere disfrutar plenamente del entorno. A
cualquier otra hora está atestada de jóvenes turistas rubias que pisan las
monedas en el fondo del agua y se mojan la camiseta hasta arriba para que los
demás veamos que no llevan nada debajo, excepto su anatomía.
Y
en la larguísima piazza Navona -una de las más hermosas del mundo, que
antiguamente sirvió de pista de carreras a las cuadrigas romanas- vi a un
energúmeno fascinante que parecía calcado de Zampanó, el gigantesco y
maravilloso Anthony Quinn de “La
Strada ” de Fellini. Pisaba con sus pies descalzos -mejor
dicho, sus zarpas- una gruesa alfombra de cristales rotos mientras comía fuego
ante docenas de personas que le rodeábamos, mirándole atónitas.
Y es que en Roma hay tantos monumentos de
carne y hueso como de mármol. Por ejemplo, entre los restos del esplendor del
pasado, cerca de la “Casa de Livia” -aquella madre lista de un hijo necio
llamado Claudio al que consiguió hacer emperador romano- me topé con una boda.
Lo curioso es que una de las invitadas iba vestida con tules blancos sobre un
conjunto muy sexy de lencería color azabache. Eso es algo que los entendidos en
modas y mala suerte dicen que nunca debe hacerse si no eres la novia. Claro que
para los asistentes a aquella celebración no había blanco que valiera porque
sólo tenían ojos para la lencería negra de aquella invitada irrespetuosa con
las reglas del juego nupcial. Ella jugaba sus propia partida de transparencias.
Del Coliseo me impresionó su mundo
subterráneo -que estaba al aire, sin el techo de arena- en el que podían verse
las galerías donde los gladiadores esperaban su hora, como esperan hoy los
condenados sin indulto en el pasillo de la muerte de cualquier prisión de
Tejas. Y en la majestuosa plaza de San Pedro pude ver una de las aportaciones
más valiosas que la arquitectura ha hecho al mundo gracias a la milagrosa
colaboración -a través del tiempo- entre Gian Lorenzo Bernini y Miguel Ángel.
Si alguien consigue un día estar solo frente a la fachada de la basílica
realizada por Carlo Maderno, abrazado por el arco envolvente de la doble
columnata, estoy seguro de que sentirá la inmensa fuerza de Dios, y me refiero
a la fuerza de la gravedad con todo su peso. Dentro de la primera iglesia del
mundo vi la famosa “Piedad” de Miguel Ángel encerrada en una urna de cristal
anti-balas y el altísimo baldaquino de oro que estaba rodeado de calor humano;
demasiado sudoroso para mi gusto. Mirar la Capilla Sixtina
ayuda a entender de una manera sencilla que un artista de verdad se diferencia
de los demás hombres en que sabe mirar hacia arriba y hacia abajo al mismo
tiempo. Allí descubrí también que la Iglesia Católica ha practicado el poder
terrenal tanto como el espiritual o más recorriendo las Galerías de los Mapas
Geográficos y de las Mesas -en los Museos Vaticanos- donde pueden verse los
caprichosos trazados de fronteras y esos muebles con patas que siempre han
servido para firmar sobre ellos pactos nobles y pacificadores o contratos
leoninos. Todas las mesas estaban bien asentadas en el suelo –con sus patas de
la misma altura-- para que no se volcasen
las copas a la hora del brindis.
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