Que
Lisboa es la capital de Portugal y se haya situada en la desembocadura oceánica
del Tajo, seguramente lo sabe todo el mundo que ya no cumplirá los cuarenta aunque
no estoy muy seguro de que se siga enseñando a los niños en el colegio; pero lo
que quizá no sea tan sabido es que la corriente más larga de la península forma
allí un estuario donde el río se hace mar, o viceversa, y ese lugar -que parece
milagroso- recibe el nombre de “Mar de la Paja” por el color que los reflejos del sol
producen sobre el agua.
Lisboa es una ciudad a la que he viajado
con cierta frecuencia y he tenido la suerte de descubrirla dos veces; una
cuando, desde Setúbal, llegué a ella por primera vez en plena ”Revolución de
los claveles” –mayo de 1974-- y otra, como tantas cosas en la vida, a través
del cine cuando vi la película “En la ciudad blanca”, del director
suizo Alain Tanner. Se trata de la historia de un marino solitario, de origen
alemán, obligado -por circunstancias que no hacen al caso- a alojarse en Lisboa
durante unos días y al que esa estancia en una oscura pensión del barrio
lisboeta de Alfama -donde descubrirá sucesivamente el amor y el desamor, que
siempre van caminando juntos a todas partes, uno delante del otro- le cambia la
vida para siempre. Después de esta película, ya digo, he visto Lisboa con otros
ojos cada vez que he vuelto a ella.
Según la leyenda fue fundada con el nombre
de Lissabona por Ulises, el héroe griego con el que aprendimos que a veces es
más fácil ganar una guerra que regresar a casa. Sin embargo, según la Historia fueron los
fenicios quienes levantaron Lisboa sobre siete colinas con el nombre de Porto
Sereno. En época romana se la conoció como Felicitas Julia Olisipo y luego fue
ocupada, como España, por suevos, visigodos y musulmanes. Favorecida por su
privilegiada posición en la costa atlántica resultó un enclave fundamental en
la ruta del comercio occidental y durante los siglos XV y XVI alcanzó una
prosperidad envidiable como receptora de productos coloniales con destino al
norte de Europa, gracias a los descubrimientos marítimos y a la formación del
imperio colonial portugués. Decayó durante la anexión de Portugal al imperio
español y además sufrió un terremoto que la destruyó totalmente en 1755, pero fue reconstruida a
iniciativa del Marqués de Pombal.
Actualmente Lisboa tiene más de dos
millones de habitantes y puede decirse que es una ciudad absolutamente europea
puesto que ha perdido aquel aire casposo de hace veinte años que le confería su
aislamiento salazarista. Quien piense que la va a encontrar triste, decadente y
llena de ruinas añejas que invitan a la nostálgica “saudade” y a pasar lejos de
esos maderos que apuntalan fachadas de tapial desconchado, está muy equivocado.
Sin duda, y como dice la canción, hay una Lisboa antigua de cuestas y
escalinatas, de callejuelas estrechas y cafetines que huelen a infusión
colonial y en los que suenan los fados inmortales de Amalia Rodrigues y algún
bolero como “Ausencia” de Cesárea Évora; pero esa parte de la ciudad es una
especie de reliquia rodeada de amplias avenidas, parques y jardines
perfectamente urbanizados donde la moderna arquitectura civil no es la hija
única de ese sólido matrimonio que forman
casi siempre la especulación privada y el codicioso plan de suelo de los
gobernantes, más interesados en el negocio recaudatorio oficial que en el
desarrollo racional del hábitat urbano.
Entre los numerosos monumentos que
deben visitarse -en mi particular opinión- hay que empezar por el Monasterio de los Jerónimos. Se trata de uno
de las mejores muestras del arte renacentista manuelino con un majestuoso
claustro gótico y del queda relativamente cercana la Torre de Belem, que es el
símbolo de la ciudad. También hay que subir al Castillo de San Jorge para
disfrutar de una espléndida panorámica de Lisboa y recorrer, luego, las Praças
do Comercio y Rossio, con la estatua de don Pedro IV en su centro. Sus mejores
templos son la Iglesia
de San Amaro, que tiene la planta circular y una bóveda semiesférica, y las Basílicas del Corazón de Jesús y de la Estrella.
El estuario está atravesado
por un famoso puente colgante de más de mil metros de longitud que antes se
llamó “Ponte Oliveira-Salazar” y ahora se llama “Ponte 25 de Abril”, en memoria
del levantamiento militar en la primavera de 1974 que acabó con la dictadura de
Marcelo Caetano. Entre el Largo do Carmo
y la avenida da Liberdade se encuentra el Chiado, que es un barrio comercial
muy elegante donde pueden encontrarse las mismas cosas que en otras calles,
pero a un precio mucho más caro. Este barrio sufrió un espectacular incendio
hace unos años pero gracias a la reciente Exposición Universal -y a parte de
sus recursos- fue restaurado casi en su totalidad.
Lisboa también tiene
interesantísimos museos como el Arqueológico- sobre las ruinas de un antiguo
convento-, el de Ultramar y el Nacional de Coches y unos barrios típicos como
Alfama o Barrio Alto, sembrados de tranvías, tiendas antiguas de coloniales y
plazuelas recoletas que se quedan vacías al atardecer. Y si se presta atención
pueden escucharse en el aire versos de los poemas de Fernando Pessoa.
El Parque Monsanto, a las afueras
de la ciudad, es un verdadero bosque alejado del bullicio urbano y en las
cercanías costeras de Lisboa están las playas de Cascais para darse un
baño y el Casino de Estoril para que el
baño se lo den a uno los tahúres. Y en el interior, a unos treinta kilómetros,
más o menos, se encuentra Sintra con su famoso Palacio Real ajardinado y con un
ayuntamiento que tiene una fachada colorista parecida a la del castillo de un
cuento infantil.
La
zona portuaria lisboeta, que antes estaba llena de muelles y naves industriales
abandonadas, ha sido remozada y convertida en un área de diversión donde se
amontonan restaurantes, discotecas, teatros y cines donde la juventud lisboeta
acude los fines de semana. En el restaurante “Bela Marina”
--nada
barato pero honrado-- tienen una brandada de bacalao y un vinho verde absolutamente gloriosos.
La última vez que estuve en Lisboa fue por
motivos profesionales, unos meses antes de la Exposición Universal.
Encontré toda la ciudad literalmente “patas arriba”, preparándose a fondo para
el “evento”, como dicen los cursis del marketing. Viéndonos obligados a
cruzarla en coche a una hora punta, me sorprendió agradablemente que lo
hiciéramos entre miles de automovilistas que eran mujeres en su inmensa mayoría
y sin que esos cafres machistas, de los que ya quedan menos, les gritaran
groserías desde su tanque turbo-diesel. Se ve que han debido vernirse a España.
Si se vinieron los gitanos portugueses en fila india, no sé por qué no les iban
a seguir los cafres.
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