A estas alturas, todo el mundo
debiera saber que la mítica película fue rodada en interiores de los estudios
hollywoodienses; los mismos que la produjeron sin demasiada fe en el proyecto y
con decorados de cartón-piedra. A pesar del insensato rodaje de aquella romántica
historia profundamente democrática -donde ni actores, ni guionistas, ni
director se aclaraban acerca de lo que había que hacer- se produjo el milagro y brotó una película prodigiosa
porque el caos algunas veces está tocado
por la gracia de Dios sin que nadie conozca exactamente las razones.
Seguramente este mito cinematográfico no existiría si en enero de 1943
no hubiera tenido lugar en aquella ciudad africana la famosa “Conferencia de
Casablanca” entre el presidente Roosevelt, Winston Churchill y el general De
Gaulle. En ella se acordó crear el Comité Francés de Liberación para exigir la
rendición incondicional del Eje Berlín-Roma-Tokio y luego vino la aureola de un
Patrimonio Sentimental de la
Humanidad en la memoria de los demócratas.
Situada
al noroeste de Marruecos, junto al Océano Atlántico, Casablanca es una ciudad
inmensa de más de tres millones de habitantes con el puerto comercial más importante
de la costa occidental africana. El mismo que desde hace veinte años soporta un
tráfico anual de más de veinte millones de toneladas porque al movimiento
provocado por las industrias mineras (fosfatos, manganeso e hierro), hay que
añadir el de otras industrias como la siderúrgica, química, alimentaria y de
construcción. Además, naturalmente, de su sector pesquero, merced a caladeros
tan apetecibles -y tan complicados- para nuestras gentes del mar.
De dudoso origen fenicio o romano,
Casablanca fue ya un importante puerto marítimo en el siglo XIII. Acabó
convirtiéndose en guarida de contrabandistas y piratas berberiscos hasta que la
saquearon los marinos portugueses en el siglo XVI para reconstruirla totalmente
con el nombre de “Casa Branca” (Casa
Blanca). Claro que el mismo estropicio que los portugueses hicieron a la
Casablanca corsaria se lo volvió a hacer
a éstos el temible terremoto de 1755, de manera que la ciudad tuvo que ser
levantada de nuevo por el sultán Mohamed ben Albdallah, ya rebautizada con el
nombre de Dâr-al-Baydâ. Sin embargo, los españoles siguieron llamando a la
ciudad Casablanca y ese nombre español es el que se ha impuesto
definitivamente.
Recuerdo que entré en autobús por una de esas
grandes avenidas de estilo francés que parecen trazadas con tiralíneas. A ambos
lados se veían las lujosas villas rodeadas de murallas con sus cancelas de
rejería labrada, cerradas a cal y canto porque ya había finalizado la temporada
veraniega. Hasta llegar a la Plaza
de Mohamed V, la más grande y céntrica de la ciudad, recorrimos buena parte de
la zona moderna construida por los arquitectos franceses a principios de siglo,
que son los que le han dado a Casablanca su típico carácter; el más europeo de
todo el norte de África. Observé la abundancia de bulevares adornados con
palmeras que los imperios francés y español han dejado allí, como magnífico
ejemplo de desarrollo en muchas de las ciudades de estilo colonial del Tercer
Mundo. Todo en Casablanca está definido por esa mezcla entre los europeo y lo
árabe. En las calles comerciales del centro, por ejemplo, puedes pasar el rato
observando a los transeúntes: la mitad de ellos llevan puesta la chilaba y la
otra mitad viste vaqueros y de su mano cuelga una bolsa de plástico con la
marca comercial de una especie de Corte Francés que se han inventado. En
Casablanca uno puede pasarse tres días
visitando mezquitas: las hay para todos los gustos. Desde la Gran Mezquita del
siglo XIII hasta la de Muley-Yussef, al otro lado del Palacio Real ; desde la
de Sidi Mohamed en la nueva medina, hasta la de la Familia Real saudí.
Pero la que yo recomiendo visitar a cualquiera que piense ir allí -cuando yo
fui estaban terminando los últimas remates a la edificación- es la mezquita que
el rey Hassan II levantó junto al puerto, cerca del Acuario.
Es la mayor mezquita de todo el mundo
árabe después de la de la Meca
y creo recordar que tiene parte de su base sobre el océano. Aunque no debe su
esplendor a la generosidad real ya que ha sido financiada con las aportaciones
particulares del pueblo marroquí; convencido hasta hoy de que es bueno
empobrecerse más todavía para que Alá, tan grande y misericordioso, esté
rodeado de lujo hasta la exageración. Esta
ha sido la gran obra faraónica del rey Hassan II, hijo de Mohamend V y padre
del actual monarca alauita. Él mismo se encargó, personalmente, de que dentro
de ella hubiera oro y plata en abundancia y de que no le faltaran mármoles
cipolinos del Piamonte ni lámparas venecianas.
Casablanca tiene dos medinas -cascos
históricos comerciales- por falta de una; claro que no pueden compararse con
otras clásicas como la de Tánger, Marrakech; y no digamos la de Fez, la más
imponente del mundo. En la medina antigua de Casablanca puede disfrutarse del
fuerte contraste de colores y la mezcla de estilos puesto que los grandes
edificios asfixian el dédalo de callejas medievales. En cambio, la nueva medina
-que fue construida por los arquitectos franceses en 1923, intentando
compaginar las necesidades de higiene con las costumbres autóctonas- ha acabado
siendo ocupada por los artesanos del cuero que han sustituido aquellos viejos puestos
de aspecto cutre por elegantes tiendas en las que intentan vender a los
turistas sus productos por el doble del precio habitual. Por eso, no hay más
opción que regatear aunque no te guste
--que es mi caso-- o renunciar a
comprar nada. De una de aquellos bazares
me traje, a buen precio, la cartera portafolios que todavía conservo en
bastante buen estado. Y que, al cabo de quince años, no ha perdido su olor a
cabra del Atlas Medio.
Me
sorprendió, especialmente, que todas las plazas -excepto la de Mohamed V- y
todas las avenidas –excepto la de Mulay Abderahman- conservasen su nombre
francés dedicado a grandes personalidades del antiguo imperio. En Casablanca, sólo
las calles corrientes y molientes tenían nombre árabe. Como si después de la
independencia nadie allí se hubiera atrevido a cuestionar, ni siquiera desde el
punto de vista simbólico, el respeto a un imperio que mientras les dominaba les
hacía mucho más europeos que al resto de los africanos.
En el puerto hay estupendos restaurantes
que se llenan de turistas a la hora de reponer fuerzas por culpa de tanta
caminata. En uno de ellos -que alguien que entendía nos recomendó vivamente-
recuerdo haber comido una fritura de pescados frescos inolvidable y
asombrosamente barata. Pero es el rasgo diferencial del Tercer Mundo: lo que
nos parece barato a los españoles resulta absolutamente prohibitivo para los
marroquíes, incluso en Casablanca donde no hay que vivir por la fuerza de lo
que produce el desierto. Eso explica buena parte de lo que sucede en el
estrecho.
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