El comercio del algodón, el
azúcar, el tabaco y los esclavos monopolizó la actividad económica durante dos
siglos y tras la ocupación inglesa, en 1762, la adopción del libre comercio
contribuyó a aumentar la importancia de la ciudad, hasta el punto de que su
puerto fue uno de los diez más activos del mundo. Allí volaron el buque Maine,
en oscuras circunstancias, y el enfrentamiento entre los Estados Unidos y
España se saldó con la independencia de Cuba, más aparente que real, dados
los intereses estratégicos y económicos
del poderoso vecino. En 1959 la guerrilla gestada en Sierra Maestra y dirigida
por Fidel Castro entró en la
Habana y la revolución acabó con la dictadura de Fulgencio
Batista.
Actualmente La Habana es una ciudad
fascinante y caótica con más de dos millones de habitantes y tres zonas
claramente diferenciadas: La “Habana
Vieja” -donde se amontonan las ruinas de espléndidos edificios de estilo
colonial español-; el “Vedado”, una
especie de ensanche -con lugares tan conocidos como la Calle Veintitrés ,
el Hotel Habana Libre y la heladería Copelia- y, por último, “Miramar”,
la zona moderna y residencial atravesada por la famosa Quinta Avenida donde se
encuentran embajadas, sedes de empresas turísticas y las residencias privadas
de los altos funcionarios del gobierno. Allí, en Miramar, acostumbran a hospedarse algunos de los intelectuales y
artistas españoles que callan y otorgan ante ésta y esa mitad de dictaduras que
agobian al mundo aunque presumen de haberle liberado de la esclavitud . La diferencia
entre esta zona y otros barrios habaneros donde vive la gente de a pie, entre desconchones y
farolas rotas, es abismal.
En buena parte de las calles de La Habana
apenas hay alumbrado nocturno y la desidia y el abandono de los servicios
públicos son tan notorios que todo respira una dejadez como de siglos. Por las
calles de la capital cubana circulan coches de más cuarenta años -relucientes
de pintura rabiosamente roja, verde, azul o amarilla- y dotados de unos frenos sujetos
con cuerdas de cáñamo entre enjambres de bicicletas irrespetuosas con las
reglas del tráfico y con las otras.
Durante mi estancia, el bloqueo
norteamericano me pareció menos grave que el bloqueo interno que el país se
aplica a sí mismo. El ciudadano cubano
medio con el que me encontré, en diferentes ambientes y circunstancias, parece
educado en la dependencia de los recursos ajenos. Ve con buenos ojos que cada
vez se trabaje menos porque no vale la pena hacerlo. Un abrecoches de hotel, ya
se sabe, recibe en propinas diez dólares al día mientras los profesores
universitarios o los médicos cobran doce euros al mes y además en pesos cubanos
que no sirven para casi nada. Así que no queda más remedio que elegir entre la
fuga o la supervivencia al margen de la ética revolucionaria. La prostitución
-consentida oficialmente bajo y sobre cuerda- empieza a ser una de las mayores
fuentes de ingreso de divisas, igual que en aquellos tiempos nefandos que
pretendía corregir la revolución. Mi experiencia personal -llegué cargado de ropa, medicamentos y
material escolar, por aquello de la solidaridad con el pueblo cubano- fue
demoledora en este sentido. Regresé de la isla caribeña totalmente convencido
de que la corrupción es el verdadero deporte nacional y estoy por decir que los
únicos cubanos que no lo practican son los cubanos muertos, aunque de ninguna
manera me atrevería a jurarlo.
En la Habana hay que visitar el Morro y la Cabaña ; el Malecón y el
Parque Central; el Capitolio -con sus escaños de madera de caoba- y, desde
luego, el Museo Napoleónico y la
Plaza de la
Revolución , con su monolito y sus paredes interiores llenas
de poemas de José Martí, mientras en sus alrededores sobrevuelan los buitres
bajo una rosa de los vientos que marca las distancias en kilómetros con las
diferentes capitales del mundo. En la Habana Vieja hay novecientos siete edificios
catalogados como históricos -es Ciudad-Patrimonio de la Humanidad- pero casi
todos se están cayendo literalmente a
pedazos. Su Catedral, de estilo barroco colonial, está en una plaza donde se
instala un mercadillo dominical de pintores y artesanos en el que se pueden
adquirir a precios muy baratos desde las maracas de Machín hasta tallas de
corteza de “palmera preñada” que representan máscaras de dioses del vudú. La
playa de Santa María, a pocos kilómetros de la ciudad, es la típica playa
caribeña que se nos aparece en sueños: sin agobios de gente, de arenas finas, y
con palmeras junto al agua, bajo las que descansan muchachas con cuerpos de
diosa procedente de un Olimpo de chocolate.
En la Habana todos los niños de
edad escolar van uniformados y llevan pantalón o faldita de color rojo, según
el sexo. Bajo un pañuelo azul cielo, lucen camisas blanquísimas en una ciudad
donde tantos adultos musculosos se cubren con camisetas que alguna vez debieron
ser como la nieve y ahora tienen el color de la barba del Che. Parecen felices
y poco conscientes del futuro que les espera pero no paran de quejarse. Al
menos, los cerca de cien cubanos distintos con los que llegué a hablar. La
moneda real -ya oficial, sin disimulos- es el dólar USA. El peso cubano, que
sólo se usa para devolver la calderilla a los turistas, es depreciado hasta por
los pedigüeños. En cambio el dólar, -!ay,
el dólarsito, tú sabeh"¡- es el sueño desesperado de todos; algo así
como una devoción idólatra hacia el becerro
de oro, que ha sustituido a la de antigua por la Virgen de la Caridad del Cobre. De manera
que puede decirse sin faltar a la verdad que la Revolución ha convertido a la
inmensa mayoría de los cubanos fidelistas en buscadores de oro; sólo que este
oro es de papel color verde y lleva una foto presidencial norteamericana en el
centro geométrico del rectángulo.
El “Mercado Central” habanero -con carne
de cerdo y pollo sobre largas mesas de madera sin demasiada protección
sanitaria o higiénica- me pareció aceptable comparado con las “bodegas” -únicas
tiendas de comestibles--que están sujetas a la cartilla de racionamiento. En esas
bodegas esquinadas bailaban apenas cuatro racimos de plátanos negruzcos porque
lo que se produce de calidad está exclusivamente a disposición de los turistas
en lugares donde no tienen autorizado el acceso los ciudadanos de Cuba.
Hay una comida-rancho para los cubanos
llamado arroz congrí (a base de alubias negras) mientras el turista disfruta
del plátano frito -macho, no dulce, y cortado en rodajas finas como las patatas
Matutano- de la yuca y la malanga. Comer langosta -escasa, cara e insípida-, y
entre tanta escasez, parece un pecado mortal que no debe cometerse más de una
vez mientras no cambien allí las cosas. El café que traje parecía finlandés de
puro malo pero a Cuba la salva ese ron ideal para olvidar lo que pudo haber
sido y no fue: el ron de los mojitos de la Bodeguita del Medio y de los daiquiris del Floridita.
Cerca
del Parque Lenin y el Botánico -con un espléndido jardín japonés- hay un
fantástico restaurante -“La Ruina ”- levantado
sobre muros derruidos de un viejo molino. Pocas veces he visto una conjunción
arquitectónica tan perfecta entre los restos apulgarados de una casa hundida y
la nueva obra de hormigón y cristal. En un porche gigantesco hay varios árboles
centenarios encerrados en una jaula de vigas sin muros pero sacan las ramas por
los espacios abiertos como si fueran brazos en busca de la libertad, tan cara
allí como la carta del restaurante.
Habrá quien piense que con una
experiencia así no le pueden quedar a nadie ganas de regresar a Cuba. No estoy
de acuerdo. Ya digo que La Habana tiene algún raro
hechizo que te contagia la enfermedad de la nostalgia y las ganas de volver. Volver a escuchar sus boleros inmortales, a
pasear junto a los leones de bronce del Paseo de Prado, a mojarte con los
bandazos de las olas del Malecón, a tomar otro mojito de ron Legendario y a
mirar el cielo por encima de esos buitres que revolotean el cielo azul-añil guardando
el cadáver agusanado de la
Revolución entre los versos guantanameros del poeta José
Martí.
Mitinesco si es. De compararlo con otros artículos faltó en Londres, contra nuestros deseos, el recuerdo a la herida española sangrante del Peñon de Giblatar, mucho más duro para nuestra patria de lo que pueda ser el castrismo.
ResponderEliminarSin embargo, 'Anónimo',yo me quedo con la esencia que es el relato en cuestión. Por su narrativa descriptiva (directa,clara y sin ambages)característica del autor. Así que, Sergio,espero te queden algunas ciudades más (aunque ya van unas pocas)para solazarnos recordando aquellas donde estuvimos y descubrir otras donde esperamos estar. Es una magnífica colección digna de pertenecer a un buen libro de viajes.
ResponderEliminarGracias, Sergio. Es un buen relato sobre La Habana. Y es verdad que uno no se cansa de volver a sentir la brisa del Malecón. Debe ser que estamos condenados a vivir en pos de recuperar nuestras más profundas ensoñaciones y a muchos asturianos lo criollo nos tira más que a un crio un helado. Te mandaré "La Habana desde tres tristes taxis", mi cuento para amigos escrito allí en septiembre pasado.
ResponderEliminarAlgo se mueve en Cuba. Saludos.
Un retrato de La Habana que Sergio nos hace conocer a través del son, la Revolución, los mojitos y la historia negra que es el día a día de la ciudad.
ResponderEliminarDespués sólo queda volver a ella.