Praga es capital de la República Checa y de una histórica región
centroeuropea llamada Bohemia, famosa por sus vidrios exquisitos y sus bosques
en gran medida desaparecidos. Pertenece a esa raza especial de ciudades
-Venecia, Dublín, Sevilla- que fascina a los poetas porque cuando éstos las
contemplan desde alguno de sus rincones se sienten fuera y dentro del mundo a
un tiempo.
El río Vltava -Moldova, para
nosotros- la divide en dos partes que se comunican a través de nueve puentes
aunque el principal es el Puente de Carlos (Karlúv Most), que fue
levantado en memoria del rey bohemio Carlos IV, erigido emperador del Sacro
Imperio Romano. Se trata de una auténtica “calle Mayor” sobre el agua,
flanqueada por veintidós imágenes de piedra a tamaño natural que están
repartidas a lo largo de ambos pretiles, empezando por San Wenceslao y
terminando con San Juan Nepomuceno. O viceversa, según sea el sentido del
paseo.
Praga cuenta hoy con más de 1.300.000 habitantes pero su origen es
incierto. La tribu celta de los Boios decidió asentarse en una región
centroeuropea situada en mitad de la ruta que comunicaba el Este eslavo con
Occidente y esa región -Bohemia- tomó de ellos el nombre. Durante siglos fue
invadida por diferentes tribus bárbaras hasta que la hizo suya Carlomagno y en
el siglo X la dinastía de los Premsyslitas convirtió a Praga -que había
empezado siendo un simple castillo de madera junto al río- en la capital de la
nación. San Wenceslao, el primer monarca y, desde su canonización en el siglo
X, patrono del país, trazó los primeros planes de desarrollo urbanístico para
darle la importancia que exigía el comercio de su numerosa población judía. En
el siglo XIV -al subir al trono el heredero del Sacro Imperio Romano Carlos IV,
que se había formado en la prestigiosa universidad de París- Praga se
transforma realmente en una de las principales capitales europeas del arte y la
cultura. Este impulso gigante vuelve a repetirse cuando la dinastía europea de
los Habsburgo hace de Praga una de las tres capitales, junto con Viena y
Budapest, del imperio austro-húngaro. Este auge resulta definitivo y Praga se
transforma en un centro cultural de primer orden donde Mozart estrena óperas
como “Don Giovanni”, Beethoven tiene casa fija y los mejores arquitectos
barrocos de Europa construyen palacios y teatros para la burguesía emergente.
De su Plaza de Wenceslao -el
descomunal corazón de la ciudad- admiré la fachada “modernista” del renombrado
Hotel Europa -en una de las ciudades más barrocas del mundo- pero me impresionó
más el montón de ramos de flores recientes que ciudadanos anónimos siguen
depositando sobre el césped, día tras día, junto a la placa que recuerda la
muerte del estudiante Jan Palach, quemado a lo bonzo cuando los tanques rusos
entraron en Praga, por primavera, hace ya casi cincuenta años. Y aunque el gheto
judío de Praga desapareció sustituido por un conjunto de edificios “art nuveau”
y casas cubistas, el viejo Cementerio Judío sigue intacto y en él se apiñan
miles de lápidas. La más visitada es la del rabino Löw: el de la famosa leyenda
del Golem, un hombre de arcilla al que el rabino dio vida poniéndole una
tablilla mágica en la boca y que, al enloquecer, tuvo que quitársela para
ocultarle -yerto- para siempre. En este barrio, llamado Josefov, hay muchas
sinagogas; algunas convertidas en museos -como la Klausen- y hasta una “española” que imita el estilo
morisco. En la plaza de la
Ciudad Vieja (Starömestské Nàmestí) se encuentra el famoso
“Orloj”, el reloj astronómico de la torre del Viejo Ayuntamiento haciendo
aparecer a las horas en punto a los doce apóstoles, uno por campanada, y que
siempre está rodeado de docenas de turistas con la cámara en ristre. Allí
están, además, el gran monumento al reformador Jan Hus y la placa que recuerda
el lugar de la casa natal de Franz Kafka en la fachada de otra posterior. Cerca
quedan el Palacio Golz-Kinský, la
Iglesia de Nuestra Señora de Týn, el Teatro de los Estados
que aparece en la película “Amadeus”del checo Milos Forman y la calle París -la
más comercial de Praga- que muchos recorren en carruaje para regresar al
pasado. Hace falta tiempo para visitar el Museo del músico Smetana, el convento
de Santa Inés, la Basílica
de San Jorge, el Palacio Sternberg, el Santuario de Loreto o el Palacio de
Troja, que es una especie de Versalles de Bohemia en rojo y blanco; sin olvidar
el Teatro Nacional. el Museo de Artes Decorativas, el Belvedere -o Palacio Real de verano, a imitación del de
Viena- y el Museo de Praga.
Pero el monumento más importante es su Castillo. El Castillo de Praga es una fortaleza impresionante que encierra dentro de su recinto amurallado una auténtica ciudad con basílica (la de San Jorge), residencia imperial y palacio arzobispal. En su centro se asienta la grandiosa catedral gótica de San Vito, cuya puerta dorada dominada por un gran mosaico con el Juicio Final ya sólo se abre en ocasiones especiales. El Castillo -residencia real de los Habsburgo y hoy sede del actual presidente de la república- está rodeado de jardines y desde sus miradores se consiguen esas famosas fotografías panorámicas de Praga -llenas de agujas doradas, cúpulas verdosas, tejas rojizas y fachadas barrocas- atravesadas por el espejo alargado del río que lo refleja todo del revés en una simetría perfecta. El Castillo de Praga tiene algo de inaccesible, como si estuviese envuelto en un halo invisible de inquietud y distancia. Kafka se inspiró en él para escribir la obra maestra homónima que anticipa todo lo que de inalcanzable y asfixiante tiene la burocracia del poder político para la libertad del hombre.
Bajo la Puerta de la Pólvora , símbolo de la
ciudad, me encontré casualmente con una conocida pareja de profesores
alcalaínos -responsables de la guardería donde mis hijos aprendieron sus
primeras letras- y en la terraza de un café que hay en la plaza de Malá Strana, entre la iglesia
barroca de San Nicolás y el Ayuntamiento, vi sentado al doctor José Antonio
Sobrino que es uno de los mejores cardiólogos de España y con el que mantuve
una cita anual durante dos décadas en el Hospital madrileño de La Paz. Cuento esto para
evitar que algún ingenuo suponga que Praga es garantía de anonimato para hacer
algo en secreto.
Otro
lugar-espectáculo que no debe perderse el visitante es el Callejón del Oro.
Está detrás del Castillo y lo forman dos filas de casitas humildes -con las
fachadas pintadas de un color distinto cada una de ellas- donde vivían los
alquimistas medievales. Allí se amontonan cientos de jóvenes de uno y otro sexo
para hacerse fotos individuales frente a la que tiene el número veintitrés, que
fue la casa de la hermana de Kafka; en ella el escritor judío pasó atormentadas
horas a la luz de una vela creando la “Metamorfosis”. Viendo la altura del
techo y el tamaño de la puerta, uno comprende enseguida por qué, para escribir esa
novelita mínima y grandiosa a la vez sobre la angustia existencial del ser
humano, Kafka eligió de protagonista a un hombre que se convierte en insecto y
no en ballena o dinosaurio.
En muchas de las plazuelas de la “Ciudad Vieja” es fácil encontrar
grupos de músicos espléndidos que interpretan piezas clásicas o de “jazz” con
una calidad envidiable y a los que les ofendería la comparación con ciertos
mamporreros de la guitarra que hay en nuestras aceras o con esas familias
gitanas que abominan de su mejor raíz flamenca y programan en la calle, con la
ayuda de la electrónica, música sin alma para algunas coplas.
Aunque los checos presumen de ser los
inventores de la cerveza, no está demostrado que sea verdad. Sí pienso que la
suya es una de las mejores del mundo. Por eso, la primera palabra checa que
aprende el extranjero en Praga es “pivo”,
Son tantas y tantas cosas a que haces referencia, que uno entiende necesita estar, al menos, un mes en la ciudad del Moldava.
ResponderEliminarEnvidiables los recorridos, que con tus descripciones haces atractivos y nos recuerdan que allá donde pongamos los pies, habrá un "paisano".
Gracias, Sergio por las aproximaciones que nos haces a esos lugares perdurables.