A su paso por Budapest, el Danubio no es
azul como en el famoso vals de Strauss. Sus aguas tienen, en realidad, ese tono
entre verde y gris del color de los ojos
de las chicas rubias como la miel que pasean por la Váci Utca (calle Váci)
revoloteando como abejas alrededor de unos lujosos panales que resultan
prohibitivos para ellas y que se llaman Armani, Dior, Versace e Ives Saint
Laurent.
En Budapest el Danubio es algo así
como unos Campos Elíseos de agua o un Paseo Líquido de los Tilos sin Puerta de
Branderburgo porque su cauce -que tiene cien metros de anchura- dividió desde
el principio a la capital de Hungría en dos ciudades-mitad (Buda y Pest), y entre
ellas se reparten los más de dos millones de habitantes que la pueblan. En
Buda, a la izquierda siguiendo el sentido del río, y sobre el Cerro del
Castillo, está la vieja ciudad histórica con la monumental iglesia de Matías
donde se han hecho coronar los reyes húngaros desde el primero que dio nombre
al templo. También está el Palacio Imperial que Francisco José I, el monarca
del imperio austro-húngaro, mandó construir para su esposa Elizabeth, la
célebre Sissi sin el rostro de cine de Romy Schneider. La misma que, al poco
tiempo de casarse, decidió que prefería Budapest a Viena para pasear, y a su
vecino, el conde Andrassy, en lugar del imperial marido, para lo otro. Asomada
al mirador del palacio, Sissí contemplaba Pest –situada en el otro lado del
río- mientras enloquecía lentamente peinándose obsesivamente los cabellos de
más de un metro de longitud y contando una y cien veces los puentes sobre el
Danubio.
De los siete que cruzan el río, el Puente
de las Cadenas es el más hermoso. Más, incluso, que los dedicados a la propia
emperatriz Elizabeth y a la
Libertad. El Puente de las Cadenas, que es el elegido por los
suicidas para arrojarse desde su punto más alto, está espléndidamente iluminado
por las noches. Sus luces, junto a los capiteles y cúpulas del Parlamento,
aparecen sumergidos en el agua dorada y su reflejo sobre el río combinado con
las luces de Pest -que es la ciudad comercial y de mayor actividad pública- es
sencillamente grandioso.
Todo en Budapest recuerda el glorioso pasado
de haber sido “la otra capital” del Imperio Austro-húngaro. Fue el
lugar-amante, en todos los sentidos, frente al legítimo lugar-esposo que era
Viena. Estoy convencido de que por eso, además de por el pimiento “paprika”, es
más picante y divertida. Y, desde luego,
menos estirada que la capital austríaca.
A Budapest habría que cambiarle alguna
institución demasiado acostumbrada a los vicios de otros tiempos
pre-democráticos –la policía, sin ir más lejos– pero no le falta casi nada. Por
tener, tiene muchísimos tranvías para recorrer la ciudad, cantinas mejicanas y
unos jóvenes ciudadanos que viajan en metro y se ofrecen sin que se lo pidas
para guiarte hasta la monumental Plaza
de los Héroes desviándose de su camino y haciendo un esfuerzo para comunicarse
contigo, aunque sea en inglés. Y a los que cualquier clase de intento de
agradecerles materialmente el gesto les ofendería.
En la terraza de Gerbeaud, la famosa
pastelería imperial, se pueden tomar los exquisitos “somlôi galuska” mientras
escuchas a un grupo de músicos veinteañeros que tocan rithm and blues y música country
como si hubieran cuajado su arte en las mismísimas húmedas aceras de Nueva
Orleáns. Hungría es la tierra de Franz Liszt y se nota: a la entrada del
Palacio Imperial, en la
Vorösmarty Ter (Plaza Vorösmarty), o en cualquier calle hay
violines que interpretan virtuosamente la patriótica Rapsodia Húngara de su
músico más famoso o el Yesterday de Los Beatles. Y en la Cafetería Korona ,
al atardecer, cuando la oleada de visitantes extranjeros entra en la bajamar y
se retira de las empedradas callejuelas de Buda, se puede tomar el mejor helado
que uno ha probado nunca, ni siquiera en Italia.
La mayoría de la gente que visita Budapest
suele recorrer hasta la extenuación las almenas y torreones del Bastión de los
Pescadores --que a mí me recordaron, salvando la escala, claro, al Exin
Castillos con el que jugaban mis hijos cuando eran pequeños- y luego se van a
tomar un relajante baño termal en alguno de los muchos que existen allí. Pero
yo disfruté tanto o más contemplando todas las noches el edificio neoclásico
del Parlamento -primo-hermano del de Londres-
que parece un gran joyero abierto y lleno de piezas de oro puro
cubiertas de polvo.
Quizá me
traje el pequeño arrepentimiento de no haber entrado en el mítico
Hotel-Balnerario Gelért porque era su última temporada, antes del largo cierre
por restauración. Sobre todo, por si veía disuelto en el agua caliente algo del
talento que se debieron de dejar allí ilustres visitantes tan asiduos como
Orson Welles y Luchino Visconti.
A quien
piense conocer Budapest uno le recomienda especialmente que no regrese sin
haber recorrido el Gran Mercado con su espléndida sinfonía de colores de frutas
y hortalizas, la
Sinagoga Central , que es la mayor de Europa; el Teatro de la
Ópera -en la Andrassy Ut
(Avenida Andrassy) y la
Antigua Estación de Ferrocarril, ahora convertida en un
inmenso Mc Donald; es el único lugar del mundo entre todos los que conozco
donde vale la pena comerse una hamburguesa de plástico color carne, como casi
todas.
Hay alternativas cuando uno está hasta el
gorro de visitas monumentales. Los paseos cercanos al Danubio del Budapest
nocturno, especialmente en verano, están llenos de juventud -hermosa y rubia
como la cerveza Dreher- que demuestran un carácter alegre y pacífico. Hay algo
indefinido y admirable en esas gentes que aborrecen -como nosotros- las comidas
insípidas y han sido capaces de reconvertir todos sus alcohólicos marginales
-por culpa del aguardiente “pralinka”- en abstemios barrenderos públicos que
procuran diariamente mantener limpia y agradable una de las ciudades más bellas
de la Europa
que conozco. Incluso en días festivos, no como en otros sitios más cercanos.
Después de mi viaje comprendí por qué
aquí, en España, se hablaba tanto de Hungría en las canciones populares
antiguas catalanas y, especialmente, en el cante flamenco más auténtico: hay
una extraña corriente más afectiva que eléctrica entre nosotros y ese país, en
cuyas universidades se estudia hoy más español que nunca. Aunque ahora sean
republicanos y ya no tengan reyes como Emerico I que se casó con la princesa
Constanza, hermana del Rey de Aragón Pedro II, ni abunden los héroes nacionales
legendarios como Miklós Toldi que estaban al servicio directo del cardenal-guerrero
y castellano don Gil Carrillo de Albornoz.
Sergio Coello
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