Fez está situada en el norte de Marruecos
y tiene unos dos millones de habitantes.
Se trata de una de las cuatro “ciudades reales” –junto a Mèknes, Rabat y
Marrakech- y está asentada en una fértil cuenca regada por la corriente del río
Uadi Fès. Antes de llegar a la ciudad hay que atravesar una zona del Rif con
miles de olivos recién plantados, de medio metro de altura, y grandes viñedos
que han dado un vino famoso para disfrute de turistas no islámicos. Fez es una
encrucijada de caminos donde confluyen vías de comunicación atlánticas,
mediterráneas y del interior -incluido el desértico sur- y un activo centro
comercial (tejidos, cueros, alfombras y objetos de orfebrería) además del
principal foco cultural y religioso del país.
Fue fundada por Muley Idris II durante los
primeros años del siglo IX en el lugar ocupado actualmente por la “medina”, que
sigue conservando su primitivo nombre de Fàs-al-Bali, y desde el principio se
desarrollaron dos zonas diferenciadas a ambos márgenes del río ya que tres mil
árabes huidos de Túnez se asentaron en la orilla izquierda y ocho mil familias
andalusíes expulsadas del califato de Córdoba lo hicieron en la derecha. Los
monumentos más importantes de la antigua Fez son las mezquitas llamadas “de los
andalusíes” y Al-Qarawiyyin (o “de los
tunecinos”), levantadas ambas en aquellos primeros años y posteriormente
reconstruidas en los siglos XII y XIII.
De aquella primera época también se
conservan la muralla y algunos palacios pero es en la ciudad nueva -la que se construyó a partir del año 1276- donde se
conserva la mejor arquitectura. Hay dos grandes mezquitas y varias “medersas”
(escuelas coránicas) como al-Saffârin y Bú-Inâniyya, de estilo hispano-morisco aunque
en Fez hay tantas mezquitas que hasta tienen una para que la visiten los
infieles; descalzos, eso sí.
Frente a la ciudad vieja (la “medina”
Fàs-al-Bali) los mariníes construyeron la ciudad nueva (Fàs-al-Jadid) en el
siglo XIII y Fez alcanzó su máximo esplendor con esta dinastía que hizo de la
ciudad un centro cultural y comercial capaz de competir con Marrakech. Las
dinastías posteriores -saadianos y alauitas- siguieron residiendo en Fez hasta
que en 1912 el sultán Muley Hafid firmó el tratado que establecía el
protectorado francés en Marruecos y la capital administrativa fue trasladada a
Rabat. Como en otras grandes ciudades marroquíes, los arquitectos franceses de
principios de siglo impulsaron el desarrollo urbanístico de Fez con la
construcción de grandes jardines y bulevares -Avenidas de la Libertad y de los
Franceses o los Bulevares de los Saadianos y de
Mohamed V- y que contrastan con las “medersas” (escuelas coránicas) Bou
Inania y Attarine, el santuario de Muley
Idris, la Gran Mezquita
del siglo XIII, el Palacio Real o el
barrio judío (Mellah) con sus diecisiete sinagogas.
La entrada a Fez por la carretera que
nace en Tánger es impresionante porque lo primero que se ve, sobre una colina
cercana, son dos inmensos cementerios -el árabe y el judío- vecinos y
separados. Como si después de la muerte los hombres continuaran siendo
distintos y cada familia de cadáveres siguiese yendo de su esqueleto a sus
asuntos. Dos días después -tras haber comido “harira”, “cuscús” y una ensalada
tibia de cebollas, berenjenas y pimientos rojos cocidos que es bisabuela de la
“escalibada” catalana pero no alcanza la excelencia de nuestro “asadillo
manchego”- volví a pensar en la magia de esta ciudad superviviente del siglo
XIII hasta que llegaron unos dulces de almendra, los dátiles de las palmeras
del desierto y la danza del vientre de una bailarina del restaurante, que me
desconcentró.
Aunque lo
que hizo que Fez me pareciera a mí una de las ciudades más fascinantes que he
conocido en mi vida fue su “medina”. Se accede por la puerta Bab Boujeloud, que
parece la entrada principal a un fastuoso palacio de las Mil y una Noches y que,
realmente, es un ábrete sésamo a la
caverna artesana de la Edad Media y un viaje a
través del tiempo que te obliga a retroceder siete siglos de golpe.
Nos contó uno de los guías -profesor de
Historia de la universidad de Fez- que la “medina” tiene alrededor de
cuatrocientos mil habitantes y novecientas calles, que son una versión magrebí
del Laberinto griego donde Teseo, Ariadna y el Minotauro tejieron la primera
leyenda sobre los triángulos amorosos que tanto juego literario han dado
después. A mí me parece imposible de visitar por primera vez sin la ayuda de
varios guías para descubrir una mínima parte del misterio que encierra. En la
“medina” uno se siente el niño ciego que pretende adentrarse en una tela de araña
kilométrica hecha de tejas y adobe. Las callejas son tan estrechas que por
ellas no pueden pasar carretillas sino esos burros de raza árabe -bajitos y
estrechos, con las alforjas cargadas hasta los topes- y que cuando pasan tienes
que refugiarte en los quicios de las puertas.
Las casas están encaladas en diferentes colores -rosa, amarillo, azul,
blanco- y por todas partes te encuentras
callejuelas entoldadas y pasadizos que siempre desembocan en el antiguo imperio
de los Omeyas. Hay más de cuarenta calles especializadas en el comercio de
mercancías específicas -calle de la seda, del cuero, de las semillas, de los
frutos secos, de las flores, de la madera, del cobre, de las alfombras, de los
perfumes, de las frutas, de las especias, de la plata, del oro, por citar sólo
algunas- y en cada una de ellas se percibe claramente un intenso aroma o un
vivo color dominantes y referidos al producto que reina en todos los puestos de
la calle.
Especialmente inolvidable fue la
visita a la Plaza
de los Curtidores, donde dos docenas de hombres -desde niños aún no
adolescentes hasta adultos de no más de treinta años, ya viejos y desdentados-
trataban las pieles de animales recién desollados sumergiéndolas en unos pozos
llenos de un líquido hecho con la mezcla de excrementos de paloma y cal viva, y
cuyo penetrante hedor no consiguen soportar muchos de los turistas que intentan
atravesarla, atascándose los orificios de la nariz con ramitas frescas de
hierbabuena. Valió la pena para entender que aquellos hombres darían
gustosamente un brazo por trabajar en cualquier mina europea de las que están cerrando empezando
por las asturianas.
De Fez me traje su recuerdo
inolvidable y un par de teteras con una bandeja que compré en un bazar
especializado en orfebrería de plata labrada a mano. Y donde pagué sin el menor
problema con mi tarjeta Visa, a pesar de que, ya digo, estábamos en el siglo
XIII y todavía no se había inventado el plástico. Por eso, seguramente, jamás
me llegó el cargo a mi cuenta en el banco. Otros, en cambio, -que iban al grano
claramente- se trajeron alfombras donde tumbarse --tan maravillosas como la
lámpara de Aladino-- y un frasquito diminuto lleno de esas alitas de mosca
africana que dicen que hace milagros con la impotencia.
Sergio Coello
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