“Firenze”
en italiano --y Florencia en español-- es la capital de la Toscana y el primer nombre
que viene a la mente de cualquiera cuando le preguntan por la ciudad en la que
hay más arte y cultura por metro cuadrado de superficie urbana de cuantas
existen bajo el cielo.
Es una auténtica ciudad-museo, no como esas otras de aquí y de allá en las que vivir se hace imposible porque el casco histórico lo mantienen conservado en alcohol hasta que se acaba convirtiendo, de hecho, en un cementerio medieval. Pero es que, además, Florencia es un ejemplo perfecto de lo que ha sido capaz de hacer el hombre con su talento y sus manos desde aquel día en que -amargado por el mal tiempo exterior o aburrido por falta de guerras en las que cansarse- comenzó a dibujar rayas con sentido en las paredes de su cueva.
Florencia fue el corazón del Renacimiento, aquel movimiento cultural, científico y religioso que cambió radicalmente la velocidad de crecimiento del mundo a partir del siglo XV. El mismo que hizo que la física, la literatura, la pintura y la arquitectura dieran un paso de gigante en la forma de entender el mundo y la vida, recuperando los grandes valores clásicos de la cultura occidental. El Renacimiento hizo, ya para siempre, que la auténtica cultura -a diferencia de sus sucedáneos- tomase al hombre como unidad de medida de todas las cosas.
En sus orígenes, Florencia fue ciudad
etrusca y se constituyó como urbe romana un siglo antes de Cristo pero empezó
realmente a crecer a partir del año 1115, cuando la burguesía local decidió
apostar por el desarrollo integral de la misma, aprovechándose de las
disidencias entre los dos poderes que la sojuzgaban: el Pontificado de Roma y el
marquesado de Toscana. Una familia de banqueros -los Médicis- hizo de Florencia
la ciudad más importante de su tiempo cuando sus miembros se convirtieron en
los grandes duques de Toscana, a partir de 1532. Ellos protegieron a los
grandes nombres del arte y la cultura de entonces (Miguel Ángel, Donatello,
Brunelleschi, Giotto, Andrea del Sarto) y el esplendoroso poderío de la ciudad
se prolongó hasta finales del siglo XIX. Tanto, que entre 1865 y 1871 Florencia
llegó a ser capital del reino de Italia.
En agradecimiento a esta familia --los Médicis-- , el mundo inventó la palabra “mecenas” para designar a quienes desde el mundo privado utilizan su dinero o influencia para promocionar artistas valiosos a los que aún no considera casi nadie. El término, como tantas cosas, acabaría cobrando su verdadero sentido al corromperse, cuando el poder político aprendió a utilizar sistemáticamente los presupuestos públicos como palo o zanahoria, premiando a los buenos y castigando a los malos, desde el punto vista político. Porque éste --el poder político, se vista del color que se vista-- siempre está relacionado directamente con la llave de esa caja donde se guardan, juntos y adormilados, la dependencia servil y el dinero.
Florencia, que actualmente cuenta con unos
setecientos mil habitantes, está situada al pie de los Montes Apeninos, en un
punto en el que la autopista que va hasta Pisa se cruza con otra que comunica
Roma con Lombardía. La ciudad está atravesada por el río Arno y ambas orillas
se comunican por diez puentes, incluido el de la autopista Greve-Arezzo-Roma.
Algunos de estos puentes históricos como el “delle Grazia” y “della Trinitá”
fueron destruidos durante la
Segunda Guerra Mundial y reconstruidos después. Pero el Ponte
Vechio, el más antiguo de todos, y cercano a la Galleria degli Uffizi, siempre está lleno de pintores, bailarinas y músicos
callejeros de cualquier parte del mundo. Todavía se conserva, tal cual;
coronado por diminutas viviendas que
tienen unas ventanas eternamente adornadas con flores sobre el agua.
Para seleccionar los monumentos más
interesantes de Florencia habría que establecer una rigurosísima
“eliminatoria”. En los pocos días que pasé allí apenas pude ver, deprisa, el David
de Miguel Ángel en la gran escalinata del Palazzio, la iglesia románica de San
Miniato al Monte, la Puerta del
Paraíso, la Piazza
della Signoria, el Palazzio Vechio, el Palazzio
Pitti, la Iglesia della Santa Croce, el Convento de San Marcos
(convertido en Museo de Fra Angélico) y el Palazzio de los Medici-Ricardi.
Dediqué un poco más de tiempo al
Palazzio degli Uffizi (la galería de arte más importante de Italia) y
al Duomo
(catedral) de Santa Maria del Fiore, cuyos relieves de la cantería son
obra de Donatello. Su “campanille” es obra del Giotto y su cúpula cubierta por
mármoles de diferentes colores es del arquitecto Brunelleschi. El baptisterio
-gigantesco, igual que el de Pisa- es una obra de arte casi tan grande como la
propia catedral. Dentro, bajo su cúpula, pude escuchar la perfecta sonoridad de
los coros polifónicos. Uno recomendaría, también, visitar la Iglesia de Santa
Maria Novella y la de San Lorenzo, que es la más antigua
-del sigloIV- y tiene las tumbas de los Médicis, obra de Miguel Ángel.
Nadie
debería perderse una subida al
pueblecito de Fiesole -que está
situado al nordeste, sobre un monte cercano a Florencia lleno de pinos, y que
ya ha sido absorbido como barrio de la ciudad. Contemplar, al atardecer, con el
crepúsculo, la perspectiva que ofrece
Florencia coronada por miles de tejas tostadas por el horno del tiempo y en la
que relucen docenas de cúpulas que parecen de oro no tiene precio. Quizá sólo
he vuelto a ver una imagen parecida algún tiempo después, en Praga. Claro que
en Praga el sol es centroeuropeo y tímido; y por eso pide permiso para calentar
a las gentes. En cambio, en aquella Florencia del inmisericorde “ferragosto”
tuve entonces la sensación de encontrarme de visita en el interior de una olla
hirviendo. Eso sí, una olla de oro de veinticuatro quilates.
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