Viena es la capital del mundo ese mundo irreal que no ya existe donde la
primera dama tenía la mirada dulce de Romy Schneider y las gentes del pueblo
eran simples figurantes de un baile de opereta que se celebraba en el salón de
los espejos del palacio de Hofburg. Todo lo que Viena tiene de ciudad
imperial es simulación, un sueño del que no quieren despertar los que
viven en ella ni, por supuesto, quienes la visitan. La ciudad sufrió una
destrucción casi total durante la Segunda Guerra Mundial y luego fue
primorosamente reconstruida pero si uno se atreve a raspar el barniz de la
superficie en sus históricas fachadas enseguida palpa el papel de los dólares
que el plan Marshall enterró dentro de sus muros con el fin de sostener la
ficción.
Quizá
la mejor época para visitar Viena fuera 1948, la misma que eligieron Graham
Green y Orson Welles para escribir en ella el guión de su película “El
tercer hombre”, que dirigió el inglés Carol Reed. Entonces uno podía
dejarse invadir por la belleza laberíntica de sus escombros y la cítara de
Antón Karas que tocaba aquel soniquete pegadizo en medio de una calle mientras
la vida andaba destrozada por los bombardeos y dividida en varios trozos por
los vencedores. La ruinosa ciudad de posguerra estaba invadida por soldados
extranjeros y los vieneses -víctimas y verdugos, a la vez, del nazismo-
purgaban en las alcantarillas su pasado reciente mientras aprendían a olvidar y
a sobrevivir entre el mercado negro y la corrupción.
Viena empezó siendo el asentamiento de una tribu celta junto al Danubio
y después los romanos establecieron allí una guarnición militar llamada
Vindobona. En el siglo X la dinastía germana de los Babenberg gobernaba ya la
incipiente ciudad y tres siglos más tarde pasó a depender de los Habsburgo con
lo que comenzó a crecer entre el patronazgo feudal de esta familia y los
numerosos asedios otomanos. Vencida la amenaza turca, se engrandeció hasta el
punto de que en el siglo XVIII ya era la capital del imperio austro-húngaro y
una metrópoli espléndida cuyo carácter dominante en el campo de la cultura y
las bellas artes no discutía nadie. Después de la Primera Guerra Mundial se
proclamó en ella la República y la ciudad dejó de ser capital del principal
imperio centroeuropeo. En 1938 la Alemania nazi se anexionó el país -con enorme
entusiasmo austríaco, dicho sea de paso- y tras la derrota del Hitler quedó
bajo control aliado hasta que en 1955 recobró su independencia como estado
soberano.
La
plaza del Ayuntamiento, en el centro del corazón vienés -el Ringstrasse o “anillo”-, es uno de los pocos
lugares animados por la noche. Mientras tanto, el famoso Baile de la Ópera
exhibe su espectáculo de políticos y aristócratas para dar envidia a los que se
quedan fuera mirando a través de las rendijas de las ventanas exteriores.
Mozart, Haydn y Beethoven no nacieron en
Viena pero murieron en ella después de componer allí lo mejor de su obra. De
los músicos Strauss (padre e hijo), Schubert, Brahms y Schömberg no hay parque
que no tenga alguna de sus estatuas. Viena es el cementerio de los grandes
compositores europeos cuya obra -por contraste- resulta inmortal. La música
está en todas partes y docenas de muchachos
hacen publicidad de mil y un conciertos y espectáculos de ballet
vestidos de época, con pelucón y maquillaje en unos rostros donde no falta de
nada; desde los labios pintados de carmín hasta el típico lunarcito falso en la
mejilla palidecida artificialmente con polvos de arroz. En los jardines del Prater
-el principal parque de Viena- está la famosa noria Ferris, símbolo de la
ciudad desde que apareciera en la mítica película de Carol Reed. De esta .noria
se dice que es la más grande del mundo pero a mí me pareció la más lenta porque
da una sola vuelta cada media hora.
Y sí, el
Danubio sorprende. A los ingenuos porque no es azul y a los que hemos dejado de
serlo porque ese río son tres aquí: El Canal, el Danubio propiamente dicho, que
es navegable, y el Alto Danubio -el más natural- con grandes arbolados en sus
riberas donde se han habilitado zonas para bañistas. La ciudad, además, está
atravesada también por un pequeño afluente del Danubio llamado Wien (Viena) que
le ha dado nombre a la capital austriaca. Viena tiene muchos cafés elegantes y
carísimos como el Dewel, el Hawelka y el Central, donde la “gente bien” va a
ver y ser vista. Junto a las casas proyectadas por Otto Wagner hay un mercado
al aire libre -el famoso Naschmark- en el que se pueden admirar exóticos productos
naturales -turcos, griegos, árabes y magiares- que merece la pena curiosear
cuando uno anda un poco harto de tanto baile cursi y tanto frac recién
planchado.
Diferentes movimientos arquitectónicos han hecho de ésta una ciudad-mosaico
ideal para preguntarse si, a lo mejor, no estarán equivocados aquellos que
insisten en que jamás se debe levantar un edificio moderno junto a un conjunto
barroco, por ejemplo.
Puede
que lo único que está reñido con la belleza monumental del glorioso pasado sea
la fealdad monumental del presente; igual que la pretérita y la del futuro. En
Viena hay cientos de edificios de estilo neoclásico, barroco, rococó,
modernista, fin de siglo y otros más recientes que forman un conjunto
curiosamente armónico.
La
barroca catedral de San Esteban tiene una cubierta de doscientos cincuenta mil
azulejos de colores formando dibujos quebrados que brillan bajo la lluvia y su
Puerta de los Gigantes es admirable. Y la fachada del palacio Schömbrunn
-residencia estival del emperador- es del mismo color anaranjado que el suelo
arenoso sobre el que se asienta. A mí me recordó el albero sevillano de la
Maestranza. En sus inmensos jardines de estilo francés hay cenadores y pérgolas,
fuentes y esculturas para distraerse mientras uno pasea a solas y no como lo
hacen los turistas, de mil en mil
El
principal palacio imperial -Hofburg-, residencia oficial de los Habsburgo, es
un conjunto de pabellones grandiosos que sólo albergan “asuntos imperiales”: el
Museo Etnológico Imperial, la Cámara del Tesoro con la milenaria Corona
Imperial, la Biblioteca Nacional del Imperio, los apartamentos privados
imperiales, la Escuela Española de Equitación -de cuando España era imperio- y
la Capilla Imperial
Rodean
una plaza con la imperial estatua de la emperatriz María Teresa y muy cerca
queda la estación de metro -de acceso privado para la Casa Imperial- diseñada
por Otto Wagner. Una maravilla y un empacho de imperio. Otro genial arquitecto
austríaco -A. Loos-, de concepciones radicalmente distintas y partidario de la
sobriedad, construyó su moderno edificio funcional y libre de ornamentos en la
Michaelerplatz, frente a la habitación de Francisco José I. Cuando la imperial
mirada se posó por primera vez sobre el atrevido edificio recién terminado, se
horrorizó tanto que el monarca dio orden de cerrar para siempre aquella
ventana. Bien hecho.
Una de
las obras más visitadas de Viena es el conjunto de casas diseñadas por el
pintor Hundertwasser con paredes y suelos curvos -desafiando las leyes físicas
convencionales- y con árboles creciendo en el interior de estas viviendas
decoradas en colores audaces que ahí siguen en pie.
La Ópera de Viena es asombrosa y sobrecoge por su grandeza pero la
Secession -el centro de exposiciones del estilo modernista vienés que fue
símbolo de la rebelión artística de las vanguardias de principios de siglo-
recibe tantas visitas o más que aquélla.
Otros
lugares interesantes son el Urania, el museo Albertina, la iglesia Votiva, el
Museo de Artes Aplicadas y algunos para curiosos como el museo de Relojes y el
de Carrozas. Viena disfruta de muchos teatros pero los mejores son el Akad y el
Burgtheater. El palacio de Belvedere, construido para disfrutar de la
perspectiva de Viena, es enorme pero la colección de pinturas de Gustav Klimt
que hay en una de sus salas compensa del cansancio en recorrerlo.
Y aunque los vieneses me parecieron, en
general, estirados y aburridos me resisto a mantenerlo en firme. A estas
alturas de la vida, estoy ya muy curado de primeras impresiones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario