Normalmente, aquel que va a
Tánger por primera vez tiene alguna idea -al menos, remota- de que se trata de
una ciudad a la que la
Historia del siglo pasado le ha puesto una romántica etiqueta
de nido de espías y cueva de contrabandistas.
Sin embargo, ya no queda nada de aquel periodo de entreguerras que va de 1914 a 1946, cuando la
ciudad era un batiburrillo de servicios secretos internacionales y delincuentes
de alto copete que celebraban tertulia fija en el Café de París –no confundir
con el Café de France de esta misma ciudad—mientras se vigilaban mutuamente en
el mítico local. Ni siquiera está ya la mesa en aquel rincón apartado donde el
escritor Paul Bowles, desengañado de su “Cielo protector”, estuvo tomando un güisqui diario hasta el día
de su muerte.
Lo que sí permanece intacto en Tánger
--por fortuna, en mi opinión-- es ese aire de ciudad permanentemente
ocupada por gentes venidas de todas partes del mundo junto a la necesidad natural
y no dictada por nadie de que sus hijos crezcan aprendiendo cuatro o cinco
idiomas, aunque sea sin método ni orden.
Todo sea para poder entenderse con los que llegan, los que se quedan y
los que se van.
Ahora que tanto se practica en algunos sitios eso de avanzar hacia atrás
reivindicando códigos de barras identificadoras para quienes han nacido en un
territorio concreto o descienden de linajes con solera rancia, me parece
enormemente saludable que permanezcan ahí -como una herramienta higiénicamente
provocadora contra el purismo- esa docena de ciudades del mundo que nunca
fueron de nadie porque han sido de todos. Ciudades por las que pasaban y
pasaban pueblos y razas, sucesivamente, levantando su presencia junto o sobre
las anteriores.
Es radicalmente falso que tales
lugares carezcan de definición y hay que tener mucho serrín en la cabeza para
decir que Nueva York, Damasco, Marsella, Barcelona, Tijuana, Ciudad Ho-Chi-Ming
-la antigua Saigón- o Madrid carecen de personalidad propia. Aunque su historia
sea una confluencia imparable y sucesiva de gentes distintas y distantes:
esclavos fugados de su esclavitud, soldados de reemplazo que no podían comprar
su excedencia, funcionarios en expectativa de destino, buscadores de oro en minas
o en joyerías, mercenarios de la guerra sin otra familia que el ejército,
piratas retirados por culpa de la vista cansada en su único ojo sano, muchachos
desesperados en busca de cualquier oportunidad de trabajo, artistas a punto de
morir de éxito, aventureros con culo de mal asiento y chicas dispuestas a
ejercer el oficio más antiguo del mundo sin necesidad de sentir mayor vergüenza
que sus propios clientes.
Esa clase de ciudades casi nunca tienen sepulcros relucientes con letras
en latín ni pergaminos antiquísmos con sello de mirra; es más: en ellas es
extraña la práctica de esa despreciable –e impostora-- autoridad moral que
exige el pasaporte con la mirada a los que vienen de fuera. Son lugares que rinden
más culto a lo vivo recién llegado que a los cadáveres momificados con pedigrí
químico. Tánger también pertenece a esa
milagrosa especie y es la ciudad
más norteña de Marruecos. En ella viven de manera permanente unos 500.000
habitantes, casi 2 millones sin incluimos toda la región de la que es capital. Situada
junto al Estrecho de Gibraltar y al Este del cabo Espartel, tiene un importante
puerto comercial y es sede de industrias alimentarias, textiles y de
construcción naval. Está comunicada por ferrocarril con Rabat, además de disponer
de un aeropuerto internacional por donde entran oleadas de turistas europeos
que quieren conocer Marruecos sin empezar por Marrakech.
Su
pasado legendario nos recuerda que fue fundada por el gigante Anteo, hijo del
dios Neptuno y de la Tierra ,
a la que dio el nombre de su esposa -Tingis- pero parece más cierto que
su origen fuera fenicio y menos divino. Luego fue factoría púnica y colonia
comercial cartaginesa. Es seguro que más tarde se convirtió en ciudad romana que conservó su
mitológico nombre cuando se hizo famosa en el Mediterráneo por su salsa picante
de pescado llamada “garum”. Durante la Edad Media fue ocupada por vándalos, bizantinos y
árabes hasta que en 1471 la conquistaron los portugueses aunque a mediados del
siglo XVII pasó a Inglaterra como dote de Catalina, la esposa del rey Carlos
II. Abandonada a los marroquíes, después de un par de décadas, por lo costoso
de su defensa y al ser dividido Marruecos entre España y Francia, en 1917, el
estatuto de Tánger permaneció indefinido hasta 1923 cuando en una conferencia
tripartita celebrada en París declararon a la ciudad “zona internacional
neutral” bajo la soberanía limitada del sultán de Marruecos.
Durante la II Guerra Mundial fue
ocupada en 1940 y en 1943 España la incorporó unilateralmente a su Protectorado
viéndose obligada a evacuarla dos años después, con lo que Tánger recobró la
administración internacional hasta la creación del nuevo Estado marroquí en
1956.
El
lugar que actualmente ocupa su Gran Plaza fue con seguridad el mismo donde se
asentaba el desaparecido Foro Romano. En ella pude ver como miran al mar
-apuntando a Tarifa, por si acaso- su famosa colección de cañones oxidados. En
la parte más elevada de Tánger se encuentra la “kasbah”, la ciudad antigua,
donde está el Palacio del Sultán y ya puede suponer el lector a lo que me
refiero: arcos mudéjares, salas estucadas con madera de cedro, jardines
andaluces y un café moro desde cuya terraza se divisa perfectamente la costa
española y Gibraltar cuando hay buena visibilidad en el Estrecho. Allí también
está el interesante Museo de Arte Marroquí.
En el sector sur de Tánger está la “medina”
con su pequeño mercado lleno de bazares autóctonos y, curiosamente, varios
cafés de estilo europeo donde recalan los turistas igual que antiguamente
recalaban los comerciantes extranjeros -incluidos los de ética dudosa- en su
etapa del estatuto internacional. Por desgracia, el mejor monumento de Tánger -la Gran Mezquita-, no
puede ser visitada interiormente por los no musulmanes, con lo que no queda más
remedio que conformarse con admirarla desde fuera. Fue levantada por Muley
Ismail en el siglo XVII y ampliada posteriormente. Junto a ella hay una
interesante “medersa” o escuela coránica.
Tánger
es, a pesar de su pertenencia a Marruecos, una ciudad bastante “europea” y por
eso se nota mucho -más que en otros lugares del Magreb- la creciente influencia
del norte extranjero. Sobre todo, en su paisaje humano: los hombres “de
cuarenta años para arriba” suelen llevar chilaba pero la juventud viste
masivamente pantalones tejanos y camisetas con frases en inglés sobre el pecho.
Es el único sitio de Marruecos donde yo he podido ver mujeres del país perfectamente
maquilladas y sin compañía de hombres dentro de las cafeterías. Y los niños,
desde pequeños, aprenden a hablar las suficientes palabras extranjeras como
para lograr venderte, seas de donde seas, un reloj Rolex para ti y otro Cartier
para tu mujer -“de oro puro”- por menos de treinta euros. Que, dicho sea de
paso, funcionan perfectamente durante mucho tiempo hasta que un navajero poco
avisado te da un susto y te deja como recuerdo una franja de piel blanca en la
muñeca. Sé de algún caso.
Sergio Coello
Sergio Coello
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