Buenos Aires es una ciudad mítica y entrañable de la que se han ocupado a
fondo algunas de las mejores prosas en español de todos los tiempos. Como la de
Jorge Luis Borges, sin ir más lejos. Claro que también le han hecho mucho daño esos
poetastros cobistas que han confundido la ciudad bañada por el Río de la Plata con
un paraíso a la carta, henchido de Adanes peronistas, Evas licenciadas en psicología barata de
conducta y serpientes de cascabel venidas desde el desierto de Arizona para
clavar el colmillo imperialista y ponzoñoso en
la carne tierna de los progresistas de carné.
Buenos Aires es también el corazón musical de Hispanoamérica --junto con México D.F.-- porque el aire, la
luz, las penas y alegrías del mundo caben enteros en cualquier tango de Gardel
y Le Pera o en una de esas películas de los directores Hugo del Carril o Juan
José Campanella, que son dos formas de mirar con otros ojos –menos legañosos,
quiero decir-- a esta ciudad baqueteada
por el carro de la Historia. El espíritu de la capital argentina, junto al
aliento de sus barrios, flota --sin llegar nunca al suelo-- en las antiguas zambas
aguitarradas de Atahualpa Yupanki, dentro de
esa mirada azul del actor Ricardo Darín y en alguna que otra milonga noventera
y canalla del cantautor Andrés Calamaro.
De todas las ciudades del mundo que he visitado, Buenos Aires fue la única
que abandoné con la sensación de que aquella estancia tan corta tenía un poco de traición a mí mismo. De buena
gana me hubiera quedado un par de meses más. Estuve alojado en el espléndido Hotel
Plaza, en la mismísima Calle Corrientes, frente al antiguo mercado de Abasto, reconvertido
ya en un Centro Comercial clónico de tantos repartidos por el mundo. Al fin y
al cabo, esos lugares son ahora las catedrales laicas donde la gente se recoge
los fines de semana para adorar el becerro de oro. Recuerdo que desde mi
habitación se podía ver, enfrente, al otro lado de la calle, la famosa Esquina
Gardel donde continúa funcionando El
zorzal Criollo, con su fachada de azulejos y su magnífico espectáculo nocturno
de tangos cantados y bailados. En esa misma esquina se encuentra el monumento
al cantante argentino, plantado en la acera, como un peatón más. Y, a cuyos pies,
por contraste, vi una mañana a una pareja de adolescentes tirados por el suelo,
con los pulmones rebosantes de ese vapor venenoso y engañabobos que despide el
pegamento embolsado cuando se aspira creyendo que se puede subir al cielo en media
hora, empezando por la nariz.
La Ciudad de Buenos Aires,
formalmente Ciudad Autónoma de
Buenos Aires ―llamada Capital
Federal por ser sede del gobierno argentino-- es también
la capital de la República. Está situada en la región centro-este del
país, sobre la orilla occidental del Río de la Plata, en plena pampa.
El censo del año 2010 estima la población de la ciudad en casi
tres millones de habitantes pero su conglomerado urbano, el Gran Buenos Aires, tiene
más de doce. Es la mayor área urbana del país, la segunda del Hemisferio Sur
y una de las veinte mayores ciudades del mundo.
En su urbanismo se mezclan, gracias al mestizaje cultural de la inmigración,
los estilos art decó, art nouveau, neogótico y el francés
borbónico. Está considerada una de las ciudades con mayor concentración de
teatros del mundo. El Teatro Colón es una joya universal entre cientos de
teatros bonaerenses. Además destacan el Teatro Cervantes y el Gran Rex; el
favorito de los cantautores españoles para actuar. El metro bonaerense --el “Subte”--
fue el primer sistema de transporte subterráneo de América del Sur.
La Ciudad de Buenos Aires fue fundada en el año 1580 por Juan de
Garay. Primero hubo un asentamiento con fuerte militar que no llegaba a ser ciudad,
hasta que en 1776 fue designada capital del recién creado Virreinato del
Río de la Plata por el rey de España. Finalmente, en 1880, durante el
gobierno de Nicolás Avellaneda, fue federalizada y el Gran Buenos
Aires se convirtió en uno de los principales destinos del proceso
inmigratorio que tuvo la Argentina desde finales del siglo XIX. En
la primera fundación Pedro de Mendoza llamó al lugar Real de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre para
cumplir la promesa que hiciera a la Patrona de los Navegantes que se hallaba en
la Cofradía de los Mareantes de Triana y de la que él era miembro. En
efecto, “Buen Ayre”, es castellanización del nombre de la Virgen de
Bonaria, es decir, de la Virgen de la Candelaria a quien los
padres mercedarios habían levantado un santuario para los navegantes
en Cagliari, Cerdeña, y que era venerada así mismo por los navegantes
de Cádiz. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, le alcanza el
desarrollo modernizador y aparecen las grandes avenidas, los parques bien
diseñados y sus barrios emblemáticos --como la céntrica Avenida de Mayo, Puerto
Madero, Palermo y la Recoleta-- y enclaves populares como San Telmo y La Boca,
donde puede admirarse la Bombonera, que luce en el exterior los colores azul y
amarillo. Es el estadio del equipo Boca Junior por el que mataría Maradona, igual
que Belén Esteban dice que lo haría por su hija Andrea.
El Parque Japonés, citado en el tango Garúa –allí me enteré que esa palabra equivale a
nuestro chispeo, calabobos, chirimiri u orbayu—, es un jardín que se sigue
conservando muy bien cuidado.
En Palermo de Buenos
Aires, homenaje del inmortal Jorge Luis Borges a ese barrio señorial, se
recuerda al general Justo José Rosas citando versos del poeta Ascasubi,
En
la entrada de Palermo
ordenó
poner colgados
a
dos hombres infelices
que
después de “afusilados”
los
suspendió del olvido
hasta
que de allí, a pedazos,
se
cayeron de podridos.
En
la Avenida de Mayo se encuentra el famoso Obelisco, que descubrí cuando era muy
joven en una interesante pieza breve de teatro del dramaturgo argentino Osvaldo
Dragún, llamada Historia del hombre que se convirtió en perro y que forma parte
de su conocida trilogía Historias para
ser contadas.
En
la Plaza de Mayo –el espacio sentimental que inmortalizó Carlos Cano en su Tango
de las madres locas-- se encuentra la Catedral, que es de estilo
neoclásico exagerado. Tanto, que
viéndola uno piensa que está delante del Partenón ateniense restaurado por uno
de eso arquitectos de ahora que se vuelven locos quitándole solera y sabiduría
a las piedras con historia. También está allí la Casa Rosada, sede de la
presidencia del gobierno, ahora en manos
de la viuda Kichner. Las malas lenguas dicen que en menos de diez años se ha hecho
dueña de media Patagonia. La otra mitad, por cierto, está en manos del imperio
Bennetton, que de esa zona austral –unos de los paisajes más hermosos del
planeta Tierra que han visto mis ojos-- únicamente
le interesa la lana de las ovejas. Fui
varios días a la Plaza de Mayo --siempre
sembrada de palomas-- y en uno de ellos pude ver a un puñado de abuelas con los
nombres de sus hijos y nietos
desaparecidos escritos en los pañuelos que llevaban al cuello.
Mientras pensaba para mí que no había pasado tanto
tiempo desde que la Junta Militar de Videla y sus generales sanguinarios implantaron
un infierno provisional para aquellas gentes, los paseantes iban en una mañana
sin sol de su corazón a sus asuntos. Recuerdo que empezó a llover a mares y, de
pronto, sin pretenderlo, me vi arrastrado por una marea humana; convertido en
un espectador más de la llegada del presidente brasileño Lula da Silva a la
Casa Rosada. Entre soldados en posición de firmes, bandas de música militar,
coches oficiales con banderitas en la aleta delantera izquierda, sirenas de jeeps
de la policía federal y un pertinaz aguacero que no cesó hasta que el propio
Lula bajó del vehículo oficial y mandó parar a la lluvia porque le apetecía
entrar en el palacio anfitrión por su propio pie.
Al día siguiente –esas cosa pasan— lucía un
sol espléndido y volví a la misma plaza. Esta vez me encontré con una
manifestación sindical de trabajadores pertenecientes a los casinos y casas de
juego oficiales que venían a reivindicar sus derechos perdidos a bordo de unos
cómodos autobuses. Obreros de la buena suerte en asuntos de ocio que eran poco
partidarios de fatigarse caminando. No
sé si la paradoja vino a compensar un día con el otro pero ayudaba a entender
esa otra cara de la Argentina, un país tan rico en materias primas como poblado
de gentes sin futuro.
La
famosa Calle Corrientes, que tiene más de cinco mil números, me la pateé a
fondo empeñado en dar a toda costa con la casa número tres, cuatro, ocho –ya
saben, segundo piso, ascensor— pero
como dice el demonio aquel que persigue con insistencia la verdad de un
misterio merece el castigo de encontrarla. Ni media luz, ni música, ni besos.
Luz entera y natural, puesto que el famoso lugar evocado por el tango había
sido reconvertido en un aparcamiento al aire libre para motocicletas. Pasear por la Calle Caminito –Caminito, que todas las tardes me viste
pasar--, con sus casitas de colorines y sus carteles pintados a tamaño
natural para que prestes tu rostro a la cara vacía, es como darse un garbeo por
el Real de la Feria de Abril a las nueve de la noche en el Día Grande.
El
más famoso local tanguero de Buenos Aires es, sin duda, el mítico Café
Tortoni, donde se puede disfrutar de una cena con espectáculo por un
precio razonable –aunque caro para los bonaerenses—pero eso sin reserva previa es
perseguir un sueño imposible. Yo tuve que renunciar a la experiencia después de
un par de intentos, guardando cola a la entrada, durante una hora, por si
acaso.
En cambio, en la plaza de la Recoleta,
frente a su famoso cementerio, sí pasé buenos ratos con un mate caliente entre las manos y
sentado en una de las terrazas que hay bajo esos gomeros gigantes, cuyo ramaje
frondoso podrían dar sombra a todo el albero de la Maestranza. Era verano,
claro.
Si
eres español –gayego, para ellos-- en
Buenos Aires es preferible escucharles hablar en “lunfardo” antes que intentar
darles lecciones de lenguaje. En primer lugar, porque corres el riesgo de
pronunciar en un descuido palabras que se vuelven malsonantes después de saltar
el charco como “concha” o coger”, que allí significan otra cosa bien distinta. Pero,
sobre todo, porque es un placer oírles enriquecer el español con su vocabulario
personal. Un solo bonaerense tiene más palabras hermosas en el corazón y la
cabeza que todo el claustro reunido de alguna de nuestras universidades
artificiosamente creadas para remanso de políticos en retirada. Y, ya se sabe,
tantas palabras, tantas ideas; que esa sí que es una regla que no falla.
También
comprobé que para los que nos gusta de verdad la carne roja a la brasa –esa que
a nuestros años conviene comer muy de
tarde en tarde—, Argentina en general y Buenos Aires en particular son el mejor
lugar del mundo. Cito dos restaurantes, que ya me había recomendado a mí
previamente un buen amigo español que viajaba a menudo a esta ciudad: La Parrilla Peña, en la Calle Rodríguez Peña nº 687, y La Caballeriza, en Puerto Madero. Nunca he comido “bife de chorizo”,
“entraña”, “vacío”, “chorizo criollo” y demás variedades del mundo interior de
una vaca, tan bien cortados, tan en su punto y con mejor relación
calidad/precio como entonces. El
Chimichurri de la Parrilla Peña
era sencillamente glorioso y recuerdo que por una enorme bandeja de carne asada
para dos tragones –lo que no éramos, por cierto, ni mi mujer ni yo--, con un excelente vino de Mendoza, postres de dulce de leche y sendos mates,
pagué en La Caballeriza –uno de los sitios supuestamente caros de allí-- menos que pago aquí en la Comunidad de Madrid por
un menú del día en cualquiera de los restaurantes de mi calle, que no tienen
las estrellas Michelin del madrileño Diverxo, precisamente.
Hay
que viajar a Buenos Aires para entender en toda su grandeza lo que sugería el
gran Carlitos con aquello de que “veinte
años no es nada”. Me lo dijo un taxista, entre Corrientes y Esmeralda, mientras
sonaba en la radio de su coche el tango Volver:
“¿Sabés una cosa, gayego? Desde
que está muerto, este boludo canta mejor cada día que pasa. ¡La concha de su
madre…!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario