San Petersburgo, la segunda ciudad más
poblada de Rusia,
con más de cinco millones de habitantes y un área metropolitana de seis
millones, está situada en el noroeste del país, muy cerca del mar Báltico.
Aunque éste fue su nombre original, se llamó Petrogrado entre 1914 y 1924 y Leningrado, después
de la muerte de Lenin, entre 1924 y 1991.
Fundada en la
desembocadura del río Neva por el zar Pedro el
Grande en los primeros años del siglo XVIII --con la intención de hacer de
ella la imagen de Rusia de cara al mundo occidental-- se convirtió en capital
del Imperio Ruso, manteniendo ese título durante más de doscientos
años. Con el estallido de la Revolución en 1917, la ciudad se convirtió en
el centro de la rebelión y a los seis meses la capital fue trasladada
a Moscú. Tras la victoria bolchevique, la creación de la Unión
Soviética y el fallecimiento de Lenin en 1924, San Petersburgo cambió su nombre por el de "Leningrado" en honor al
dirigente comunista. Durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar
el famoso “sitio de Leningrado” que se mantuvo a lo largo de treinta
meses, con la artillería nazi bombardeando constantemente la ciudad y manteniéndola
bloqueada para impedir su abastecimiento. Tras la derrota de Alemania, en 1945,
fue nombrada Ciudad Heroica y, poco más de cuarenta años después, con
la disolución de la Unión Soviética y el hundimiento comunista, recuperó
su nombre de "San
Petersburgo". Hoy
es un importante centro económico y político y su centro urbano
es Patrimonio de la Humanidad por decisión de la Unesco.
San
Petersburgo tiene nombre de origen holandés ("ciudad
de San Pedro"). Pedro el Grande la bautizó así en honor a su santo patrono
tras rechazar el de Petrogrado que en su honor habían propuesto sus súbditos
alemanes, los mismos que había contratado para construir y trabajar en los
astilleros y el levantamiento de la ciudad. Después de haber vivido y estudiado
en los Países Bajos, el zar decidió bautizarla con un nombre de origen
holandés Sankt Piterburj,
germanizado muy pronto como Sankt Petersburg.
Anteriormente, en la misma desembocadura del río Neva, los suecos
habían construido una fortaleza llamada Nyenschantz ("Nevanlinna"
en finés) y un arrabal llamado Nyen. Todo el entorno geográfico de la
desembocadura estaba ocupado por marismas que fueron desecadas para la
construcción de la nueva ciudad. Su construcción bajo condiciones climáticas muy
insalubres produjo una gran mortalidad entre los trabajadores, con continuos
reemplazos de nuevos obreros para sustituir a los fallecidos. Pedro el Grande
utilizó su prerrogativa de zar para atraer forzosamente a siervos de
todo el país, con una cuota anual de cuarenta mil personas que llegaban
equipados con sus propias herramientas y suministros de comida. Dado que la
obra comenzó en tiempos de guerra, el primer edificio nuevo fue un fuerte
militar que se llamaría Fortaleza de San Pedro y San Pablo, que hoy
sigue levantada sobre la isla de Zaiachiy en la ribera derecha del
río Neva.
En ese sentido, podría decirse
que San Petersburgo viene a ser un
precedente de Brasilia con otro
estilo. El zar Pedro también se inspiró en Venecia y Ámsterdam para evitar muchos
puentes permanentes y promover en su lugar canales en las calles.
Centro financiero e industrial de
Rusia, San Petersburgo se ha especializado
en comercio de petróleo y gas, astilleros, industria aeroespacial, maquinaria
pesada y transporte, equipos militares, productos químicos y farmacéuticos,
alimentación y otros negocios. Tiene tres grandes puertos marítimos: Bolshoi
Port Saint Petersburg, Kronstadt y Lomonosov y un complejo sistema de puertos
fluviales en ambas orillas del río Neva que conecta con los puertos
marítimos, de manera que San Petersburgo es el principal vínculo entre
el mar Báltico y el resto de Rusia a través del Canal
Volga-Báltico.
Recuerdo que entré en San
Petersburgo por ferrocarril desde Helsinki y la experiencia del cruce de la frontera
entre Finlandia y Rusia a bordo de aquel tren idéntico al de Doctor
Zhivago --la maravillosa película de David Lean-- no se me borrará de
la memoria jamás.
Detenidos en el paso aduanero, y
antes de levantarnos de nuestros asientos, unas policías --macizas como muñecas
matrioskas rellenas de hormigón-- nos pidieron los pasaportes y nos hicieron
mirarlas a los ojos para que pudieran comprobar a su gusto si coincidían las
fotos con nuestros rostros; luego nos hicieron bajar del tren con las maletas y
alineados de uno en uno sobre el andén fueron designando –¡tú sí, tú no!-- a los que
debían abrir su maleta en el mismo suelo. Aunque hacía años que el telón de
acero se había derrumbado por su propio peso, me dio por pensar que una de las
cosas que menos ha cambiado en los países excomunistas es la convicción
policial de que todo civil es un enemigo en potencia y un extranjero algo así
como un probable espía extranjero que todavía no ha tenido la oportunidad de
hacer su trabajo.
También me sorprendió la diferencia
–a partir de la raya de la frontera-- entre los abedules finlandeses y los
rusos: el bosque de troncos plateados era el mismo sin solución de continuidad pero
en la parte finlandesa parecía cuidado con la delicadeza de un jardín de
Versalles: En Rusia, sin embargo, había
sido abandonado a su suerte y los únicos podadores debían ser los rayos y las
alimañas.
Antes de llegar a la estación de
San Petersburgo, desde la ventanilla del tren pude ver un inmenso polígono
industrial abandonado; a lo largo de cerca de treinta kilómetros el paisaje era
dantesco: fábricas abandonadas, naves con los cristales rotos, cubiertas
hundidas y restos de máquinas saqueadas, seguramente durante los años del “sálvese
quien pueda”, tras la caída del comunismo.
Afortunadamente, la ciudad sigue manteniendo una gran actividad industrial
y comercial en el resto de áreas de desarrollo que la rodean.
San
Petersburgo es la ciudad monumental más impresionante
de cuantas he visto. La Unesco tiene registrados más de ochocientos edificios
singulares –palacetes, iglesias, teatros, museos, casas señoriales— de los que casi
la mitad están ruinas porque la mayor parte del dinero mundial destinado a la
rehabilitación de ese patrimonio se pierde dentro de los bolsillos de cargos
públicos, comisionistas y vividores del sistema.
También hay tres catedrales por falta de una: la de Nuestra Señora de Kazan,
la de San Isaac y la del Salvador sobre la Sangre Derramada, que es la más
llamativa de las tres por sus cúpulas y su mezcla de colores.
El río Neva con su impresionante
anchura –algo así como diez Danubios a su paso por Budapest—resulta
abrumadoramente bello. En el crucero que
hice por el río, al atardecer, con el sol tiñendo de oro viejo sus aguas,
calculé que entre la fachada trasera del Hermitage, a un lado de la orilla, y
la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, al otro, ambos enfrentados, no habría
menos de mil quinientos metros de distancia. Sólo he visto tres ríos con mayor
anchura: el Iguazú entre Argentina, Brasil y Paraguay, el Rio de la Plata, en
Buenos Aires y el Yang Tsé en China, cerca de Shanghai.
No me gusta dar consejos que tienen
mucho que ver con el gusto personal de cada cual pero todo aquel que visite San Petersburgo haría mal en perderse
un paseo por la Avenida Nevsky, la principal arteria comercial de la ciudad y
otro por el cementerio Tijvin donde reposan, bajo monumentos funerarios
majestuosos, ilustres nombres rusos como Fedor Dostoievski, Rimski Korsakov y
Tchaikovsky.
Junto a la Iglesia del Salvador
sobre la Sangre Derramada, hay instalado un mercadillo donde se puede adquirir
a muy buen precio “ámbar” báltico –el mejor— en estado puro y sin pulir.
Resulta difícil que te den gato por liebre —quiero decir plástico por ámbar—ya
que basta aplicar la llamita de un encendedor a la pieza para comprobar si permanece
inalterable o se derrite como un helado de chocolate a las tres de la tarde de
un día de julio en Écija. En todo caso,
y hablo por mi propia experiencia, las mejores “gangas” --desde pulseras y colgantes de ámbar hasta
gorros y estolas de zorro plateado-- suelen ser ofrecidos muy baratos a los
turistas por los propios camareros de los hoteles nada más servirte el postre
en los comedores del hotel. Ni siquiera esperan a que pidas el café.
Y todavía puede ser mejor. En un restaurante de cierta
categoría al que fui a comer, tuve que asistir perplejo al servicio de una
camarera que nos exigió que decidiésemos entre té o café al mismo tiempo que elegíamos
el menú completo (bebida, primer plato, segundo plato y postre). No tardé en conocer
la razón. El pedido nos fue servido a lo “tó junto”,aunque en platos diferentes,
aderezado con gestos de apremio por parte de la señorita para que nos lo
tragásemos deprisa; a ser posible sin masticar, como los pavos. Entonces
comprendí por qué la guía local que teníamos asignada –una brillante
historiadora del arte nacida allí— se ofendió cuando le preguntamos si Rusia
tardaría mucho tiempo en solicitar su ingreso en la Unión Europea.
“-Querrá usted decir si la Unión
Europa tardará mucho en pedir su ingreso en la Federación Rusa”, respondió. Y se quedó tan pancha.
Aun así, recuerdo el viaje a San Petersburgo como uno de los más generosos
en belleza con la mirada del visitante.
Sergio Coello
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