Shanghái es
la ciudad más poblada de China con cerca de veinte millones de habitantes
en toda su área metropolitana. Está situada junto al delta del Yangtsé, el
principal río del país y el tercero más largo del mundo. Éste desemboca en el océano Pacífico, a unos
kilómetros del centro de la ciudad y un pequeño afluente suyo, el río Huangpu --algo así como un “Ebro gigante”-- cruza Shanghái
y en su margen occidental se sitúa la ciudad antigua, conocida como Puxi, formada
por ocho distritos. Shanghái es uno de los principales puertos
chinos y el más importante punto de contacto que la nación ha tenido con
Occidente durante los últimos siglos. En la actualidad, es el mayor puerto del
mundo por volumen de mercancías.
Shanghái comenzó a convertirse en el eje
comercial y financiero a partir del siglo XIX, cuando se hizo puerto libre y
rápidamente las potencias extranjeras se instalaron allí estableciendo
concesiones donde gobernaron bajo sus propias normas. El sistema duró hasta los
años cuarenta pero tras la Segunda Guerra Mundial y la victoria del Partido
Comunista; todo cambió para esta ciudad, aunque el legado europeo aún permanece
en sus esquinas. Con las reformas económicas en la década de los años noventa
del siglo XX, la ciudad experimentó un espectacular crecimiento financiero y
turístico y ahora es la sede de numerosas empresas multinacionales y ejemplo de
la arquitectura vanguardista: Los rascacielos de Shanghái son como los viejos
campanarios góticos de la Edad Media; un hermoso empeño del hombre por conectar
la tierra con el cielo.
Shanghái fue en su origen
remoto un pequeño pueblo del delta del río Yangtsé que se dedicaba a la pesca y a la
industria de la sal y el algodón. Durante la dinastía Ming (siglo XIV a XVII), comenzó a tener más
relevancia como puerto y fue amurallada para evitar el ataque de piratas
japoneses. Este crecimiento continuó durante la dinastía Qing (desde mediados
de la década 1600-1700), pero la victoria británica en la Primera Guerra
del Opio cambiaría toda su historia. El Reino Unido exigió en
el tratado de Nanking de 1842 la apertura de cinco puertos en las
costas de China para el libre comercio internacional y Shanghái
y Cantón fueron dos de ellos. El
apogeo de la ciudad terminaría con la Segunda Guerra Chino-Japonesa. En
1937, los japoneses sitiaron y ocuparon la ciudad, manteniendo las concesiones
europeas y en diciembre de 1941 Japón las
invadió tras el ataque a Pearl Harbour. En 1949, el Partido
Comunista logra imponerse en la guerra civil e instaura la República
Popular. Esto ahuyentó a los pocos empresarios extranjeros que quedaban,
quienes prefirieron establecerse en Hong Kong, bajo dominación británica. Aunque continuó siendo el principal puerto de
exportación, la economía en Shanghái
sufrió un duro revés que duró décadas. Fue el dirigente comunista Deng Xiao Ping el
que decidió iniciar el proceso de reformas económicas chinas durante los años ochenta y diez años más tarde
la apertura comercial llegaría a estas
tierras. El área de Pudong, al otro lado del río, que se había mantenido
como un sector predominantemente agrícola por siglos, se convirtió en la sede
de las principales instituciones comerciales y financieras. Hoy su red de transporte público es impresionante y permite
conectar fácilmente unos distritos con otros. El metro y los tranvías junto al
sistema de autobuses urbanos que recorren las calles de la ciudad, además de taxis
y ferrys, son un ejemplo para el mundo. Y ya no digamos su famoso ferrocarril
de alta velocidad –El tren bala— que comunica
Shanghái con Pekín y puede circular a seiscientos kilómetros por hora. Recorre
los cincuenta de distancia que hay entre el centro de esta ciudad y el
aeropuerto en cinco minutos y doy fe de
ello porque no es que me lo han contado, es que lo he comprobado personalmente.
Shanghái es una ciudad amigable para los turistas extranjeros. Mi
experiencia personal, después de haber viajado durante un mes por algunas de las
grandes ciudades chinas –Pekín, Shanghái, Siam, Souzhou, Hangzhou, Guilín, Hong-Kong-- es
que los chinos son, en general, bastante amables con los turistas extranjeros.
Y no poco eficientes. Ya quisieran otros. Supongo que algo tiene que ver en el
asunto esa concepción extremo-oriental de la vida en la que resulta una ofensa
recibir dinero fácil a cambio de trabajar lo menos posible.
La Concesión Francesa –el Barrio Francés, para entendernos— de Shanghái está lleno de bares, restaurantes con muchos tenedores y
centros comerciales de lujo. La avenida Nanjing, bajo las luces de neón de sus
tiendas, da paso al Malecón (Bund) y sus antiguos edificios
coloniales. Es un espléndido mirador para ver el reflejo de los rascacielos
de Pudong sobre las aguas del río. Recomiendo
hacerlo primero de día y luego de noche.
El llamado Barrio Francés, con
sus chalets de rejas de hierro y sus avenidas arboladas, explican su apodo de “París de Oriente”. La esquizofrenia
ideológico-económica de China alcanza su cumbre en el hecho de que junto a las tiendas de lujo está situada la Sede del Primer Congreso del Partido
Comunista Chino, un museo histórico con una interesante colección que
muestra los pasos previos a la revolución.
Los taxis de Shanghái tiene
el mismo problema que en el resto de las ciudades chinas: la mayoría de sus
conductores no entienden el inglés hablado y tampoco el escrito. Y, a veces –he
pasado por ello—, tampoco entienden la dirección en chino que figura en la
tarjeta del propio hotel por muchas estrellas que éste tenga. Los ferries son también muy utilizados para
cruzar el río, entre el centro histórico y la zona de Lujiazui, en Pudong. Del
viaje que hice a mediodía en uno de
ellos recuerdo haber pasado frente a una sala de fiestas llamada La
Verbena. Así, en español; lo juro. La Plaza del Pueblo, principal plaza pública de esta ciudad, es
el centro de las convocatorias realizadas por el Partido Comunista y en ella
destacan monumentos que recuerdan la ideología política dominante; en vivo
contraste, por cierto, con los gigantes paneles publicitarios de marcas capitalistas
de lujo que rodean la plaza. En las cercanías se ubican varios museos como el Museo de Arte de Shanghái y el Salón de Planificación Urbana.
Al
norte de la Plaza del Pueblo se encuentra la Avenida Nanjing, una de las zonas comerciales más activas de
China, con locales comerciales de todo tipo: desde comida rápida hasta tiendas
de marca con pedigrí. El tramo peatonal de la Avenida Nanjing, iluminada de
noche por los anuncios comerciales, es un espectáculo que no hay que perderse.
Es como estar en Tokio pero sin tantos robots humanoides de por medio.
En Lujiazui, ribera oriental del río (distrito Pudong) se pueden admirar
las grandes construcciones que han invadido la zona en los últimos años. El Perla
Oriental , una torre de televisión construida en 1994, y La Torre
Jinmao. En esta última está situado el Hotel
Grand Hyatt y su magnífico mirador abocado a un cilindro de luz y color que desciende
hasta el abismo. No queda lejos el Museo
de Ciencia y Tecnología, frente al Parque Century, que es el más grande
de la ciudad.
Demolidos los muros que la separaban de las concesiones internacionales, la Ciudad Vieja de Shanghái va perdiendo poco a poco su espíritu diferente, mientras avanza la construcción de multitud de torres faraónicas que son bloques de viviendas para los campesinos venidos de los bancales de arroz en el interior del país y sus miserables condiciones de vida. Sin duda, han preferido incorporarse a las obras de las empresas constructoras y a las cadenas de montaje de fábricas de productos de alta tecnología, en las que trabajan como negros… y les pagan un sueldo fijo mensual que les compensa de todo lo anterior.
Como cualquier “megápolis” con problemas de suelo
urbanizable, Shanghái también ha
establecidas normas muy rigurosas para la construcción de edificios de
viviendas. Al revés que en la Europa partidaria de los chalés adosados –pero, eso
sí, hechos de “palitos y cantitos”- en esta ciudad está terminantemente
prohibido construir torres de menos de cuarenta plantas. La escasez de
suelo urbanizable, ya se sabe, condiciona mucho las licencias de construcción.
En un sentido y en otro. Pero, como dicen algunos, los chinos no son de este
mundo.
El Templo del Dios de la
Ciudad es un recinto taoísta, principal ejemplar de arquitectura
tradicional china y otro de los más recomendados es el famoso Templo del Buda de Jade, un pequeño templo
construido hacia 1880 para albergar una serie de estatuas procedentes de Birmania
y, sobre todo, la del Buda de Jade, en postura sedente y protegido por una caja
fuerte de cristal a prueba de bombas.
Shanghái es un excelente lugar
para disfrutar de toda la variedad que posee la comida china. Allí se pueden
encontrar gastronomías de todos los rincones del país, aunque la cantonesa sea la
más popular y muchos restaurantes de ese estilo apunten directamente al paladar
de los turistas occidentales. Sin embargo, es recomendable no dejar pasar la
comida propiamente local de Shanghái,
basada en la gastronomía de la región baja del Yangtsé, donde el flujo de
inmigrantes de otras regiones chinas le ha dado una característica fusión de
sabores y ha creado una cocina más agridulce –también más grasienta-- en
comparación con otros platos del resto del país. Los pescados y mariscos forman
parte de la gastronomía autóctona pero hay que procurar comerlos frescos. Nunca
se deben consumir mariscos salteados o fritos en lugares que no tengan probada
garantía porque pueden ser restos de compras de hace semanas.
De noche, Shanghái tiene una vida nocturna “agitada” pero pacífica. Especialmente,
en la zona de la Concesión Francesa, alrededor de la Avenida Hengshan. Salvo que uno sea amante del riesgo y amigo de
caminar por el borde de la legalidad, conviene rechazar las ofertas callejeras
de “masajes” o “servicios especiales”; la prostitución no está permitida en China y supongo
que por eso abunda lo mismo que en lugares donde es legal. Claro que China no
es España en materia de incumplimiento de las leyes vigentes. El mayor peligro seguramente es el tráfico.
Como en toda la China urbana, el peatón es la última prioridad para los millones
de motoristas y automovilistas que recorren las calles.
Lo cierto es que no
tuvimos mucha suerte con el guía local que la agencia de viajes Katai nos
asignó en Shanghái. Era un veinteañero ambicioso, muchísimo más interesado en
hacer márketing de sí mismo que en dar a conocer a los extranjeros la historia
y el arte de su ciudad.
Agradecí la
sinceridad descarnada de la que hacía gala constantemente aquel alevín de
tiburón comercial. Hasta llegó a confesarme, en un aparte con intercambio de
sinceridades, que a él lo único que le
interesaba de su puesto de guía turístico municipal era la oportunidad de dar a conocer a los visitantes sus dotes de
“conseguidor” de productos (ropa de
moda, aparatos de alta tecnología y complementos de lujo) a muy buen precio. Y
de cuyas operaciones se cobraba la correspondiente jugosa comisión. Tuvo su
éxito entre nosotros, exceptuándome a mí, no crean. Pero, en cualquier caso, si
me dan a elegir, yo prefiero a
tipos como él, que dicen lo que sienten de verdad, antes
que aquellos otros a los que en estos tiempos consideramos sinceros. Ya saben,
la clase de gente que te cuenta siempre la misma mentira --buenista y blandiblú--
de la misma manera.
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