Marrakech
es una puerta situada en la primera página de Las mil y una noches, algo
así como un ¡Ábrete Sésamo! que da al desierto empezando por el oasis. Al otro
lado de este lugar tan mítico como Damasco o Samarkanda y que está al sur del
sur, se ven a veces las cumbres nevadas del Gran Atlas y la interminable arena
sahariana que forma un velo para ocultar
una inmensa e irredenta África a la que engañaron con esa falsa independencia
que concede la libertad de morirse de hambre.
Fue fundada por los almorávides en el año
1062 y luego los almohades en el siglo XIII convirtieron Marrakech en la
capital de su gigantesco imperio. Después, la dinastía de los mariníes la
abandonó para trasladarse a Fez y posteriormente los saadianos procedentes del
sur la redescubrieron en el siglo XV y entonces empezó su renacimiento.
Actualmente es la ciudad más visitada de Marruecos y sus setecientos mil
habitantes soportan -encantados, por otra parte- oleadas de turistas que llegan
en busca de aventuras exóticas, previo pago de su importe.
Su medina, que no es tan importante como la
de Fez, está llena de bazares, puestos callejeros y zocos de tuaregs; esos
hombres azules del desierto que te invitan a dar un paseo en sus camellos y
luego, cuando estás amarrado a la joroba, te venden artesanía menuda para
guardar en ella unas pócimas mágicas que, según ellos, hacen milagros con los
extranjeros que han enfermado de ingenuidad después de haberse descreído del
todo.
En
las calles estrechas de Marrakech he visto ancianos bebeberes de inmaculado
gorrito blanco y barba de chivo que caminan encorvados mientras murmuran,
aunque no podría decir si rezaban a Alá o maldecían a Mahoma porque ya carecían
de fuerza para levantar la vista en dirección a La Meca. Y en las avenidas
francesas de Marrakech me he cruzado con chiquillos que, en cuanto sales del
hotel, adivinan al instante que eres español y gritan a tu paso ¡Casillas! y
¡Visca’l Barsa¡. Recuerdo a uno de ellos, un adolescente pesado como una
moscarda, que nos habló en un aceptable castellano de que su paraíso soñado era
el municipio madrileño de Leganés, donde había pasado el mejor verano de su
vida, un par de años antes, cuando estuvo con un hermano mayor que trabajaba en
la construcción y cobraba por ello.
La mayor parte de los edificios importantes
de Marrakech tienen sus paredes exteriores enjalbegadas en un color entre
rosáceo y granate porque las pocas veces que llueve en esta ciudad las gotas de
agua vienen impregnadas del rojizo polvo que lleva en suspensión el viento del
norte del Sáhara y con cada tormenta se manchan las fachadas que no han sido tintadas
previamente con ese mismo color.
Marrakech
está llena de monumentos arquitectónicos que son fruto de su pasado esplendor:
la Mezquita de la Kutubia
es uno de los principales y su alminar –es decir, la torre- es el símbolo de la
ciudad y hermano gemelo de la
Giralda , ya que fue realizado por los mismos arquitectos.
La Puerta de acceso a Marrakech es Bab
Agnaou y antiguamente daba paso directamente al palacio del sultán. Hay una
imponente necrópolis, que es la
Tumba de los Saadianos, decorada con mosaicos de fina loza y
estucos de madera de cedro. Y hay también dos grandes palacios: el de Badi -con
una reproducción del Patio de los leones de la Alhambra granadina- y el
Bahía, construido el siglo pasado. Es recomendable visitar la “medersa” Ben Jussef (la escuela coránica universitaria) y, sobre
todo, dos de sus parques: el Palmeral del norte, con más de cien mil palmeras, y los Jardines Menara de 1200 metros de longitud
y 800 metros
de anchura.
Por
ser tan turística, hay muchos y buenos hoteles, pero al hotel “La Mamounía ” -el más lujoso
que yo he visto y uno de los cinco o seis más caros del mundo- van, a menudo,
los hombres más ricos de la
Tierra . Para entrar en su lujurioso “lobby” hay que
vérselas con unos porteros que la guardan,
vestidos de gran visir y grandes como el genio de la lámpara en la película El
ladrón de Bagdag.
El hotel tiene un casino de fama en
el que los viciosos del azar se dejan auténticas fortunas mientras el
turista toma fotografías interiores en aquella especie de “Las Vegas menor”
colmada de medias lunas, estucados mudéjares, alfanjes de adorno y turbantes de
seda roja que huelen a “Rochas pour homme”.
En las afueras de la ciudad, cerca de los
palacetes que se construyeron Elizabeth Taylor y Jackie Kennedy-Onasis para
disfrutar de sus respectivas juergas,
asistí con otros españoles a una auténtica cena árabe. El lugar --ocupado por
esas grandes tiendas circulares del desierto llamadas “jaimas”-- es la cara
bonita de un país donde los niños te piden en las terrazas de los bares que les
dejes beberse la última gota de tu Coca cola. La cosa terminó al aire libre,
con un espectáculo ecuestre de jinetes casi niños disparando sus viejas
escopetas al aire mientras galopaban en posturas imposibles sobre la
montura. Ninguno se cayó.
Pero lo más fascinante que hay en Marrakech
es la Plaza Djenma
el-Fna. Está situada en el centro de la ciudad y es un lugar asombroso que
algunos novelistas han reflejado en sus obras escritas en las terrazas de los
cafés que la rodean. En esta plaza comenzaba -con un asesinato, por cierto- la
película de Alfred Hitchcock El hombre que sabía demasiado.
Es
un lugar caleidoscópico; por la mañana
se pueden ver vendedores de perfumes y aceites esenciales, sacamuelas con
alicates roñosos entre las manos, encantadores de unas serpientes que salen de
la cesta al son de la flauta, músicos callejeros y buitres enjaulados. Y
muchísimos más cojos, mancos y tuertos que en ningún otro sitio del planeta.
Allí hice lo que jamás se debe hacer en Marruecos ni en ningún otro sitio de
África: tomarse uno la libertad de fotografiar paisanos sin haber pagado antes
el impuesto revolucionario al fotografiado, aunque éste sea una cobra como la
que me miraba fijamente con la boca apuntándome directamente a la yugular.
Todavía no sé como logré salir de allí sin haber pagado nada al flautista y con
el carrete intacto. A esta plaza, bajo la luna, le ocurre lo mismo que al
doctor Jeckyll cuando se convierte en Mister Hyde; de noche se llena de tipos
patibularios y malencarados que tienen el rostro atravesado por cicatrices de
muchísimo respeto y a los que les brilla una punta de acero en el bolsillo. Así
que más vale hacer la visita nocturna protegido por unos cuantos
guías-guardaespaldas.
Naturalmente, a todos esos turistas que van
a Marrakech y no salen de un lujoso hotel de cinco estrellas durante su
estancia allí, no les pasa nada de esto pero ellos se lo pierden.
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