4.- UN RELOJ, UN COCHE Y UNA MUJER
La Tierra, como la luna, tiene también dos
caras. Una es la de los ciudadanos normales. Me refiero a esos que cenan una
ensalada con mozzarela de búfala delante de la televisión, después se limpian
los dientes con hilo de seda, asisten como espectadores a la jaula de grillos
que llaman debate político en televisión y luego se van a dormir con la conciencia tranquila --o narcotizada,
que tanto da-- para volver al trabajo, tan frescos, a la mañana siguiente. Son
tipos que viven en la cara iluminada de nuestro planeta. Puede que no salgan
jamás en el libro Guiness de los records
pero sin ellos la parte de la Humanidad que camina de pie se derrumbaría a los
pocos segundos. Cumplir bien esa tarea, que consta habitualmente de más deberes
que derechos, exige haber aprendido antes que uno no vive en el mejor de los
mundos aunque ha optado por caminar hacia adelante como si el Mal con eme
mayúscula no existiera.
Uno se
alegra mucho de que estas gentes normales sean lo que parecen: héroes anónimos
y cotidianos. Y de que no les haya tocado vivir en la cara oculta de la Tierra,
esa otra que se rige por la violencia y su consiguiente ley del silencio. Algunas
películas como Terciopelo azul,
de David Lynch, hablaban de eso. De que cualquier tipo decente puede
considerarse relativamente feliz y a salvo, mientras sepa mantenerse al margen
de ciertas áreas oscuras y peligrosas de la vida adulta a las que más vale no
asomarse jamás. Son territorios en los que impera el principio de “no sepas; y
si llegas a saber, calla para seguir viviendo”. Del que come, desgraciadamente,
la quinta parte de la Humanidad y ese es el problema. Existen fundadas
sospechas de que a las alcantarillas más putrefactas se accede fácilmente por escotillas
secretas que están situadas en la última planta de esas torres de acero y
cristal con nombre corporativo. Cualquiera de nosotros podría entrar en
contacto con algún periodista de los que han conocido la permeable frontera que
separa/comunica los nidos de terroristas con este mundo feliz y civilizado que gusta de
mirar para otro lado cuando las bombas estallan lejos de sus casas. Yo escuché contar una vez a un corresponsal
de guerra que hay ciudades de Oriente Medio donde algunas mujeres están preñadas
de dinamita y han jurado que parirán su matanza en cualquier lugar concurrido
de Occidente. Claro que la gente normal tiende a ignorar esa clase de verdades
terribles para seguir caminando. Sabe que solo hay un salvoconducto que garantice
relativamente la libertad de sus movimientos respiratorios y al que se accede
mediante la contraseña “en boca cerrada
no entras moscas”.
Me ha
venido esta reflexión a la mente al enterarme de que la norteamericana Marjorie
Alexander apareció hace algún tiempo con las uñas y los labios morados y fríos
como el licor Parfait d’amour.
“Ella tenía
el pelo como la Janis Joplin y los labios morados como el Parfait d’amour”,
cantaba por los años ochenta el granadino Raúl Alcover, poniéndole música a uno
de los hermosos poemas de Javier Egea, ese poeta genial y malogrado de Granada
al que ningunearon hasta la desesperación las gentes de la cultura de
izquierdas, de derechas y hasta del centro reformista.
Me lo contaba,
en una tarde de perros, la teniente de detectives Susan Spencer:
-“Considera que para algunas mujeres la cianosis
como consecuencia de una muerte por asfixia no deja de ser una manera más
barata de que las maquillen en plan gótico por última vez”.
A
Marjorie --amante del pariente de un padrino mafioso-- la encontró la policía
de Long Island casi helada y con una
bolsa de plástico en la cabeza; igual que esas lubinas que cubre el hielo
picado sobre el mostrador de las pocas pescaderías que todavía huelen a mar. La
pobre estaba dentro de su habitación, en uno de esos moteles dotados de
personal de servicio experto en cerrar los ojos y taparse los oídos al segundo
siguiente de cobrar una semana por adelantado. Sin duda, existe otra manera peor
que la de morirse solo: hacerlo en compañía de tus propios asesinos tal como le
sucedió a Marjorie. Los hechos sucedieron a los pocos días de que ella confesara
en un programa de televisión que había sido la amante del gángster Peter Gotti.
Peter tenía una esposa y un hermano mayor que él –me refiero al gran “padrino” John Gotti–,
y que llevaba un año en la cárcel por intento de
extorsión al actor de cine Steven Seagal.
Los
gorilas de la familia se lo habían dicho más de una vez a la pobre Marjorie en
sus mejores días de vino y rosas:
-“Tener
una mujer al margen de la esposa es natural en nuestra cultura de “familia” porque
no tienen nada que ver la una con la otra. Eso sí, no te confundas, encanto; entre
nosotros jamás se aceptará que alguien como tú ocupe un lugar que no le corresponde”.
Marjorie Alexander no hizo caso de estas
amenazas disfrazadas de consejos de sus protectores y sin ser una mujer fatal cometió dos errores que
resultaron fatales para ella. El primero fue enamorarse del tipo equivocado; el
segundo, confesarlo públicamente en la televisión como si fuera la “legítima”,
cuando era la “otra”.
De acuerdo, lo que hace cualquier chica
normal a los diez minutos de que la haya besado el hombre de su vida es
contarle por el móvil a su mejor amiga, con todo lujo de detalles, lo que ha
sentido durante ese medio minuto prodigioso. Pero Marjorie debería saber que
una cadena de televisión no entiende de amistades sino de índices de audiencia
y es incapaz de guardarle ningún secreto a nadie. Uno no puede tomar el ticket
de entrada a un pasaje tenebroso y olvidarse luego de pagar a la salida. Para
un miembro de la mafia como Paul Gotti, Marjorie no era nada más que uno de
esos tres primeros objetos de deseo --“un
reloj, un coche y una mujer”-- a los que aspira todo matón que se precie.
Es el primer sueño cuanto uno empieza a labrarse una carrera de asesino. Así
que el día en que ella entornó los ojos y se dejó abrazar por aquel fulano
--que probablemente aprendió a conducir el triciclo cuando era niño
entre las lápidas de los cementerios-- estaba jurando sin saberlo, con sus
largas pestañas abatidas, que permanecería muda de amor hasta que terminase el
Juicio Final.
Aprendí todas estas cosas de Vic
Castelano, después de que él cumpliera su deuda con la sociedad en la durísima
prisión de Hellhouse. Muchos años antes, Vic se había entregado voluntariamente
a la justicia tras abandonar un negocio
en el que cada contrato se firmaba en la trastienda de un despacho legal, sobre
manteles que se manchaban más veces de sangre que de vino. Una noche estábamos,
él y yo, acodados sobre la barra del Hurricane Club de Miami --que
es donde se sirven los mejores dry martinis del golfo de Florida-- y le
comenté que se le notaba bastante el bulto sospechoso bajo la chaqueta.
-“Sólo
es aire.” - me dijo Vic - “El hueco que deja la pistola del pasado es así.
Aunque la cárcel te haya reconvertido en un ángel, ya no hay plancha que pueda
rehabilitar la deformación de tu traje de rufián. El mundo del que procedo,
muchacho, es muy limitado. Solo tiene dos puntos cardinales: la ley del
silencio y la bolsa de plástico en la cabeza.”
(Sergio Coello)
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