5.- SIETE HORAS DE GLORIA
Siempre he creído que atracar un banco en una película es más difícil que en la vida, a pesar de que la creencia general tiende a lo contrario. En el cine, un atraco propiamente dicho suele ser cuestión de minutos pero su planificación –a poco que se trate de un golpe mínimamente serio– necesita semanas de intenso trabajo preparatorio. Primero hace falta un cerebro organizador que elija el objetivo y el método de la operación; luego, ese cerebro tiene que ponerse a buscar esos tres o cuatro hombres de acción, llamados “especialistas”, que entrarán a formar parte de la banda si son capaces de superar las pruebas de selección. Al propietario de la idea se le llama, precisamente el “cerebro” del atraco porque suele analizar con mucha calma y rigor a los candidatos. Los elige uno por uno y echando mano de su memoria sobre quién es quién en los bajos fondos. Por ejemplo, como lo normal es que no desee dejar el menor rastro de sangre nunca incluiría entre los elegidos a uno de esos niñatos inmaduros que quieren presumir de título de atracador sin haber aprobado antes el bachillerato de raterillo. Por mucha pinta de facineroso que exhiba, un tipo que no ha madurado todavía como hombre es poco de fiar como miembro de una banda seria. Es muy posible que le traicionen los nervios en mitad del atraco y se ponga a vaciar el cargador de su pistola sobre los clientes obligados a permanecer tendidos en el suelo. Hasta puede que eche mano de una cerilla y encienda la saca del dinero para alumbrarse cuando el director de la oficina apaga la luz apretando un botón escondido. Un escritor clásico de novelas negras me contó una vez que cierto adolescente inseguro entró en un banco para llevarse el dinero y se quedó allí plantado, con cara de bobo y sin hacer nada, hasta que llegó la policía y lo detuvo. Resulta que se había enamorado perdidamente de la cajera nada más verla. De repente, le había afectado el flechazo más estúpido posible en aquellas circunstancias porque solo atravesó su corazón pero no el de la chica de la ventanilla que le había fascinado. Para colmo –las desgracias nunca vienen solas– ella era lesbiana y para su líbido los hombres no significaban más que bolsitas de semen; el mal necesario, ya se sabe.
-“Aquel
atracador era demasiado joven - me dijo Harry –. El pobre estaba tan alterado
que no sabía lo que hacía. Creo que disparó a su propia cabeza porque le
pillaba más a mano que la mía.”
En el cine policiaco, insisto, el
asalto a la caja fuerte de una entidad bancaria no es más que el prólogo de un
futuro bien planificado en el que todo ha de prepararse con antelación, incluso el
agujero donde dormirá el botín hasta que pase ese tiempo tormentoso de
investigaciones policiales y chismes de confidentes que siempre preceden al
archivo definitivo del caso.
En la vida real, sin embargo, y a la
vista de lo que dicen las crónicas negras del día a día, tengo la impresión de
que atracar un banco puede resultar una tarea relativamente sencilla. Se diría
que está al alcance de cualquiera que ande un poco hinchado de esa
desesperación juvenil a la que cierta sociología barata ha incorporado al
patrimonio ético de la “moral distraída”.
Antes, cuando la canción popular coronaba
con el laurel de los héroes a los bandoleros andaluces también había pobres
normales agobiados por la miseria. Claro que de ellos no se podía decir que no
tuvieran nada. Siempre dispusieron, al menos, de dos cosas: un par de manos
para trabajar donde hubiera faena y un par de principios éticos aprendidos en
la escuela del humilde ejemplo familiar. Esa gente pobre de solemnidad jamás
buscaba atajos tramposos por los que llegar a conseguir el triple del contenido
del sobre que llegaba a fin de mes, si es que llegaba.
Ahora, con el estado del bienestar a crédito,
una democracia formal de cartas marcadas y ese complejo educacional por la
golfería violenta que se ha instalado en la conciencia colectiva, para atracar
un banco lo único que hace falta es disponer de un par de armas de juguete lo
suficientemente simuladas. Basta que los amenazados con ellas se den cuenta del
truco medio segundo después de que haya pasado todo. También ayuda al éxito de un
asalto a mano armada cierta confusión mental y muchas ansias de fama en la
cabeza del atracador. Me refiero a esa gloria televisiva que es capaz de poner
en circulación ante millones de personas un rostro con nombre propio antes de
que cambiemos de canal. A decir verdad, también hace falta otra cosa más: una
sociedad mediática que ni sabe ni desea distinguir entre dioses y hechiceros,
de manera que está dispuesta a hacer un batman del primer personajillo que se
ponga una media en la cara o un pasamontañas por montera.
Hace
algún tiempo un joven inmigrante rumano, que ejercía de huésped habitual de
comisarías, retuvo como rehenes a una docena de personas en la
sucursal del BBVA de la calle Libreros de la ciudad donde vivo. Empezó
exigiendo al funcionario negociador un millón de euros y luego lo cambió por la
petición de un helicóptero. Sospecho que para ir ganando tiempo o para abrir
boca. Cuando, por fin, se aclaró respecto a sus verdaderos deseos, exigió lo que
de verdad le importaba: un televisor que reprodujese las imágenes que las
cámaras grabarían durante las negociaciones. Para cualquier don nadie no hay
nada que se pueda comparar a eso de que medio país esté pendiente de él durante
un tiempo tan limitado como grandioso. Al joven atracador le entrevistaron los periodistas
en la radio, antes de entregarse, y hasta le preguntaron por su estado de ánimo.
Mientras tanto, los secuestrados cumplían su papel de angustiado coro decorativo
como en las tragedias griegas. Para la prensa, en esta clase de “teatro de
operaciones”, lo único que cuenta es el actor protagonista. Sin duda, sabían
que nadie sufriría un infarto de miocardio debido al miedo porque todo el mundo
es consciente de que el corazón entiende mucho de pistolas falsas. Además, vende
más el asalto a un banco de un hombre inmaduro que no sabe lo que quiere que el
miedo masivo de veinte familias que ignoran lo que está sucediendo allí dentro
con alguno de los suyos. Al fin y al cabo, se trataba de gente común --trabajadores
o pensionistas honrados-- y no hay nada tan poco fotogénico y noticiable como eso
de vivir y dejar vivir. Se lo escuché
decir un día al genial escritor Mark Twain:
-“¿Sabes
por qué nos alegramos tanto en las bodas y lloramos mucho en los entierros?
Porque no somos los protagonistas.”
No tengo la menor simpatía por los bancos
y menos aún, por los banqueros. A lo que ellos llaman servicio al cliente yo lo llamaría de buena gana “abuso de poder”.
De hecho, estoy totalmente de acuerdo con mi inolvidable amigo Charly Countesse,
que me dio la mejor definición del banquero que he escuchado nunca. Él, que había
trabajado toda su vida para algunas de las corporaciones bancarias más
importantes del país, me dijo una tarde:
-“Un
banquero es un señor que nos presta el paraguas mientras hace sol y exige que
se lo devolvamos de inmediato cuando empieza a llover a mares.”
En todo caso, no parece que el mundo haya
avanzado demasiado en este asunto de los atracadores sin sentido. El progreso
tal vez tenga una deuda mayor con aquellos antiguos padrinos de la mafia que
supieron transformar un día sus destilerías clandestinas de alcohol durante la
ley seca en negocios decentes capaces de alegrarle la vida al ciudadano con un
buen bourbon de marca.
En cambio, me temo que a este chico sin
papeles la justicia española le tratará igual que a nuestros delincuentes nacionales.
Es decir, mejor que a sus víctimas. Y cabe esperar algo peor: que no tarde en
encontrar ofertas mediáticas para plantar un árbol, tener un hijo y escribir un
libro sobre su hazaña.
Yo estaría dispuesto a escuchar sin
rebelarme que es (un) inocente pero, eso sí, que no me venga nadie con el
cuento averiado de que, después de todo, no ha robado nada. Se lo escuché decir
una noche al sobrevalorado pintor Andy Warhol:
-“Todo
el mundo tiene derecho a diez minutos de gloria en la televisión.”
Bueno, pues esas siete horas de
gloria televisiva que acaparó para sí mismo este ladrón de tiempo de fama en mi
ciudad no eran todas suyas. Les quitó su legítima parte a los otros veinticuatros
atracadores de bancos que trabajaron ese día sin un periodista a mano que se
hiciera un mal selfie con ellos.
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