CHICAS MALAS
Cuando éramos jóvenes todos teníamos
un amigo listo que nos comentaba poniendo
cara de Humphrey Bogart:
- “De todas las chicas malas,
las peores son las mejores”.
A eso, ahora
que ya existe
un nombre de enfermedad para cualquier deseo masculino, tendríamos que llamarlo
hoy "síndrome de Mae West" pero entonces era mejor guardar un silencio de tipo estratégico. Ya saben, esa clase de mudez provisional que uno procura adoptar cuando
no está de acuerdo con lo que
otro acaba de decir
pero no le contesta como
se merece.
Y no porque no se atreva
a hacerlo sino para evitarle la oportunidad de que
insista en su majadería. Porque en el
fondo ya entonces pensábamos –y eso que todavía
no habíamos hecho casi ningún viaje de vuelta– que las chicas malas están muy bien para la literatura, el cine y esa Historia
pasada que ya sólo viene en las enciclopedias. A la hora de la verdad
--quiero decir en la vida real--, los hombres acostumbramos a darnos cuenta a tiempo de que ni la más lanzada
de las mujeres
fatales podrá compararse jamás con una buena samaritana.
Lo malo
es que
a
las samaritanas les gusta más pasearse por las páginas de los Evangelios que por las aceras de nuestras
calles.
Una vez descubierta la prodigiosa literatura de los grandes maestros de la novela negra --Raymond Chandler, Dashiel Hammet, Ross Mc Donald,
James L. Cain,
Chester Himes, Jim Thompson-- hay que admitir
que las vampiresas dan mucho mejor juego para la imaginación de los hombres... con imaginación. Pero seamos claros, en esa realidad cotidiana
que empieza con el afeitado
frente al espejo y acaba con el último cepillado de los dientes por la noche,
la mayoría silenciosa masculina prefiere llevar una buena chica de copiloto
a la hora de conducir el coche de su propia vida. Entre otras cosas porque
a bordo, y ya en ruta de la existencia de cada uno, no hay más remedio que poner un pie en el
acelerador de los sueños y otro en el freno de las frustraciones.
Pocos se atreverían a discutir que sólo una buena chica –esa clase de mujer que está dispuesta a proporcionarte un par de alegrías esa noche en la que descubres
que te ha vendido tu mejor amigo por
la mitad de lo que vale él– no tiene precio,
con
perdón. Una chica buena puede ser lo suficientemente generosa
como para secarte con su foulard
de Chanel recién estrenado el sudor de la última transpiración que emites cuando ya te ha llegado
la hora. Y sentado esto, uno tiene que admitir
–de eso, exactamente, quiere tratar este artículo–
que donde más se nota la bajada de nivel del mundo actual respecto a todo lo que hemos perdido es que ya ni siquiera hay chicas malas con aquella calidad de las de antes. Ni en la vida real, ni en la ficción. Hoy la cosa se reduce a un par de modelos de perversidad femenina sencillamente deleznables a las que les han depilado definitivamente la inteligencia y el sex appeal. Esta televisión narcótica que tanto nos acosa ha entronizado en sus programas-gallinero a una variedad de mujer torpemente perversa
y ciertamente inaguantable. Se la ve tan inculta, tan vociferante y tan exhibicionista que, en el mejor de los casos, cualquier
tipo normal estaría
dispuesto a acompañarla como mucho hasta el contenedor
de la basura de la esquina. Con la condición
de que se quedara a vivir dentro de
él un par de años, por supuesto. El otro modelo es peor aún. Quiero decir más nocivo. Me refiero
a esa fanática
combatiente contra
el infiel varón occidental; la que ya mamaba sangre
vengativa desde sus tiempos de cuna. Esta otra chica mala, ultra-islamista fanática, de todo su cuerpo exhibe únicamente sus ojos porque para ella el erotismo es cosa de hombres. Y en su mirada se pueden advertir, desnudos y apareados, el odio contra la libertad
de nuestras mujeres
y una sumisión esclavista a los varones de su cuerda. Con ese equipaje
moral averiado y el cinturón lleno de muerte, como buena asesina en serie, parte a cumplir su destino que consiste
en añadir unos cuantos cadáveres más --incluido el suyo propio--
al tablero de ajedrez
sobre el que se asienta media Humanidad. Son mártires –“mártiras”, dirían las bibianas y bibianos aido—de la nueva guerra almohade.
Así que, ya digo, comparar
estos dos perfiles actuales de chica mala con aquella bailarina-espía llamada Mata-Hari
o con Bonny Parker,
la pistolera rubia real que inmortalizó en los años sesenta el director Arthur Penn con su película Bonny y Clyde, sería algo así como comparar una planta depuradora
de aguas residuales con la línea de perfumes de Christian
Dior.
Supongo que el feminismo radical
no estará muy de acuerdo con estas conclusiones mías. Claro que el feminismo radical anda ahora en
otras cosas, poniéndole sexo a las palabras y género a las personas; es decir, intentando organizar el mundo al revés. Es lo malo de aspirar
a moverse galopando sobre el caballo de las míticas amazonas sin querer pasar previamente por el mal trago de encallecer el propio culo aprendiendo a montar.
En lugar de una guerrera mitológica con un pecho cortado hoy tenemos
a una chica trotando
sobre un caballo
blanco por la playa, como aquella del anuncio televisivo en blanco y negro de Centenario Terry.
Afortunadamente el progreso de la mujer no está exclusivamente en manos del feminismo
radical. Hay mujeres que comparten estas reflexiones, sencillamente porque opinan de forma muy parecida a nosotros. Una de ellas, con la que coincidí en un vuelo Los Ángeles-Nueva York, me contó que ella antes había sido la viva imagen de la mujer despechada
y que hubo una época en la que no tenía edad porque
en
lugar de años cumplía fracasos sentimentales. El amor suele estar mal repartido, eso es cierto. A veces se ceba con algunas mujeres haciendo que se vuelvan locas por el tipo más canalla
de la ciudad. Ya saben, la clase de
hombre que en el mejor
de los casos besa de manera imprevista
a su chica en los labios, no con los suyos sino con el puño cerrado. Aquella compañera de viaje me confesó
que los hombres complicados le habían dado muy mala vida. El primer
tipo del que se enamoró tenía verdadero terror a crecer y asumir responsabilidades. Había tomado la decisión unilateral de negarse a traer niños a un mundo que, a su juicio, los dejaba morir de hambre o los malcriaba, dependiendo
exclusivamente de la cuna donde nacieran. Aquella pasajera me dijo que el último hombre complicado al que soportó llevaba un hospital
psiquiátrico de bolsillo dentro de su cabeza.
Y entre uno y otro fracaso sentimental se estuvo relacionando
medio en serio con cierto fulano que firmaba cheques
falsos con el cañón de su pistola
y para dormir hacía un trío en la cama con ella y con su abogado
de guardia.
- “Llegué a pensar que en mi vida jamás aparecería un hombre simple”
- Me dijo antes de lanzar una mezcla de sonrisa y suspiro
que empañó el cristal de la ventanilla del avión a diez mil metros de altura sobre el Atlántico - “Ahora, en cambio,
soy muy feliz - continuó - y ¿sabes cuál es el secreto
de mi felicidad? Vivo con un tipo que me quiere y juega al béisbol sin que se le ocurra jamás mezclar ambas cosas. Lo que más me gusta de este hombre es que se levanta cada mañana asombrándose de que el sol pueda entrar por la ventana de nuestra
habitación sin que él haya tenido que apretar
ningún botón.”
Sergio Coello
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