AMBICIONES
La ambición es anterior al hombre y quizá tenga origen sobrehumano. Uno tiene la sospecha de que sin un poco de ambición divina Adán se hubiera quedado en escultura de barro firmada por ese primer artista que se llamó Dios. Y, a su vez, sin ninguna ambición humana el marido de la primera Eva seguiría siendo hoy un funcionario que ganó la plaza de guarda jurado del Paraíso en una oposición sin competidores. Sin esa fuerza interior de la ambición, ya digo, la escoba no hubiera llegado jamás a ser aspirador eléctrico y la Humanidad continuaría usando la fiebre de sus hijos enfermos por la peste como sistema de calefacción dentro de la cueva. Quiero decir que sin aspiración de llegar más lejos y subir más alto no hubieran existido Alejandro el Magno, Miguel Ángel, William Shakespeare, Juan Sebastián Elcano, Thomas A. Edison, Marie Curie, Alexander Fleming, Isadora Duncan, John Ford, Los Beatles y Bob Dylan. Y tantos otros sin nombre popularizado que ayudaron a cambiar el mundo, que no siempre la fama cumple con su obligación de premiar a todos los que valen más. Me lo dijo el genial novelista alcalaíno Miguel de Cervantes –a través de su personaje Don Quijote-- una tarde que me dio por repasar algunas de sus inmortales obras;
-
“Has
de saber mi buen Sancho que ningún hombre vale más que otro, salvo por lo que
hace.”
Por eso hay pocas cosas tan absurdas como hablar
de antagonismo entre progreso y la ambición individual. Sé de bastantes políticos
actuales con una íntima y exagerada ambición de poder personal que tachan de
insolidarias a las ambiciones particulares de los ciudadanos. El poder tiene
eso, que procura su monopolio en todo, incluidas las palabras. Un amigo mío
dice que Naomi Campbell no es más que Betty la Fea con mucho bronceador y unas cuantas ambiciones de más y
creo que, en cierto modo, mi amigo tiene razón. Aunque exista gente equivocada
con ese concepto --tipos que están convencidos de que para conseguir un árbol
en el propio jardín basta con llenar un saco con hojas-- la ambición no tiene
nada que ver con la codicia ni con la envidia. Son cosas distintas, que si se
aparean pueden dar lugar a una mezcla explosiva. La misma que se produce cuando
la yesca, el encendedor y una gasolinera cercana deciden liarse y forman un
trío.
En la Historia –me refiero a la que está
siendo reescrita últimamente con la intención de añadir algunas aportaciones
“creativas” a los hechos puros y duros– se afirma que la ambición ha sido
exclusivamente masculina durante siglos. Para ser excepcionales, los casos de
Cleopatra, las dos Isabeles I (de Castilla y de Inglaterra), Catalina la Grande, Bárbara Stanwick en la
película Perdición,
Jacqueline Kennedy, Madonna, la israelí Golda Meir, la alemán Angela Merkel y todas esas amas de casa que aplican su
dictadura blanda de puertas para adentro en sus hogares, me parecen demasiadas
excepciones a la regla. Pero aun admitiendo tal teoría –la del tradicional
machismo ambicioso– el discurso se viene abajo delante de esta realidad actual
en la que cualquier estudiante universitaria española gana por goleada a casi todos
sus compañeros varones de clase en materia de aspiraciones. No hay más que echarle un vistazo a los
resultados de los exámenes.
En el sentido teóricamente machista de la
palabra, el fulano más ambicioso que he conocido era mujer y se llamaba Susan
Flaherty. Susan era una de esas chicas
que les das la mano y se quedan con el dedo en el que iba tu alianza. Cuando se
paraba delante de la joyería Tiffany’s
su sueño no era lucir la joya más cara del escaparate sino convertirse en dueña
del establecimiento. Una noche que estábamos en el Club Astoria escuchando a Sinatra cantar My way la invité a
bailar y me rechazó porque yo quedaba muy por debajo de sus aspiraciones,
incluso para bailar esa canción inmortal en la voz de platino de Frankie. Fue
entonces cuando se sinceró conmigo por primera vez:
-
“Yo
espero todo de la vida. Aunque he de darme prisa porque no me queda mucho
tiempo. Con esta ola de viento a nuestro favor, una mujer que antes de los
cuarenta no ha conseguido ser dueña de medio país corre el peligro de que la
hagan hija adoptiva del otro medio.”
Susan decía que una mujer sin ambiciones
era menos que medio hombre. Trabajó para los principales bancos de la Costa
Este -desde Rhode Island hasta Savannah- y alcanzó una fama indestructible como
ganadora de mucho dinero para las empresas que la contrataban. Claro que
cobrara tan caros sus servicios que cuando se despedía voluntariamente los
accionistas respiraban aliviados. Aquella mujer era capaz de oler el patrimonio
del hombre que le acababan de presentar aunque éste llevara encima dos litros
de colonia 212 for men de Carolina Herrera. Podía tasarte entero con
sólo echarle un vistazo a la raya de tu pantalón. Tenía una habilidad especial
para permanecer fría como un iceberg delante de media docena de calenturientos
admiradores. La última vez que la vi me confesó:
-
“Hasta
Pierce Brosnan y George Clooney han fracasado al intentar seducirme a dúo. Sin
embargo, entre el dinero y yo hay una atracción irresistible. ¿Sabes una cosa,
encanto? Ningún rostro de hombre tendrá jamás para mí el atractivo de ese
retrato masculino que figura en el centro de los billetes de cien
dólares.”
Y luego están, claro, aquellos que
confunden la ambición con la firmeza en las propias convicciones. Que también son cosas diferentes. Conozco
escritores que carecen de ambición –hasta el punto de que solamente aspiran ya
a tener un buen cojín a mano sobre el que sentarse el día en que empiecen a
resbalar por la cuesta abajo de la decadencia– pero están tan seguros de sí
mismos que escriben cada nueva obra abordándola por el final, con la propia
firma. Una noche que estaba cenando con
unos amigos en un restaurante de moda pude observar a la pareja que ocupaba la
mesa de al lado. Parecían jefe y secretaria pero en aquel lugar habían
intercambiado los papeles y protagonizaban el guion de una película abierta a
cualquier final. El maitre, un lechuguino muy estirado, sugirió a la
dama el menú de degustación de
la casa. Ya saben, una de esas largas sinfonías de sabores compuestas por dos o
tres moléculas de arte culinario firmadas con salsa de colores dentro de un
plato con el diámetro de las ruedas de un camión. Aquella mujer –cuya piel iba
vestida por debajo del treinta por ciento– interrumpió al jefe de sala para que
no perdiera el tiempo:
-
“Sólo
tomaremos el papel de la carta del menú” - cortó ella - “y creo que antes de
terminar de leerla, mi acompañante ya me habrá pedido que me case con él. Así
que vaya usted preparando directamente el champán del final.”
(Sergio
Coello)
Brillante como siempre, Sergio.
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