8.- HUESOS EN EL ALMA
Las gentes del sudeste asiático son de una pasta diferente. No de esa materia blanda en la que los occidentales hemos convertido nuestras convicciones; la suya tiene algo de esa piedra preciosa de color amarillo --muy cara-- que los gemólogos llaman Berilo-Heliodoro. A nuestra civilización europea, un poco vieja y demasiado cansada, la mantiene unida al suelo la fuerza de la gravedad junto a esa tendencia a conservar la menor energía potencial posible. Ellos, sin embargo, están situados boca abajo y se agarran con uñas y dientes a la Tierra –y a la tierra-- para no caer al vacío. Creo que saben algo que nosotros hemos olvidado ya: que no hay nadie que pueda llegar tan lejos como un pobre con ganas.
En el sur de Asia ocurren de vez en cuando grandes desastres naturales pero esas desgracias tienen la guerra perdida a la larga porque se enfrentan a una mentalidad de resistentes de trinchera. Ya saben, esa clase de soldados que aprovechan cada cese del fuego para plantar arroz en la zanja desde la que combaten. En esa parte del mundo, al Este del Este, la naturaleza no es un documental de la segunda cadena de TVE. Por el contrario, está llena de lagos que antes fueron cráteres de volcanes y de cuevas invadidas por unos murciélagos rojos que cuelgan del techo de las cavernas como si fueran ratas gigantes con alas. Allí hay ciudades con las calles atestadas de motocicletas, unas motos que frenan y aceleran de oído, con el claxon, pero que serían capaces de dar una vuelta de rotonda en mitad del alambre que los equilibristas tienen entre los dos farallones de un cañón. A lomos de una de esas motos vi una vez en Denpasar, la capital de Bali, a una familia indonesia de seis miembros. Bueno, pues aún les sobraba sitio para el que estaba a punto de engendrarse aquella misma noche. Hace menos de cuarenta años aquellas mujeres lavaban sus ropas en el Océano Pacífico sin quitárselas del cuerpo. Estaban tan acostumbradas a parir hijos mientras recolectaban el arroz que aprovechaban el filo del machete parar cortar el cordón umbilical del recién nacido. Comen carne de perro y llevan miles de años viviendo sobre el agua en barcos de caña de bambú que no se hunden jamás.
Sus cabañas de madera y barro siempre están orientadas hacia ese punto del horizonte del que invariablemente proceden las buenas vibraciones. Están tan hechos a la vida dura, ya digo, que hasta sus bicicletas han aprendido a nadar bajo la lluvia de los tifones. Riegan el huerto familiar en una isla desértica con el agua traída de otra isla inundada, a razón de un par de cubos por viaje y sus mujeres jóvenes esparcen el alquitrán en las carreteras a paletadas. antes de fundir la mezcla con su sonrisa. Porque ellas sonríen de otra manera, como si no se les hubiese atrofiado aún el músculo facial de la naturalidad. Desde pequeñas, esas gentes saben quitarse el hambre masticando la humedad espesa de los monzones y en épocas de sequía calman su sed tragándose dos veces la misma saliva. A pesar de los miles de muertos de sus terremotos y tsunamis a mí me parece que han conseguido ser algo que nosotros no hemos sido nunca: indestructibles. Es como si tuviesen huesos en el alma y por eso pueden levantarse más tiesos y ligeros después de la caída. Me di cuenta de ello, hace años, cuando visité una pequeña y famosa isla de Indonesia, Bali. Aquello era un Edén al que los antiguos occidentales finos iban a casarse para que su luna de miel fuera realmente de miel y no de sacarina pero unos terroristas islámicos –compinches de los porteadores mortales de nuestros trenes del once de marzo– convirtieron la ciudad de Kuta en un infierno, apenas dos meses después de mi regreso a España. A veces, los sueños de los hombres tienen despertares de pesadilla. Así y todo, estoy seguro de que el mundo que viene será de ellos, de esos asiáticos del sur -India, Malasia, Tailandia, Vietnam, Indonesia- y de los del norte –chinos y coreanos- porque son ya la única civilización verdaderamente fuerte que le queda al mundo. Aunque carezcan de estas escuelas modernas europeas donde nuestros hijos aprenden a no creer en nada y a adorar algunas de esas patrañas falsamente justas que suenan tan bien. La diferencia entre un adolescente español y otro de aquellas tierras es que el nuestro piensa que tener valores básicos sobre la ética personal y sus verdaderos intereses es una enfermedad contagiosa contra la que debe vacunarse cuanto antes, mientras que el de allí jamás prendería fuego su casa para calentarse el ColaCao del desayuno con las llamas que salen de la habitación de sus padres. Esta Europa entrópica que un día aprendió a amar la libertad de los ciudadanos manchándose antes con la sangre privilegiada de los aristócratas tuerce hoy el morro delante del derecho a crecer de todos los trabajadores tercermundistas con ambiciones. Si Europa fuera aquella mujer de la mitología clásica hoy no le interesaría raptarla ni al Dioni. Se ha convertido en una solterona tan egoísta que sólo les echa una mano a sus criadas orientales para que le hagan casi gratis la manicura.
En algunas cosas, los europeos en general --y los españoles en particular-- hemos madurado al revés. Nos hemos dejado seducir por nuevas versiones –cada vez más flojas y cursis– de las dos ideologías dominantes. Ambas son muy radicales en la paja de las apariencias pero asquerosamente entreguistas en el grano de las ideas. Mal asunto, teniendo en cuenta que Asia no echa barriga a los cuarenta ni tiene alto el colesterol, gracias a milenios de alimentarse con arroz. Hasta ahora esas gentes llevaban el negocio familiar sobre la cabeza –dentro de un capazo de bambú– y únicamente echaban raíces en el viento pero se ve que ya han descubierto también la energía productiva como motor del progreso. Mientras aquí andamos debatiendo si las ratas de alcantarilla son galgas o podencas, allí están poniendo en marcha su propio tren de la Historia. Tirarán a dos manos de la cuerda que arrastra la locomotora sin vapor pero sólo hasta que terminen de llenar la caldera con la lava de sus volcanes. Después la máquina resoplará avanzando por su cuenta a la velocidad de esa clase de movimientos que deben su libertad exclusivamente a sí mismos. Cientos de miles de ciudadanos de esos países pasan, de vez en cuando, una mala racha y quizá necesitan que les echemos una mano, cuando están recién golpeados. Estoy de acuerdo. Pero, sobre todo, lo que necesitan es que no les pongamos las habituales zancadillas protectoras que los mantienen tumbados en el suelo, a ras de las monedas que les arrojamos como limosna. Me refiero a esos palos que venimos echando a las ruedas de sus carros para que no corran por encima del límite de velocidad que les hemos fijado a nuestra conveniencia. Palos que ellos acabarán quemando para quitarse el frío de los huesos del alma.
En fin, que yo no me llamaría a engaño. Ningún sufrimiento conseguirá agarrotarles los dedos de los pies para dejarlos parados unos cuantos siglos más, como venía sucediendo hasta hace poco tiempo. Tienen la paciencia justa para guardar durante un par de años en la casa familiar el cadáver incorrupto de la abuela hasta tributarle el entierro que se merece. Digamos que se encuentran a dos mil años-luz por delante de nuestra vagancia creativa, de este amodorramiento moral que nos ha acabado embargando desde que decidimos sestear a espaldas de la pedagogía del esfuerzo, no únicamente físico.
Estoy seguro de que allí y ahora, entre aquel montón de tragedias decoradas con cieno y fosas comunes, no se está perdiendo ni un solo llanto de mujer por sus muertos. Aprovecharán hasta la última lágrima del llanto puntual –bien aligerado de la correspondiente sal– para regar con ellas la próxima siembra.
Nosotros, en cambio, preferimos tumbarnos en este sofá modelo imperio romano decadente para comer uvas de moscatel mientras escuchamos la lira de Nerón. Lo malo es que al otro lado del mundo empiezan a asomar las puntas de las llamas. Huele a chamusquina, como si Roma fuera a arder de nuevo.
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