9.-
ADIÓS, MUÑECA
Algunos hombres aprenden poco con el paso
del tiempo y siguen siendo esos tipos ingenuos que mañana le pagarían un millón
de euros a un trilero del Rastro madrileño por un “Picasso” recién pintado. Fulanos, ya digo, convencidos de que es
más fácil entendérselas con la pila de una muñeca hinchable que con el corazón
de una mujer. La gente suele considerarlos raros y se limita a dejarlos en paz dentro
de su mundo de globos hinchados con vapor de plomo. Ya saben, esa clase de
varones enfermizamente tímidos que se encierran en sí mismos porque creen que la
Biblia es un libro mentiroso y que ellos están en posesión de la verdad sin
tapujos. Me resulta curiosa esa fe que practican acerca de que la verdadera
mujer creada por Dios para que el hombre no estuviera solo no fue Eva sino la
serpiente. También acostumbran a pasarse la vida echándole una partida de
ajedrez a su propia sombra. Menos mal que la ciencia piensa en todo y la
tecnología del plástico acudió hace tiempo en su ayuda para que ellos jugaran
también a otras cosas que figuran en el catálogo de los pecados capitales.
Una vez conocí a un tipo de esos. Estaba ingresado en una institución psiquiátrica y decía que desde que tuvo uso de razón recordaba haber recelado siempre de la mujer, en general. De todas ellas, quiero decir. Era tal el rechazo que sentía hacia lo femenino que llegó a embarcarse en una larga batalla legal para que la justicia le permitiera casarse con una incubadora.
Una vez conocí a un tipo de esos. Estaba ingresado en una institución psiquiátrica y decía que desde que tuvo uso de razón recordaba haber recelado siempre de la mujer, en general. De todas ellas, quiero decir. Era tal el rechazo que sentía hacia lo femenino que llegó a embarcarse en una larga batalla legal para que la justicia le permitiera casarse con una incubadora.
-“En
la vida real sólo existen mujeres fatales." -me dijo una vez-; “chicas que
en cuanto huelen tu dinero apuntan con sus labios a tu boca pero disparan sus
manos a tu cartera”.
Rico por herencia --hasta el punto de que
el director de la oficina bancaria donde guardaba la pasta le había hecho de
limpiabotas una par de veces-- acabó arruinado y hundido en ese pozo de ideas
negras. Eso sí, antes tuvo tiempo de gastarse toda su fortuna en abogados y
perder dos juicios; uno legal por empeñarse en ser pareja formal de una de esas
máquinas de útero electrónico y otro personal, el juicio mental suyo
propiamente dicho. Lo peor de todo es que los electroshocks le habían servido únicamente para reafirmarle en
sus convicciones.
-“Fui
un ingenuo pensando que podría ganar aquel pleito."--Me contó en otra
ocasión mientras se espantaba moscas imaginarias de la frente.-- "Un
hombre solo jamás podrá vencer a esta conspiración universal. El juez que me
correspondió en el juicio era mujer. Y la psiquiatra que me ve una vez a la semana.
Hasta ese gorila gigante que me inyecta tranquilizantes para que se me llene la
cabeza de niebla es otra de ellas disfrazada de macho. He pensado en fugarme
pero para hacerlo no hay más remedio que pasar por el aro; resulta que la
ventana por la que he de saltar, la cuerda para descolgarme por el exterior del
muro y la puerta que da a la calle pertenecen también a ese mismo maldito
género femenino, aunque sea a nivel gramatical. Incluso a la muerte se le da desde
antiguo tratamiento de dama.”
Hay gentes
políticamente correctas que en la actualidad
se comportan como si se hubieran inspirado en aquel tipo que conocí hace
unos años. Son personas que le declaran la guerra al otro sexo –al distinto del
suyo, quiero decir-- y, en su delirio, llegan a tratar el lenguaje como si éste
fuera el arsenal del enemigo. Ya lo dicen a dúo la vida y el paso del tiempo:
la distancia más corta entre dos posiciones extremadamente lejanas no es una
infinita línea recta sino un palmo medido con la mano de un bebé.
Los que
creemos estar a salvo de ser declaradamente necios sabemos que, en realidad,
los hombres no somos otra cosa que mujeres mal hechas. Y eso explica una cierta
prevención masculina ante ellas. Quizá sea una forma de autodefensa; la que
todo ser débil exhibe ante el fuerte cuando se cruza con él en una acera
estrecha. Especialmente, si el fuerte disfruta siendo generoso con el frágil sin
que se lo pidan. Creo que todo esto tiene mucho de miedo a correr el riesgo de permanecer
indefinidamente en deuda con alguien. Se le puede quedar a uno cara de deudor
para los restos y, quien sabe, quizá acaben echándoselo en cara en el momento
más inoportuno.
Ahora que hay tanto debate sobre los
matrimonios diferentes, resulta
que nadie se acuerda de esas parejas de hecho que están compuestas por un
hombre de color gris soledad y una sonrosada muñeca de plástico, “made in Japan”,
que tiene una pila recargable por corazón. Son ciudadanos encerrados en sí
mismos pero respetuosos con la ley que guardan ese secreto doméstico tras la
puerta, Su misterio tiene las medidas de una Barbie a escala natural. Ellos le
han entregado el corazón porque suponen que la muñeca sólo se vuelve pasiva
cuando decae su vitalidad alcalina de quita y pon. Al fin y al cabo, esa mujer
de plástico fino se presenta ante ellos doblada como una camisa de El Corte
Inglés pero gracias a un botón-fuelle fácil de manejar se transforma en otra
cosa: una dama complaciente con piel de latex. Y con la ventaja añadida de que
en la intimidad se le podrán decir palabras tiernas u obscenidades sin que ella
se parta de risa o se cabree.
Hace
tiempo, una de esas muñecas hinchables provocó una alerta de bomba en una
oficina de correos de la ciudad alemana de Chemnitz. El artilugio fue devuelto
por su decepcionado comprador, a través de Correos y la muñeca empezó a vibrar en
el depósito de objetos, dentro de la caja en la que había sido embalada para
ser devuelta a su tienda de origen. El cliente que había adquirido la muñeca
por catálogo, naturalmente, decidió devolvérsela a su madre; es decir, a la compañía
de ventas por internet. Aprovechando la garantía de devolución vigente durante
los primeros quince días a partir de la fecha de compra, supongo. Un divorcio
rápido y barato. Los funcionarios de la oficina de la cartería se pusieron
nerviosos con los ruidos de la chica de goma que salía de aquella caja cerrada.
No sé, quizá pensaron que era de goma-dos. Así que en cuanto el bulto dentro de
su envoltorio empezó a moverse haciendo ruidos extraños, ellos llamaron con
rapidez germánica al remitente para pedirle explicaciones. Éste alegó ante la
policía que había devuelto la muñeca porque se encendía sola y siempre en
momentos inadecuados. Como ya dije desde el primer momento, se trataba de uno
de esos pobres tipos creídos en que las mujeres de plástico no deciden también
el cómo y el cuándo para casi todo, incluido eso que están ustedes pensando. Y
es que tengo la impresión de que los tipos aficionados a las “chochonas” que
miden noventa-cincuenta-noventa no es que sean raros, es que son unos memos
redomados y en un concurso de tontos quedarían por delante del ganador. Estoy seguro de que aceptarían explosión
nuclear como instrumento musical de percusión.
Ya en
los primeros años setenta Luis García Berlanga dirigió una película en Francia,
Tamaño natural, en la que un médico parisino decidía
separarse de su mujer --una especie de Bruja
Reproches-- para liarse con una muñeca hinchable mucho más callada y
complaciente que su ex. Aparentemente, claro, porque lo mejor de la película
era el final. El protagonista desesperado por la mala vida que le daba esta
nueva pareja --no tan sumisa como él había pensado-- decidía poner fin a sus
males lanzando su coche al Sena con ambos dentro --el hombre y su decepcionante
pareja sin alma-- para hundirse juntos.
Adivinen cuál es el último plano de la
película. Premio. Efectivamente, un plano panorámico del cauce del río con la
muñeca flotando sobre las aguas. Viuda y superviviente.
Ya lo dice mi gran
amigo Pedro García de las Heras: “no es cierto que todas las mujeres sean
iguales pero, desde luego, todas han ido al mismo colegio”. Las de
plástico, incluidas.
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