10.- TARDE
Maratones, empleos, trenes, amores; por llegar tarde se han
perdido muchas cosas en la vida. Hasta se han perdido vidas, así es la cosa.
Por ejemplo, si usted fuera gobernador de Alabama y decidiese conceder un
indulto a ese condenado a muerte que van a sentar mañana en una silla con casco
protector, cinturón de seguridad y calefacción eléctrica para la cabeza, nunca
debería poner el papel salvador en manos de una tortuga mensajera. Tampoco
sería acertado elegir a un tartamudo para que transmitiera por teléfono esa
decisión perdonavidas al alcaide de la penitenciaría si sólo falta un minuto
para el cumplimiento de la sentencia. Lo más seguro es que el indulto llegue
tarde, cuando ese pobre hombre esté ya para que sus restos suban al camión de
la basura que recoge los desperdicios de las barbacoas. En el otro extremo del
péndulo, tampoco es aceptable que la policía encuentre las pistas de un crimen,
un par de días antes de que se haya cometido. Eso es lo que hacía el capitán
Quinlan en la película Sed de mal. Su instinto le llevaba a descubrir a
los asesinos mucho antes de que éstos hubieran pensado en matar a nadie. Para
saber que un sospechoso iba a cometer un delito futuro, a aquel policía con
cara de buldog le bastaba simplemente con que se le presentara un ligero dolor
en una de sus piernas mientras le pasaba a ese tipo por la piedra del
interrogatorio. Ya lo decía Marlene Dietrich sobre el cadáver caliente de Orson
Welles, en aquella inolvidable y arrabalera escena final:
-“ Fue un gran sabueso pero era un detective deplorable.”
Con la pérdida de la impaciencia juvenil, la
mayoría de nosotros acabamos aprendiendo que “tarde” y “temprano” son conceptos
tan antagónicos como relativos. El escritor Julio Cortázar escribió un relato
sobre un hombre que exigía a las personas con las que quedaba la misma
puntualidad impecable que él aplicaba a sus citas. Hasta tal extremo era
puntual que su nuca llegaba a todas partes al mismo tiempo que la punta de su
nariz, sin la más milimétrica diferencia. Cortázar desvela al final del cuento
cómo se las ingeniaba el personaje para salvar a su esqueleto de las tres
dimensiones que soportamos los demás. Pero eso es literatura. En la vida real
lo que abunda es esa clase de individuo que apenas te amaga una disculpa por el
retraso cuando se presenta -para devolvértela, al cabo de treinta años- junto a
aquella primera novia tuya que te pidió prestada para bailar Unchained
melody en la fiesta de
graduación. El paso de tiempo, ya se
sabe, es tan relativo como el pelo blanco de Albert Einstein, que era negro
a la altura de su bigote. Por eso está
bien que alguien se haya tomado la molestia científica de ponerse a calcular
con exactitud qué es lo que la Humanidad entiende por “tarde”. Y resulta que,
para el mundo, “tarde” es diez minutos
y diecisiete segundos. Lo ha revelado una macro-encuesta.
Las estadísticas, ya se sabe, han sustituido a las viejas mentiras históricas
en las relaciones del poder con los ciudadanos. Otra estadística también ha
descubierto que cada español es dueño, por término medio, de un cero coma cero
cero ocho por ciento de todos los automóviles BMV que hay en el país. Y es que
la estadística es participativa y solidaria como ella sola. Sus cuestionarios
sólo tienen un defecto, que de todas esas preguntas directas que nos hacen, lo
que menos importa es la respuesta que damos. Lo fundamental para el que
pregunta es lo que le confesamos de nuestra intimidad -de nuestra manera de
pensar y sentir, me refiero-, casi sin darnos cuenta y aprovechando que el
encuestador pasaba por allí. Resultaría interesante averiguar cuántas
elecciones se han ganado gracias al diseño de una campaña electoral inspirada
en todo eso que la mayoría de los futuros electores revelaron previamente de sí
mismos por la puerta falsa de las encuestas pre-electorales. Estoy convencido
de que cada vez que respondemos a una pregunta sobre el estilo de vestir lo que
hacemos, en realidad, es desnudarnos en parte. Así que -sin apenas advertirlo-
mostramos nuestras vergüenzas al entrevistador, éste le pasa los papeles al
analista y por ahí anda la verdadera ganancia política o comercial del negocio
estadístico.
En todo caso, es poco probable que España hay
sido incluida en el campo de estudio para esa encuesta acerca de lo que
entiende la gente por “tarde” A llegar a una cita diez minutos y diecisiete
segundos después de la hora fijada, la mayoría de los españoles lo consideramos
madrugón. Me incluyo como excepción que confirma la regla. Para empezar o más
exactamente antes de empezar, En España nos hemos inventado eso de conceder antes
de comenzar cualquier reunión diez minutos de “cortesía”, a la espera de los
tardones. Quizá porque el español, en general, tiene un respeto imponente a los
incumplidores de la educación ciudadana. Especialmente, a los que se hacen
esperar para demostrar que nada vale la pena sin su presencia. La encuesta
también revela lo convencida que está mucha gente de que únicamente es
necesario llamar para disculparse por el retraso cuando pasan diez minutos y
diecisiete segundos de la hora de la cita y que un diez por ciento de los
entrevistados consideraba normal llegar hasta media hora tarde. Eso sí, un
abrumador porcentaje de cincuentones aseguró que jamás
llegan tarde cuando se trata
de un compromiso importante porque piensan en los riesgos del tráfico si salen
con la hora pegada al culo. Las mujeres jóvenes, en cambio, consideran
aceptable y elegante llegar con unos minutos de retraso a su primera cita con
un hombre; piensan que lo contrario las haría aparecer ante él como "algo
desesperadas". Por último, mujeres y hombres coincidieron en que no les
importaría llegar medio siglo tarde al cumpleaños de su suegra. Pero si quieren
que les diga la verdad, a mí me ha enseñado poco esta encuesta. Todas estas
conclusiones me las resumió mucho mejor la cantante Lorna Thompson, aquella
noche, en el Paradise, mientras
me hacía llorar echándome el humo mentolado de su cigarrillo a los ojos:
-“Escucha, encanto, - me dijo Lorna- a lo único que una
mujer jamás debe llegar tarde es a la lectura del testamento de su marido
muerto.”
Sergio Coello
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