DOS SORTIJAS Y UN FRASCO DE PERFUME
El lujo tiene estas cosas. Un pequeño
detalle de marca llega mucho más lejos que cualquier tragedia personal, por
larga y dura que sea. Los secuestradores de la periodista francesa Florence
Aubenas le regalaron dos sortijas y un frasco de perfume horas antes liberarla
junto a su guía iraquí Hanoun y después de pasar ambos ciento cincuenta y siete
días encerrados en una covacha. A las pocas semanas del rapto, uno de sus
guardianes les dijo “hemos preparado regalos para vosotros" y después de
haberles obligado a permanecer durante cierto tiempo en cuclillas y en la
oscuridad les ofrecieron un par de sillas. Era la primera vez que se sentaban
desde el cinco de enero anterior. En la rueda de prensa que dio después en
París la periodista del diario Liberation contó que tras salir por última vez
del subterráneo en el que permanecieron ocultos durante cinco meses, los
secuestradores les ofrecieron té y pollo asado, "como a unos invitados".
Allí, en su cautiverio, no eran Florence y Hussein sino el número cinco y el número seis;
que los números despersonalizan mucho,
ya se sabe. Florence también contó que, a la hora de dejarles libres, y
para sortear los puntos de control norteamericanos e iraquíes, sus
secuestradores la obligaron a hacerse pasar por la esposa de su chófer y llevar
el rostro tapado. El mandamás de aquellos terroristas –a los que
algunos desahogados morales de Europa se atreven a llamar “tropas insurgentes”–
le dijo:
-"Si alguien te habla te pones a llorar y diremos que padeces
una fuerte depresión."
Por suerte para ella, en uno de los controles
les hicieron bajar del coche y un oficial francés le ordenó destaparse los ojos
y ahí acabó la película de miedo. No tengo la menor prueba de ello pero estoy
convencido de que la colonia femenina le resultó familiar al oficial francés.
En cuanto deja de ser niña, lo primero que hace una mujer es elegir un perfume
que la identifique y la distinga de todas las demás mujeres del mundo, algo así
como su ADN de efluvios personales. Muchas infidelidades, por cierto, se han
descubierto gracias al hecho de que los hombres prestan poca atención a esta
regla de oro femenina.
Pero lo que a mí me llamó la atención fue que
la mayor parte de los titulares de los periódicos del mundo destacaron que todo
había terminado felizmente y ya nadie se acordó de los ciento cincuenta días
sin higiene ni complementos de moda que pasaron los secuestrados. Se ve que un
par de joyas y un buen perfume francés se bastan para iluminar con su brillo y endulzar
con su fragancia la oscuridad maloliente de cualquier secuestro.
Leyendo esta noticia me he acordado de lo mucho
que aprendí de Thelma Perkins. Thelma se había
licenciado en Historia por Berkeley pero luego tuvo una vida tan agitada que
hubiera producido vértigo a una vagoneta de la montaña rusa Siete Picos del
madrileño Parque de Atracciones. Tenía tanto pasado y tan revuelto que cuando
daba una conferencia sobre la tempestuosa vida erótica de Catalina la Grande parecía
una testigo presencial de los hechos. Por sus numerosos líos con hombres, Thelma no tenía nada que envidiar a la zarina
rusa, que había coleccionado palacios y amantes en la misma proporción que los
campesinos coleccionan granos de trigo. Las andanzas amorosas de Thelma Perkins
no hubieran cabido en el Hermitage
ni aun suprimiendo la parte gráfica de sus posturas más obscenas. Una noche que
estábamos tomando un daiquiri en el Floridita
de La Habana observé cómo sus pestañas de terciopelo negro se pusieron a bailar
el bolero que interpretaba la orquesta. Cuando dejó de sonar la música, ella me
soltó de pronto:
-“¿Sabes
una cosa? Una mujer como yo cuenta los hombres que ha perdido igual que lo
haría un general en el campo de batalla, por batallones. Es difícil que algún
tipo llegue a sorprenderme a estas alturas con ese cuento chino sobre el amor a
primera vista. La última vez que creí en las palabras de un hombre fue porque él
se limitó a darme la hora. Y, así y todo, me aseguré antes de que podía fiarme
echándole un vistazo al Cartier de oro que llevaba en la muñeca. Una vez fui
secuestrada por un coleccionista de amantes y cuando se le llenó su vitrina me
devolvió a la calle con un billete de diez dólares. Me sentí la mujer más rica
del mundo.”
Thelma conocía a los secuestradores al
dedillo. Sabía de qué pie cojeaban cuando les escuchaba decir eso de “tranquila,
no te pasará nada si los tuyos cumplen su parte del compromiso y pagan el
rescate”. La volví a ver una noche en el Dresde,
el mejor cabaret de Berlín. Ella estaba en la barra tomando un gin
fizz y espantándose de la cara, con su sombrero de espía de
entreguerras, a media docena de moscones ex-nazis que la asediaban con la
intención de ponerle la bota encima y lo demás dentro. Cuando se libró de
aquellos tipos que eructaban la canción Lili
Marlen desafinando un poco, Thelma me comentó en un aparte:
-
“Los hombres acertáis raramente a la
hora de hacernos el regalo que preferimos pero los secuestradores siempre dan
en el clavo. Te regalan un bolso de plexiglás cuando te liberan y te crees la
reina de Saba. Yo siempre les doy el mismo consejo a las chicas jóvenes" –me dijo
Thelma–: “Si te secuestran, pequeña, no te
pongas exigente. Olvida tu buen gusto y sobrevivirás”.
Las
malas lenguas decían que, años después, Thelma dejó de llamarse Thelma para
llamarse Deborah. Se dedicaba a emplearse a fondo en la caza de secuestradores.
Tejía a su alrededor una telaraña invisible y ellos caían como moscas. Entonces,
se los tomaba de aperitivo; para ir haciendo boca.
-
“Los secuestradores son como los
cigarrillos.” –Me
dijo en otra ocasión– “Cuando están juntos
formando una piña parecen uno de esos paquetes de tabaco que llevan el terror
de la muerte en una pegatina con letras negras pero tomándolos de uno en uno,
no son nada. Si doy con alguno, nunca le envío a la tumba directamente. Me
podrían acusar de homicidio en primer grado. Simplemente, procuro apagarle
aplastando su colilla en el primer
cenicero que me cae a mano.”
A los que nos gusta el 'Género Noir', tu estilo narrativo nos cautiva. ¡Extraordinario!
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