MUJERES
Cuando era más joven e impulsivo cambié la
comodidad de un internado con beca de universitario laboral, primero en Córdoba
y después en Alcalá de Henares, por la escuela de la vida. Esta vida consistía
en ocho horas de trabajo diarias de lunes a viernes, en una compañía multinacional
norteamericana, seguidas de otras tantas de clase en la escuela de Ingeniería
Técnica de Telecomunicaciones que estaba situada entonces en el madrileño
barrio de Salamanca. Quiero decir que, como tantos, a los veintidós años yo
también estaba convencido de que la seguridad en uno mismo y la juventud son la
misma cosa. Con el paso del tiempo he ido acumulando años y dudas.
Especialmente, sobre aquellas supuestas verdades que entonces me había tragado
enteras, sin masticar, hasta que su pesada digestión me hizo reflexionar sobre
ellas. Ahora procuro huir de todas las generalizaciones que se hacen sobre las
personas y que están basadas en su clase
social, su profesión, sus creencias, su ideología y su lugar de nacimiento.
También en su sexo. Cuando escucho a mi alrededor que sólo hay dos clases de
mujeres --las guapas y las feas-- me acuerdo de tantas de ellas que la
literatura, el cine y la vida nos han hecho conocer, Mujeres que no eran ni bellas
ni adefesios, sino algo mucho mejor: interesantes.
Bárbara Tyler, por ejemplo. Bárbara aún no
había cumplido los cuarenta y en sus ojos se podían leer ya todas esas cosas
que ha experimentado únicamente esa clase de mujer que tiene el arte de la
concentración. Ya saben, ese tipo de chica que es capaz de vivir un par de
siglos en menos de cuatro semanas. Bárbara era atractiva, millonaria y viuda --por
ese orden-- y, precisamente, porque una cosa la había ido llevando a la otra.
Le gustaba resolver los problemas de dos en dos. En medio del funeral de su
anciano marido contrató a un par de cirujanos plásticos de mucho prestigio --amigos
del muerto-- para que le quitaran un puñado de años de encima. Mientras dos
docenas de cadetes procedentes de la academia de West Point tocaban “Dios salve a América” en
honor de aquel fiambre ex-millonario, su viuda ultimaba detalles en relación
con la calidad de la silicona que le iban a implantar. Acababa de perder al
marido por culpa de un infarto de miocardio, que ella misma le había provocado
al pasarse de rosca con un beso de tornillo. Los médicos esteticistas quedaron
tan satisfechos de su trabajo en el cuerpo de la Tyler que, después de darle el
alta, se le ofrecieron personalmente como guardaespaldas. Para proteger la
propia obra, dijeron. Bárbara los rechazó. Sabía que cada vez que le apeteciera
lo que suele venir en las películas después de la última copa de champán, ella
tendría a su disposición una legión de jovencitos bien armados; muchachos con ganas
de esa clase de guerra cuerpo a cuerpo que se salda con la derrota gozosa de
ambos ejércitos en un campo de batalla cuyo suelo son unas sábanas de seda. De
Bárbara Tyler me contaron que una vez en el Batton Rouge, por esas
casualidades que hacen cruzarse una sola vez en la vida a un Rolls Royce
amarillo con un serpa tibetano,
alguien la escuchó decir:
-“A
partir del medio siglo los hombres se vuelven demasiado frágiles. Apenas
soportan que una mujer los agite un rato dentro de la coctelera. A estas alturas
de mi vida, lo único interesante que puedo esperar de cualquier tipo que no sea
joven es que me dedique por escrito el contenido de su testamento. Si prefiero
a los veinteañeros es porque la edad convierte a los hombres en bultos. Mi último marido, sin ir más lejos,
se sentaba en el salón para ver un partido de fútbol en la tele y ya no había
manera de distinguir dónde acababa la piel del sofá y dónde empezaba la de su
culo.”
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Rossy Sedanke |
Rossy Sedanke, en cambio, era una finlandesa
de Turku que tenía el atractivo abismal de las diosas paganas. Bailar con ella
un fox-trot era como tocar el cielo con las yemas de los dedos de los pies. Una
cita con aquella chica de ámbar báltico encerraba mayor peligro que atracar la
caja del Pentágono el día de pago a los generales del Alto Estado Mayor. Bobby
La Cava --un matón a sueldo que enfriaba sus güisquis con pólvora congelada--
invitó a cenar a Rossy una noche y se acabó ahorrando el pago de la elevadísima
factura en el restaurante porque no llegó vivo al segundo plato. Murió de un
disparo que su asesino le hizo a la gabardina de Bobby creyendo que él estaba
dentro. La separación entre aquel rufián y su prenda para protegerse de la
lluvia no le sirvió de nada a la hora de conservar la vida. Como el escote de
la Sedanke se daba un cierto aire al cráter de los volcanes que hay en la isla
de Java, el forense se hartó de mirar dentro y luego echó un vistazo desganado
al cadáver de Bobby antes de decir:
-“El
disparo a la gabardina no ha interesado a ningún órgano vital pero el agujero
en la tela se le ha complicado a la víctima con un beso que le estaba dando su
compañera de mesa. La mezcla de ambas cosas es la que ha resultado mortal de
necesidad”
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Cathy Mc Guire |
Cathy Mc Guire no era guapa pero le
sentaban fantásticamente los vestidos cortos y ajustados. Se movía con tanta
soltura dentro de ellos que a los semáforos se le ponían los ojos rojos cuando
la veían venir desde lejos. Cathy era una mujer capaz de mostrar confianza en
sí misma, incluso colgando de la cuerda de un patíbulo. Ya saben, todo lo
contrario de ciertas chicas de ahora que a decidirse entre pedir un agua
mineral o una Coca Cola ellas lo llaman “enfrentarse a una angustiosa
alternativa vital”. Linda Savanah, sin embargo, era exhibicionista y
desconfiada. Una vez le preguntaron unos encuestadores qué opinaba del divorcio
y antes de responderles les pidió tiempo muerto para consultar la respuesta con
su abogado. Resultaba tan llamativa que sus escapadas del hogar eran, en
realidad, entradas triunfales en la calle. Le sobraba el dinero pero no
perdonaba ni las vueltas de una limosna. Controlaba tanto los gastos personales
que sus manos ajustaban cuentas entre sí antes de hacerse mutuamente la
manicura. Pedirle un favor a Linda sin un fajo de billetes de por medio resultaba
tan absurdo como pretender hacer una hoguera con dos paletadas de nieve.
Ya no
se ven mujeres así en ningún sitio. No las hay en el cine que se hace ahora, ni
en la literatura que se pliega a la moda
editorial. Y mucho menos en la vida. La
lluvia fina de las leyes contra la libertad individual y las diferentes cadenas
de montaje educativas para manufacturar “hombres y mujeres de serie” –con los
mismos gustos, los mismos defectos, las mismas virtudes y los mismos sueños--
han acabado domesticando a los pocos seres humanos sueltos que aún triscaban
hierba en las praderas y galopaban sueltos en busca de un horizonte móvil, simplemente
por el placer de galopar sin riendas y sin jinete.
Sí señor muy bueno el articulo
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