AVES DE PASO
Joaquín Rodríguez Sabina nació el 12 de
febrero de 1949 en
Úbeda (Jaén).
Fue el segundo hijo de Adela Sabina del Campo
─ama de casa─ y de Jerónimo Martínez Gallego ─inspector de policía─ con quien el cantante mantuvo casi
siempre unas relaciones complicadas. A
los catorce años comienza a escribir
poemas y compone música en una banda de “amiguetes” llamada Merry Youngs que se dedicaban a
versionar temas de los ídolos roqueros del momento: Elvis Presley, Chuck
Berry y Little
Richard. El día en que aprobó cuarto y reválida su padre quiso recompensar a
Joaquín con un reloj de pulsera pero él manifestó sus preferencias por una guitarra. En ese regalo está el germen
de su futuro artístico. Ya universitario en Granada, su ideología izquierdista le
llevó a relacionarse con movimientos contrarios al régimen de
Franco y, tras lanzar un cóctel molotov contra una sucursal del Banco
de Bilbao en protesta por el Proceso de Burgos, su padre recibió la
orden de detenerle, aunque el díscolo hijo se hizo con un pasaporte falso. Tras
pasar por París, se asentó en Londres, donde estuvo viviendo como “okupa”
durante su primer año de estancia en la city. En la capital inglesa escribió
sus primeras canciones y se ganó la vida cantando en restaurantes y cafés; nunca
en el metro, como cuenta alguna leyenda urbana poco rigurosa. En 1974,
actuó ante George
Harrison, que celebraba su cumpleaños en un local llamado Mexicano-Taverna donde actuaba el jienense. El ex-beatle le
dio a Joaquín una propina de cinco libras y aunque en alguna entrevista el
cantautor ha contado que conserva ese billete como un tesoro, en otras
ocasiones lo ha desmentido categóricamente. «En realidad, me le bebí aquella
misma noche», ha contado más de una vez.
En 1978, tras su paso por la “mili” en
Palma de Mallorca ─y a la que dedicaría el que creo que es su primer “blues”,
la soberbia canción Carguen, apunten, fuego─, se instaló en Madrid y
consiguió editar su primer LP
titulado Inventario. Además, actuaba en algunos
bares madrileños donde se cultivaba la música en directo y en mítines
electorales de los partidos de la izquierda recién legalizada. También comenzó a cantar de manera regular, junto
a Javier
Krahe y Alberto
Pérez, en
el sótano del café madrileño La
mandrágora.
Alí acudió un día el periodista Fernando García Tola e invitó a los
tres a actuar en su programa de televisión Esta
noche, presentado por Carmen Maura.
Tras su primer disco, J. Sabina abandona
el perfil convencional de cantautor y publica un segundo trabajo, Malas compañías, en el que
destacan varias canciones que se convertirán en clásicas: Calle Melancolía, ¡Qué demasiao! y,
muy especialmente, Pongamos que hablo de Madrid, grabado
previamente por Antonio Flores, y convertido para muchos en una especie de
himno oficioso de la ciudad. En 1981 aparecía La mandrágora, un disco grabado
en directo junto con Javier Krahe y Alberto Pérez en el que intentaron recoger
el espíritu de sus actuaciones en el mítico local madrileño en los años setenta.
Por aquella época, también compuso para otros artistas como Miguel
Ríos y Ana
Belén, mientras actuaba con la que sería su primera banda profesional, Ramillete
de virtudes. En esta etapa creó nuevas composiciones más orientadas
hacia el rock ─Pisa el acelerador, Juana
la Loca, Hey, Sabina─ que poco después formarían parte de su siguiente
elepé, Ruleta rusa. A
mediados de los ochenta cambió de discográfica ─dejó CBS para fichar por Ariola─ y se unió a Viceversa, la banda que le acompañaría
en los discos Juez y parte y Joaquín Sabina y Viceversa en directo,
éste último grabado en el Teatro
Salamanca de
Madrid, donde tuve la suerte de participar como espectador.
A partir de entonces, comenzaba una
cadena de éxitos discográficos que van desde Hotel, dulce hotel
hasta Vinagre y rosas, pasando
por El hombre del traje gris,
Mentiras piadosas Física y Química, Esta boca es mía, Yo,
mi, me, contigo, 19 días y 500 noches, Nos
sobran los motivos, Dímelo
en la calle, Alivio de luto, etc.
Hace unos años, en la madrugada del 24 de agosto de 2001,
el cantante sufrió un infarto
cerebral que
puso su vida en peligro y aunque pocas semanas más tarde se recuperaría sin
sufrir secuelas físicas, el incidente influyó de una manera determinante en su
forma de pensar. Un par de años más tarde compuso e interpretó el famoso Motivos
de un sentimiento, un himno dedicado al Centenario del club de fútbol Atlético
de Madrid, del que siempre se ha declarado tan fiel seguidor ─¿Papá,
por qué somos del Atleti?─ como del toreo de José Tomás.
El 16
de noviembre de 2010,
la revista Rolling
Stone le
otorgó el premio como Artista del año y, recientemente, en febrero de 2012, presentó
junto a Joan
Manuel Serrat La orquesta del Titanic, su
primer álbum de estudio con el cantautor catalán. Juntos anunciaron una gira de
presentación del disco que los llevará por medio mundo.
Hay muchos Joaquín Sabina. Está el poeta de la calle, andaluz y barroco,
adjetivos que vienen a ser cara y cruz de la misma moneda. Y existe el
noctámbulo empedernido, empeñado en salir de los bares después del último.
También hay un Joaquín Sabina de boca floja, siempre dispuesto a soltar
gracietas por las que otros que no fueran él serían fusilados al amanecer. Y están
el Sabina mujeriego ─dime de lo que
presumes y te diré de lo que careces─, el
izquierdista folclórico que se apunta a consignas de corte doctrinario, y el
cantante de estos últimos años, cuyo hilo de voz sulfurosa ─tan maltratada por su
propio dueño─ apenas le llega al
público de la primera fila, por lo que más le valdría cantar por señas. Yo, sin
embargo, prefiero quedarme con el poeta, músico y casi cantante, que está empapado
hasta los huesos de la lírica tremenda y desencantada de Francisco de Quevedo,
César Vallejo y Jaime Gil de Biedma.
Alguien que ha sido capaz de componer canciones como 19 Días y 500 Noches, A mis
cuarenta y diez, Cerrado por derribo,
Cuando era más joven, El caso de la rubia platino, Gulliver, Hay
mujeres, Y nos dieron las diez,
Más
de cien mentiras, Medias Negras, Peces de Ciudad, Así
estoy yo sin ti ─entre unas
cuantas docenas más, casi todas muy apreciables─ no es un cantautor bueno
en lengua española; estamos ante uno de los dos más grandes. Y el único español
de esa gloriosa pareja porque el otro es mexicano y está muerto.
El sarcasmo,
la ironía y la
mordacidad son determinantes en una obra poética cuyas características formales
básicas del Barroco están muy patentes
en las letras: léxico de uso corriente entrelazado con cultismos, retruécanos,
contrastes y hasta
construcciones anafóricas. La de Joaquín Sabina es
una obra completa que habla de esta sociedad marcada por el paro,
la desesperanza, el miedo apocalíptico, la frustración laboral y académica, el
terrorismo, el desesperado deseo de
vivir a toda prisa, una cierta e irresponsable euforia cultural y esa confianza
ciega y sorda en las instituciones democráticas, frente a las que aparece el
individualismo abrumador como única salida.
Curiosamente,
la canción que deseo incorporar a esta lista de favoritas de la mitad de mi
vida no es ninguna de las citadas, sino otra que se titula Aves de paso y que apareció en el
L.P. Yo, mi, me, conmigo, grabado
en 1996.
El mundo
está lleno de canciones dedicadas a la “mujer de tu vida”, a ese amor eterno
que permanece entero y sublime dentro de ti, hasta más allá de la muerte.
Aunque no sea verdad. Por eso, me parece genial que Sabina haya dedicado una
canción a los amores fugaces ─a veces, de unos minutos de duración─
de los que no se acuerda casi nadie. Como si fueran pasiones de usar y tirar. Ya
se sabe, amores efímeros con nombre de mujer real que dejan una huella infinitamente
más duradera que su escasa presencia y su momentáneo contacto. Algunos han
querido ver en esta canción un homenaje a las samaritanas del sexo, mujeres
nocturnas que venden el calor de su cuerpo a tipos solitarios, ya desahuciados
por el amor eterno como Dios manda. Y, aunque no niego que también hay en la
canción un cierto aroma de agradecimiento a esa clase de amores mercenarios, me
parece que reducirlo a éstos, es empequeñecer la grandeza de esta inmensa canción.
AVES DE PASO
A las peligrosas rubias de bote
que en relicario de sus escotes
perfumaron mi juventud.
Al milagro de los besos robados
que en el diccionario de mis pecados
guardaron su pétalo azul.
A la impúdica niñera madura
que en el mapamundi de su cintura
al niño que fui espabiló.
A la flor de lis de las peluqueras
que me trajo el tren de la primavera
y el tren
del invierno me arrebató.
A las flores de un día
que no duraban,
que no dolían,
que te besaban,
que se perdían.
Damas de noche
que en asiento de atrás de un coche
no preguntaban
si las querías.
Aves de paso,
como pañuelos cura-fracasos.
A la misteriosa viuda de luto
que sudó conmigo un minuto
tres pisos en ascensor.
A la intrépida “cholula” argentina
que en el corazón con tinta china
me tatuó “peor para el sol”.
A las casquivanas novias de nadie
que coleccionaban canas al aire
burlón de la “nit de Sant Joan”.
A la reina de los bares del puerto
que una noche después de un concierto
me abrió
su almacén de besos con sal.
A las flores de un día
que no duraban,
que no dolían,
que te besaban,
que se perdían.
Damas de noche
que en asiento de atrás de un coche
no preguntaban
si las querías.
Aves de paso,
como pañuelos cura-fracasos.
A Justine, a Marylin, a Jimena,
a la Mata-Hari, a la Magdalena,
a Fátima y a Salomé.
A los ojos verdes como aceitunas
que robaban la luz de la luna de miel
de un cuarto de hotel, dulce hotel.
A las flores de un día
que no duraban,
que no dolían,
que te besaban,
que se perdían.
Damas de noche
que en asiento de atrás de un coche
no preguntaban
si las querías.
Aves de paso,
como pañuelos cura-fracasos.
Efectivamente, en las vidas tangentes
de un hombre y una mujer hay instantes que pueden durar cien años y vidas
enteras que podrían resumirse en cinco segundos si el narrador es un poco tartamudo.
Insisto, un maestro.
Sergio Coello
Para mi gusto, faltaban tres, Sabina, Elvis Presley y Nino Bravo. Por cierto hoy se celebra los treinta y nueve años de su fallecimiento.
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