sábado, 13 de febrero de 2010

Sombras

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“Sombras nada más, entre tu vida y la mía” cantaba Javier Solís en los años cincuenta, antes de batirse en duelo con aquella úlcera sangrante que se le emboscó en el estómago. La llaga y el charro mejicano se retaron a ver cuál de los dos aguantaba más sin recurrir a la ayuda de terceros y acabó venciendo la enfermedad. El famoso cantante de boleros y rancheras dio la media vuelta a la vida y se fue con el sol, cuando moría la tarde, como él mismo decía en otra de sus canciones. Lo único que consiguió fue que en la lápida de mármol bajo la que le enterraron alguien escribiera un epitafio muy de su gusto, con letras de tiza, que decía: “Murió como lo que era: puritito macho.


Las sombras están a medio camino entre la luz y la oscuridad. Esa es la razón de que den tanto juego en la literatura y el cine. En la vida real, en cambio, provocan desconfianza y miedo; inseguridad sobre lo que puedan amparar, que casi nunca es bueno. Algunos son tan desconfiados con las sombras que procuran no dormirse jamás en su presencia. Me acuerdo de ellas puntualmente cada vez que alguien se pregunta cuál es el auténtico valor relativo de un hombre. Es curioso, la Humanidad lleva siglos hablando de la paridad de valores entre las diferentes monedas nacionales pero a nadie le había preocupado saber cuál es la diferencia de valor que hay entre unos hombres y otros y por qué. Hasta hoy uno estaba razonablemente seguro de que ese valor no dependía tanto de la tierra que los había visto nacer como de la capacidad que tuvieran para hacer daño a los demás. Tanto puteas, tanto vales sería el índice de cotización en Bolsa según el baremo, basado exclusivamente en lo que uno comprueba día tras día. Antes, ya digo, con el sueldo semanal de Satanás se venían pagando habitualmente las mensualidades de cinco o seis docenas de ángeles de la guarda con jornada laboral de doble turno. Pero ya no. Le damos más valor contante y sonante a la chulería de los cantantes de boleros que a esas úlceras que sangran y sangran hasta que nos llevan hacia nuestro propio epitafio de cabeza.


Recuerdo, al respecto, lo que me dijo una vez el reportero Tim Douglas cuando discutíamos sobre la maldad humana. Una noche el periodista me estaba contando las fechorías de los tristemente famosos“hermanos Mc Coy”, unos delincuentes que eran hijos de la misma madre y de tres padres diferentes, a los que la policía de los Ángeles había declarado enemigo público número uno doble. Cuando yo le pedí a Douglas que me diera su opinión sobre cuál era el más malo en aquella pareja de hermanos desalmados -siempre he creído que no puede haber dos maldades exactamente iguales y estaba seguro de que uno de los dos sería aún más peligroso que el otro- Tim me contestó sencillamente:

- “El peor de los dos es el que te encuentras primero.”

Sombras y muerte; ésa sí que es una auténtica pareja de hecho. Pero las sombras se han despejado y la muerte únicamente cotiza como arma electoral. Quizá lo que sucede es que todavía no tenemos una idea exacta de lo que sería aplicar, a rajatabla, una segregación humana seria -y repugnante- comme il faut. En Whiteville, un pueblecito del condado de Nomulatown, estado de Alabama, USA, celebran anualmente un concurso para premiar al vecino más racista del año. En la última edición ganó el primer premio el propio sheriff del condado por su comentario pronunciado al poco de llegar a la escena de un crimen. Calder, que así se llamaba este representante de la ley y el orden, no era excesivamente sensible a las discriminaciones raciales; así que, después de echar un rápido vistazo al cadáver -el de un joven negro con treinta y siete puñaladas en el cuerpo, varias de ellas mortales de necesidad-, se quitó el sombrero para rascarse la calva y dijo con mucha calma:


- “Es el suicidio más cruel de todos los que he visto en mi vida. Este maldito asesino negro se ha ensañado innecesariamente consigo mismo”.