lunes, 25 de mayo de 2009

ESPÍAS DEL MÁS ACÁ

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En nuestra ciudad todos tiramos un poco a fisgones. Nos gusta entrar en detalles ocultos y morbosos sobre la vida de los demás; por eso han tenido tanto éxito entre nosotros las profesiones observadoras y no hay nadie censado aquí que no sea grumete, vigía, portera, guarda jurado, sereno o correveidile.

Es posible que dentro de cada uno de nosotros haya un detective privado tópico y típico, un sabueso sin afeitar con despacho descuidado de puerta acristalada y entreabierta a la espera de que entre alguien a contratarnos para seguir los pasos de un tercero. No hay más que ver lo desordenada que tenemos nuestra mesa de trabajo a cualquier hora, lo sucio que dejamos el cenicero del coche y el lío que nos hacemos en la cocina cuando nuestras chicas nos dejan más solos que a Lew Harper, Philip Marlowe o Pepe Carvalho.



Algunos intentan resistirse con todas sus fuerzas al clima imperante pero creo que acabarán siendo engullidos, como lo fuimos todos, por la misma obsesión de espiar que padecemos la inmensa mayoría. Yo mismo, al principio, pensé que lo hacían para darse importancia y para ser alguien. Después de todo, ser vigilante a cuenta del presupuesto oficial parece un signo de lujo suntuario y te permite grabar conversaciones íntimas; sobre todo las del teléfono erótico, que es cuando uno pierde su natural timidez y se atreve a decir cosas por el auricular que le podría costar el puesto de trabajo, arruinar su carrera política o romper su matrimonio/braguetazo de jardinero con aristócrata guapa, rica y tonta.

Las calles de mi ciudad están llenas de gentes apoyadas en la barandilla de su terraza que no quitan ojo a cuanto sucede en la calle. Y lo que sucede en la calle son esas cosas cotidianas que pueden llevar dentro mucho gato encerrado. La mayoría de los que se mueven por las áreas urbanas, no me digan que no, hacen cosas muy sospechosas. Como eso de comprar todos los lunes el AS en el quiosco de prensa para enterarse de que a Leo Messi le han concedido ya el Balón de Oro. O entrar en la tienda de ultramarinos para llevarse dos barras de pan a medio euro la pieza. Yo vi una vez a un tipo que aparcaba un Toyota Aris en batería entre dos Golf GTI y en otra ocasión descubrí a tres parejas de veinteañeros que pretendían sentarse en el escalón de un portal para comerse una bolsa de pipas enterita y arrojar luego todas las cáscaras en el mismo medio metro cuadrado de acera. Cualquiera de esas actividades, si uno se fija detenidamente, podría ser perfectamente una señal, una clave o una contraseña secreta para comunicar a la Central que el teléfono del vecino del 5º D ya está pinchado o que, por fin, se han podido hacer varias fotografías, en posición comprometida, a esa jovencita de doble vida, tan apetecible, que vive en el ático. Actividades peligrosas todas ellas que sólo detectamos, ya digo, los espías del más acá.

Sergio Coello

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos XI y XII.

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CAPITULO XI. BALAS DE HIELO


Creo que aún no he escrito nada acerca de Jack Daniels, el camarero que atendía la barra del bar-club del Paradise. Con ese nombre para un barman -el mismo del famoso bourbon de Tennesse- yo también quise hacer un chiste cuando me le presentó Mike Guffin, el jefe de todo aquello. Sin embargo, él se limitó a sonreír con naturalidad, al tiempo que me estrechaba la mano agitándola como si fuera una coctelera. La sonrisa que esbozó fue parecida a la de un difunto que conocí apellidado Resurrección en el momento en que el sacerdote mentó lo de la vida perdurable durante el responso, al pie de su ataúd abierto.
En el bar-club del Paradise había una pista circular y en ella, a partir de las diez de la noche, bailaban parejas abrazadas de la misma manera que lo hacen, sobre el agua, los maderos sueltos y los supervivientes en mitad de un naufragio. Cuando entrabas allí no veías nada, pero si esperabas un poco a que la mirada se desenturbiara del humo, enseguida descubrías al bueno de Jack luciendo una chaqueta blanca como las nieves del Kilimanjaro. Aquel tipo dominaba una barra de caoba con cicatrices de disparos sin restaurar que, posiblemente, fueran referencias de otro tiempo y otro lugar. Mientras hombres y mujeres juntaban sus cuerpos con la excusa de la música -recordando, seguramente, las sensaciones perdidas de aquella primera vez en que bailaron esa canción abrazados a otra persona distinta- el samaritano Daniels daba de beber al sediento y prestaba su oído a los charlatanes solitarios con necesidad de calmar su dolor nocturno contándoselo a alguien. Ese camarero trabajaba con la misma elegancia con la que el actor David Niven pedía permiso a las gotas de sudor de su frente para secárselas con un pañuelo, mientras llovía metralla líquida bajo el cielo en llamas de una película de guerra. Nunca supe si Jack Daniels era su verdadero nombre o se trataba de un apodo por lo bien que preparaba los “dobles” de su bourbon tocayo. Como decía él, siempre en vaso ancho y “con tres balas de hielo”. En realidad, eso carecía de importancia porque lo mejor de Jack era él mismo. Una noche que la presión de la barra había aflojado me dijo en un aparte:
-“Esta profesión morirá pronto y seremos sustituidos por otra cosa; bultos sin vocación de servicio que se colocarán detrás de la bandeja con un paño blanco en la mano para ser vistos, inalcanzables, como los maniquíes tras el escaparate.”


Daniels hubiera podido dar un par de lecciones gratis a buena parte de la juventud que atiende hoy las terrazas de los bares y a la que no le interesa otra propina que una buena copia de esa llave que abre la puerta de la fama. Comprendo que a un camarero le cueste sonreír frente a ciertos clientes de hoy día. Los hay tan maleducados que merecerían la primera copa gratis, a condición de que estuviera llena de cicuta, pero un bar no es una historia de buenos y malos y algunos camareros lanzan sonrisas que dan pena. Parecen la mueca de un tipo con erección a las tres horas justas de que le hayan operado de fimosis.
El barman Jack Daniels había recorrido el mundo de barra en barra, sirviendo copas y escuchando confidencias. Paraba poco en los sitios por donde pasó. Incluso las pasiones instantáneas necesitan un tiempo mínimo para practicarse y, en este sentido, nunca sembró buena semilla en terreno femenino. Las mujeres pasaban por su vida a demasiada velocidad. No sería exagerado afirmar que las chicas le duraban en las manos menos tiempo del que él mismo empleaba en abrir una botella de cerveza. La última que estuvo enamorada de Daniels, le abandonó agotada por el movimiento de ambos fuera de la cama. Al parecer, esa chica le dejó escrita la despedida con su lápiz de labios en el espejo del lavabo:
-“Adiós, Jack, cariño. Lo siento, no puedo más. Estar contigo es como ser la esposa de un saltamontes.”


Todo eso había sucedido antes de que él aterrizara en el Paradise, tras haber aceptado la propuesta de Guffin para atender aquella barra. Ambos se conocían de antiguo; habían compartido muchas noches de fiesta y no pocos epílogos de atracos. Más de una vez el camarero tuvo que preparar un poco de güisqui sin agua, como desinfectante, para que se lo bebiera por la herida alguno de los chicos de la banda que había salido mal parado en el tiroteo con la policía.
Cuando terminaba el baile en el bar-club, y la mayoría del público ahuecaba el ala, empezaban las confidencias entre Jack y alguna de las clientes fijas del Paradise. La actriz retirada Blanche Anderson, por ejemplo, le contaba anécdotas de un Hollywood que ya no existe. Había sido buena amiga del famoso actor norteamericano Robert Mitchum.
-“Robert era un tipo tremendo - Oí que le contaba Blanche a Jack una noche - Recuerdo que me lo presentaron y, en lugar de estrecharme la mano, me la besó dos veces; una como héroe y otra como villano. Tenía una forma de caminar que cuando te daba la espalda, alejándose de ti, resultaba más inquietante todavía.”


Pero con quien aquel camarero tenía largas conversaciones era con la cantante Melody Marker. Una madrugada fui testigo de la diferente manera en que él y ella entendían la diferencia entre los hombres y las mujeres:
-“Para un hombre - decía Jack Daniels - la vida está en la calle, en alta mar, en los frentes de batalla y en la velocidad con se propaga la energía de su testosterona. Un hombre se excita sexualmente en las situaciones de peligro. Una vez conocí a un tipo que aprovechaba los terremotos para hacer el amor a su mujer con mayor ímpetu. Nosotros jamás aceptaríamos el probador de una boutique como ese lugar donde puedes quedarte a vivir cambiando constantemente de aspecto frente al espejo. Las mujeres, en cambio, sabéis cuidar y zaherir con un mismo gesto a ese tipo que el cielo os ha predestinado.”
-“No lo sé, Jack, - Le respondió Melody – pero creo que las cosas son más sencillas. Verás, encanto, la diferencia entre un hombre y una mujer es sólo cuestión de estética. Nosotras podemos caer en picado hasta quedar tiradas pero siempre acaba llegando el día en que nos levantamos. Aunque sólo sea para colgar en el suelo un marco con nuestra mejor fotografía.”


CAPITULO XII. OTOÑO EN LA SANGRE

Desde que conocí en el Paradise al gángster Frank Matone tuve la impresión de que pertenecía a esa dinastía de tipos hechos a sí mismos. Ya saben, la clase de hombre que sólo debe a su progenitor un gen de paria con coraje y ambiciones suficientes como para ser grande sin ayuda de nadie. Aquel jefe de la mafia había nacido en un pueblecito costero de la isla de Sicilia; estaba predestinado a que el paso de los años le redondeara las aristas igual que a las piedras volcánicas de su tierra de tanto rodar cuesta abajo por las laderas del Etna. Sin embargo, el adolescente Matone tomó la decisión que cambiaría su destino una mañana en la que escuchó a dos tipos del pueblo mantener la siguiente conversación:
-“¿Sabes una cosa, Pietro? Esta noche he soñado que ganaba mil millones
-“Pero ¿tu padre gana mil millones cada mes? – Le preguntó el otro con cara de estar escuchando los delirios de un loco.
“No, hombre, que él también lo sueña.”



Aquella misma tarde, Frank se subió a un camión cargado de lechugas con dirección al puerto y consiguió colarse dentro de un carguero que le llevó hasta Nueva York. Ese volantazo en la carretera de su vida le convirtió en uno de los reyes del hampa. Según Mike Guffin, América no se lo puso fácil al recién llegado pero la suerte le puso en contacto con un pariente lejano que residía en Chicago, cierto fulano que manejaba con soltura los hilos de la telaraña en el sindicato del transporte. Viudo y sin descendencia, aquel familiar curtido en la ley del silencio se hizo cargo del muchacho hasta que éste empezó a dar muestras de que había aprendido a caminar solo por la selva.
-“Ese pariente manejaba algún dinero - Me contó Guffin - y murió pronto de cataratas.”
-“¿Le operaron mal?- Pregunté yo.
- “No -Me respondió el dueño del Paradise - El propio Matone le empujó a una de ellas cuando estaban contemplando las del Niágara.”


Nada más descubrir dentro del Hotel Paradise la escurridiza silueta de aquel extraño huésped fijo al que todos allí llamaban Slater, tuve la impresión de que tenía algo que ver con Matone, el padrino que se había instalado en la última planta del hotel para que la muerte llegase lo más cansada posible a su cita con él. Enfermo de una próstata cancerosa y enamorado de la joven Roxie Ball -gravemente de ambas, por cierto-, estoy seguro de que aquel capo sabía que la guadaña no cabría en el ascensor y la parca se vería obligada a subir por las empinadas escaleras.
Como nombre, Slater me sonaba tan falso como la felicitación oficial del Colegio Británico de Médicos a Jack el Destripador por sus intervenciones quirúrgicas, a oscuras y a cuchillo limpio, en las entrañas de las prostitutas de Londres. Era un tipo tan escurridizo y tenía los rasgos tan indefinidos que parecía un apéndice del personaje principal; el actor de reparto que está en contra o a favor del protagonista pero muy en segundo plano. Como esa silueta que revolotea a lo lejos, describiendo círculos alrededor de un moribundo notable. Hasta que éste no deviene en cadáver, sin vuelta atrás, no hay manera de descubrir si esa sombra lejana es de un buitre o del albacea testamentario. Quizá Slater fuera matón de segunda o detective, guardaespaldas o verdugo del padrino Matone. A plazos y en la larga distancia, en cualquiera de los casos. Alguien, en fin, cuya misión consiste en permanecer lejano y expectante hasta que llega el momento de arrojar la toalla, un minuto antes de que el árbitro o el médico recen hasta diez, encima del viejo campeón desplomado sobre la lona. Una noche pregunté a Mike Guffin acerca de Slater pero no me aclaró gran cosa:
- “Oye, Mike, - Le pregunté - Ese tipo, Slater, ¿Tiene algún hobby?”
-“Si, las mujeres y la caza”.
- Respondió.
- “Ah - Dije yo - ¿Y qué puede cazar aquí, en el Paradise?”
- “Mujeres” - Zanjó él.


Pronto me enteré de que Slater era cazador nocturno. Su habitación estaba situada frente a la de la actriz Blanche Anderson y cada noche, después de que se apagara la lámpara del pasillo, una fotocopia de su sombra cruzaba la distancia que separaba ambas puertas en un doble viaje de ida y vuelta. De las personas misteriosas solemos hacernos una idea exagerada. A veces, nos gusta rellenar ese vacío de conocimiento sobre sus vidas con suposiciones y rumores distorsionados. Historias tremendas que se acoplen a la imagen que nos hemos prefijado de ellas. Quizá porque, en el fondo, a la gente normal le gusta suponer que otros protagonizan existencias intensas bien diferentes a la nuestra, tan plana y rutinaria que lo más emocionante que podemos recordar a la hora de la muerte es que una tarde de primavera, cuando éramos niños, nos atropelló un caracol en el huerto del abuelo. Ya se sabe, la vida corriente está llena de tipos cuya única idea del morbo consiste en usar una mañana el cepillo de dientes de la parienta por equivocación. Quizá por eso, dentro del Hotel Paradise circulaban muchas leyendas sobre Slater. Marion Barnes, la jefa de camareras, presumía de haber descubierto algún secreto suyo. Una noche me dijo:
-“Las chicas de la limpieza me han comentado que ese Slater no deja la menor huella en los lugares donde pisa. ¿Te has fijado en sus zapatos? Tienen la suela de goma. Pero es goma de borrar.”
Sin embargo, la única leyenda sobre Slater que merecía ser cierta me la contó el veterano periodista Paul Gallagher. Según el ex-reportero, Slater estuvo acusado seriamente de asesinato hacía mucho tiempo, cuando tenía nombre verdadero. El abogado de oficio que le asignaron tuvo que enfrentarse a una abrumadora colección de pruebas en contra de su defendido y Gallagher me relató también la fulminante conversación que ese defensor mantuvo con Slater cuando le visitó en prisión el día anterior a la celebración del juicio:
-“Sinceramente, no sé qué decirle al jurado mañana para librarle a usted de la silla eléctrica.”- Se lamentó el bisoño licenciado en Derecho. Según Gallagher, Slater ni siquiera sonrió cuando le hizo una sugerencia a su propio abogado:
- “¿Por qué no prueba a decir que ha sido usted el asesino?”

(Continuará…)

jueves, 21 de mayo de 2009

CAFÉ CON HIELO Y UNA CANCIÓN DE RAY CHARLES

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Escribo este artículo mientras le escucho a él cantar I’ve had my fun (He tenido mi juerga) en la minicadena y se me ocurre que en la misma época en que a Pedro Almodóvar parece ser que le acosaba algún cura rijoso en aquel internado suyo tan raro, los dominicos de la Universidad Laboral de Córdoba donde yo estudié me despertaban todas las mañanas de los viernes con el espléndido What’d I say de Ray Charles. Se supone que a mi paisano –el consagrado director de cine– alguien con sotana le daba pellizcos en el culo en el mismo momento en que otros bien distintos me estaban abriendo a mí la ventana para que viera el mundo que nos venía de camino. Puede que en esa diferencia esté la explicación de muchas cosas. A pesar de su éxito universal, al famoso director manchego le siguen agobiando sus traumas de adolescencia. Yo, en cambio, que nunca he aspirado a tanto, tengo borrado del disco duro de la memoria casi todo lo malo –muy poco, por cierto– de lo que me tocara vivir en aquellos años. Cuando ese músico negro, ciego y genial, se arrancaba con su rock’n roll a las siete y media de la mañana en el colegio Gran Capitán, saltabas de la cama a toda pastilla para que tus propios pies no te dejaran atrás.

Empiezo por confesar que la música de Ray Charles forma parte de mi pequeño patrimonio sentimental y nunca falta a la hora de ponerle música de fondo a mi vicio de escribir. Desde el clásico Georgia en mi mente hasta ese “blues” tremendo que se llama I’m going down to the river (Voy a hundirme en el río), este “hombre del piano” es otro miembro más de una familia numerosa -Bob Dylan, Aurelio de Cádiz, Amalia Rodrigues, Sinatra, Edit Piaf, Tomás Pavón, Ella Fitzgerald, José Alfredo Jiménez, El Chocolate, Cesaria Évora y algunos más- que siempre le ponen banda sonora a mis letras. Muchos descubrieron al viejo Ray cuando se atrevió a cantar Yesterday y Eleanor Rigby de los Beatles, algunos se horrorizaron y otros aprendimos a distinguir. Quiero decir que los Beatles cantaban su Ayer refiriéndose, en el fondo, al día anterior. Sin más. Si embargo, cuando esas mismas palabras se colgaban de la voz desgarrada de aquel tipo que usaba gafas negras fundamentalmente para protegerse de la oscuridad exterior, enseguida advertías que estabas ante otro ayer bien distinto, mucho más profundo y cercano. Te las estabas viendo de cara con la inocencia perdida, los fantasmas del pasado y todo eso que la vida acaba haciendo de nosotros con el paso del tiempo.
Existe mucho cuento con esto de la inspiración. A veces, para escribir con dignidad basta tener a mano un café con hielo, una buena canción sonando cerca y un par de marcas en el corazón por encima del tamaño mínimo exigible. Ya saben, esa clase de cicatrices que llevan efecto retardado y por eso no dolían antes, cuando eran heridas abiertas. Creo que los griegos le echaron mucho cuento a lo del arte y sus musas. Se inventaron nueve bellos nombres que ya ni siquiera se aprenden en la escuela pero el asunto se ha puesto tan feo que a estas alturas dos de ellas, la de la Historia y la del Teatro, han tenido que buscarse la vida y trabajan en lo que pueden. Dicen las malas lenguas que acostumbran a tomar mucho café todos aquellos que se ganan la vida con un trabajo de rutina. Lo peor de los trabajos monótonos es que acaba llegando el día en que te convences de que podrías seguir haciéndolo igual de bien -o de mal- aunque te hubieran decapitado la noche anterior. Llegas por la mañana y la tarea que está encima de la mesa pasa por tus manos en un viaje de ida y vuelta, sin rozarte siquiera el cerebro. Me lo dijo Herbie Compton una noche que estábamos celebrando en el Jamaica sus veinte años de antigüedad archivando pólizas de asegurados en la Compañía para la que él trabajaba.
-“¿Sabes una cosa? - me dijo, mientras en la gramola del bar Ray Charles cantaba I can’t stop loving you - Empiezo a estar preocupado porque tengo la impresión de que a los clientes se les está poniendo cara de papel autocopiable. Ayer vino uno a que diéramos de baja su póliza y me tuve que contener las ganas de meter a aquel tipo en la destructora de papel.”


Hasta que le prejubilaron, Herbie resistió gracias a los cafés de una máquina expendedora, con hormigas bajo las patas, que habían puesto en su oficina, pegada a la pared para tapar un desconchón. Llevaba veinte años casado y era un tipo tan gris que su única diversión consistía en cambiar de aburrimiento muy de tarde en tarde. Lo único destacable que figuraba en su currículum era una mancha de café que le cayó al papel el día que lo estaba rellenando. Al principio, durante los primeros años de matrimonio, su mujer había intentado cambiarle y hasta se esforzaba para lograr que se emocionaran juntos, siquiera los sábados por la noche, pero todo resultó inútil porque Herbie era triste como una fábrica abandonada. Entre las gentes de su entorno circulaba la leyenda de que se había negado a aprender a reír desde que, siendo adolescente, hizo un primer intento de esbozar una sonrisa y se le agrietaron los labios.
Herbie era un hombre invisible para la Humanidad. Nadie le habría echado de menos si el sudor de su primera fiebre infantil hubiera tenido el suficiente porcentaje de disolvente. Me consta que no tomó en toda su vida un solo café con hielo y –lo que me parece más grave todavía– estaba convencido de que Ray Charles era un príncipe inglés con orejas de soplillo que se había divorciado de un cadáver de rubia joven para casarse con otro cadáver de rubia; esta vez, de su edad.

Sergio Coello

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos IX y X.

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CAPITULO IX. TRIÁNGULO DE SEDA


Si la primera impresión que tenías como recién llegado al Paradise era la de haber aterrizado en un trastero de almas viejas, una especie de archivo de vidas arrugadas, esa sensación se esfumaba en cuanto ponías los ojos sobre el turgente y ajustado volumen corporal de Roxie Ball, la joven amiguita del gángster Frank Matone. De esa chica decía Mike Guffin, el dueño del hotel, que era una especie de carretera móvil llena de curvas y con demasiados altibajos para rodar sobre ella a una velocidad decente. Donde las demás mujeres tenían simplemente piel, Roxie lucía una especie de carnal terciopelo dorado que olía al perfume más caro de Givenchy. Si te ponías a piropear su melena rizada, te aclaraba al instante que ella era rubia natural de arriba a abajo. Luego, te desarmaba con su sonrisa llena de inocencia culpable. Ya saben, esa mezcla de candidez y morbo que uno advierte en las lolitas de Nabokov cuando han cumplido los suficientes años y ambiciones como para estar más a gusto cubiertas de adornos de coral que de conchas de galápago. Aquella Marilyn resabiada no se había emparejado con un intelectual judío y tormentoso como Arthur Miller, sino con un gángster crepuscular que, a su manera, había sembrado el terror y la justicia en Nueva York, Los Ángeles y Chicago. Al parecer, la chica le hacía feliz al tiempo que le parasitaba. Roxie solía aparecer por la planta baja del Paradise flanqueada por un par de gorilas que le guardaban una espalda permanentemente al descubierto. Cuando su figura desaparecía camino de la terraza del jardín estallaba en el bar un ruido de fondo compuesto básicamente de murmullos obscenos y respiraciones sofocadas de profunda raíz masculina. Lo entiendo perfectamente. Aquella jovencita ingenua con un ligero toque de niña mala se metía dentro de unos vestidos tan ajustados como si le hubieran hecho el vacío con un compresor entre la tela y el cuerpo. Creo que a Naomi Campbell le habría gustado parecerse a ella. Me refiero a que se trataba de esa clase de mujer cuya presencia arranca saltos de júbilo y silbidos de admiración en todos los presentes sin excepción cada vez que entra en la sala donde se está celebrando un encuentro fraternal entre paralíticos, sordomudos y ciegos.


Paul Gallagher, el escritor aquejado de retención de ideas literarias, fue el primero que me definió breve y certeramente a la amante veinteañera del capo Matone. La vimos -yo por primera vez- junto al borde de la piscina y me pareció una nueva maravilla del mundo no catalogada aún en los libros. Roxie tomaba el sol al borde del agua de color azul-depuradora y se cubría, es un decir, con la parte inferior de un biquini de rayas rojas y negras que seguramente diseñó un especialista en miniaturas de geometría. La prenda apenas aspiraba a ser un breve triángulo de seda y me temo que su área no alcanzaba ni la cuarta parte del valor que hubiera salido de multiplicar la base por la altura. Gallagher ya sólo escribía con la voz cotilleos acerca de los demás huéspedes del Paradise. Me confesó que él mismo había tenido una educación sexual muy religiosa; hasta el punto de que podía recitar de memoria todas las páginas eróticas de la Biblia. Señaló a la apetecible novia del padrino Matone y después me dijo:
-“Es demasiado joven para tener pasado pero reconozco que esa chica tiene su punto. Quizá sea uno de esos espíritus puros que bajan a la Tierra para darle aire durante una temporadita a alguien definitivamente desahuciado por el cielo, a alguno de esos tiranos acabados al que espera heredar cuanto antes un hijo que le odia. He conocido a muchos tipos así. Fulanos que fueron grandes en el pasado y un buen día toman conciencia de que ya sólo pueden mantenerse unidos a una mujer joven si usan la cartera como pegamento. Roxie resulta muy apetecible, no digo que no, - Me insistió Gallagher - Pero ¿sabes una cosa? Estos ángeles de la guarda provisionales con tetas de plástico tienen un defecto de fabricación: sus curvas jamás te dejan verles las alas.”
A la amante rubia de Frank le gustaba coquetear con el recepcionista Peter Ngu. En cierta ocasión ella volvía de fundir media cuenta corriente, tras darle un par de vueltas al circuito de boutiques de la ciudad. Entró cargada de paquetes en el lobby del hotel y se dirigió a la recepción. Al tiempo que le entregaba la llave de su habitación, el empleado mitad vietnamita-mitad gringo se ofreció a ayudarla pero ella le rechazó con una sonrisa:
-“No es necesario, gracias. Tengo a mi disposición ese par de porteadores fijos que me vigilan constantemente. Pero le confesaré algo: prefiero que no abandone nunca su puesto de trabajo. Este mostrador le hace mucho más sexy que los pantalones. Yo siempre me imagino que es un biombo de cintura para abajo.”


El capo Matone disfrutaba con esa clase de desplantes que su chica le hacía a tipos más jóvenes y guapos pero menos ricos que él. Así y todo, no se engañaba. Una noche que estábamos en el bar-club del hotel escuchando el piano de Roger Brown llegó ella tarde, como siempre. Roxie lucía un diseño de Valentino y el vestido de noche era tan transparente que cuando ella daba la espalda dejaba ver el hilo dental de su tanga. Aquel viejo gángster con el ocaso de la vida reflejado en sus ojos se percató de que todos los hombres que había en la sala la estaban mirando y, de pronto, me dijo:
-“De acuerdo, Creo que Dios debió de inspirarse en alguien como ella para escribir el sexto mandamiento en las tablas de la ley. Y admito que entregarle dinero a esta chica es como guardar el botín de un buen atraco entre las brasas de una barbacoa. Pero, qué quieres que te diga; nunca pude imaginar que una mujer así acabaría iluminando el último tramo de mi vida. Cuando el dolor aprieta, hasta tiene el detalle de dedicarme un desnudo integral antes de inyectarme la morfina. En momentos así, te lo juro, me siento como ese peón del campo al que le hacen el único bocadillo del día con pan de oro.”

Las esposas de los clientes ocasionales del Paradise evitaban la presencia de aquella rubia para ahorrarles la odiosa comparación a sus maridos. Marion Barnes, la jefa de camareras, decía de Roxie que envidiaba su capacidad para enamorarse de las cajas fuertes a una edad en que cualquier chica sueña con un príncipe azul para que la lleve a vivir en un mundo sin dinero. Y la cantante Melody Marker me confesó que cierta noche vio a una cuarentona con celulitis echarle un par de pastillas envejecedoras dentro de la copa de martini con hielo con destino a la explosiva amante de Matone. No tuvo éxito. Después de que se lo tomara de un solo trago, Roxie dejó la mesa para irse a bailar en el centro de la pista. Y, según Melody, aquella rubia bailaba igual que Kim Bassinger en la película Nueve semanas y media, detrás de la persiana, mientras Joe Coker canta con esa voz tan suya de trueno con silicosis Puedes dejarte puesto el sombrero.


CAPITULO X. EL CAMINO SIN ESPEJOS

A veces alguien me pregunta qué es exactamente el Paradise y yo intento explicárselo a mi manera. Si hasta ese hotel no llegan las tensiones de la vida -habiendo tanta dentro de él- es porque allí vive gente distinta. Hombres y mujeres que saben que el mundo sería otra cosa si aquellos políticos que lo manejan -y tienen la responsabilidad de asearle- no se empeñaran en lavarle la cara cada mañana con ácido sulfúrico. Me lo dijo Paul Gallagher, un escritor que estaba convencido de que cuando no se tiene nada nuevo o revisado que decir a los lectores es mejor apagar el motor de la máquina de escribir o del ordenador. Gallagher tenía un record guiness: era el autor de la declaración de principios más corta de la Historia. Una vez le contrataron para que se dirigiera a la Humanidad y él llegó al estrado y se limitó a hacer un gesto ante la cámara; levantó el dedo corazón de la mano derecha con el resto del puño cerrado y luego se largó. Decían que no hablaba casi nunca de su pasado pero a mí me contó cosas de su vida anterior desde el primer día que le conocí. Una vez estábamos charlando en el bar-club del Paradise mientras Roger Brown, el pianista, había aparcado el sonido para ir al lavabo. Supongo que aquel negro genial, que ya no tocaba la música del azar con los dados sino con las teclas de su piano, necesitaba urgentemente hacerle sitio en su vejiga a otro par de Jack Daniels con hielo. En ese momento, alguien en nuestra mesa estaba comentando que, para ser perfecto, al Paradise le faltaban las carreras y los gritos de un par de críos y Gallagher dijo de pronto:
-“¿Quieren saber mi opinión, al respecto? Un hombre no es más que un niño mejorado a peor.”
Posiblemente tuviera razón, Quiero decir que hay cosas del pasado, como la infancia perdida, por ejemplo, que es preferible no tocar. Ya sé que está de moda restaurar antigüedades pero uno ha escarmentado bastante después de haber visto a ciertos arquitectos meterle mano a ruinas venerables hasta convertirlas en una variedad hortera del Exin Castillos. También conviene tener cuidado con las liposucciones y la silicona. Te pones a pasarle la plancha a la partitura de la Quinta Sinfonía de Beethoven para alisarle las arrugas y lo que te queda es La barbacoa de Georgie Dann. Resumiendo, hay cosas que no pueden ser. No puede ser que invitemos a la ópera a quien disfruta espantando cigüeñas con un coche-discoteca que emite un tam-tam exclusivamente bailable por gorilas. Tampoco se debe ir al podólogo con las zapatillas deportivas recién lavadas en el cieno de los pantanos. Basta fijarse en algunos de esos políticos de aldea que visten traje una vez al año para recibir al rey. Si se refinaran un poco más, podrían pasar por elefantes con zapatos de tacón.



Hubo un tiempo en que ser de izquierdas fue una manera de pensar y sentir, una forma de comportarse en la vida frente a los hechos. Hoy no queda mucho de aquello. Ahora ser de izquierdas es, a lo sumo, un estilo de mostrar fidelidades fijas a una marca, al margen de su calidad concreta. El mismo homicidio puede ser falta leve o crimen contra la Humanidad, dependiendo del himno que silbaba el autor mientras manejaba el cuchillo. Paul Gallagher dejó de escribir novelas de éxito y artículos de opinión muy apreciados el día en que se convenció de que el público no tiene el menor interés en escuchar ideas que desafíen su propia inteligencia. Decía estar convencido de que el ciudadano normal prefiere adquirir opiniones precocinadas dentro de un envase con su alimento ideológico favorito. Y que la gente no busca fortalecer los músculos de su cerebro con vitaminas ajenas intelectualmente estimulantes sino acabar con la sorpresa en su boca a la hora de probar los sabores del pensamiento. Algo así como si la parte de la Humanidad teóricamente liberada del hambre se hubiera apeado de ese tranvía llamado deseo de pensar. Recuerdo que, en cierta ocasión, me comentó Gallagher:
-“La gente prefiere que le den los criterios ya defecados para no molestarse siquiera en mover el vientre de su cabeza.”
Creo que aquel columnista se retiró porque había preferido bajarse de un mundo intelectual que avanzaba marcha atrás, desandando buena parte del camino recorrido, y no deseaba ser cómplice del previsible naufragio general. Le gustaban las definiciones sencillas acerca de asuntos complejos. Una noche me dijo:
-“La vida, muchacho, no es más que eso: ahorrar el dinero preciso para comprarte una hucha nueva cuando se te rompa la vieja, tener la prisa justa para no perder la paciencia y, finalmente, lograr que tu cadáver no se equivoque de tumba. No vaya a ser que el epitafio grabado sobre la lápida le siente a tus restos igual que le sienta un rosario al cuello de un oficial de las SS.”



Me temo que Gallagher había tenido muchos días aciagos a lo largo de su vida. Ya saben, mañanas de esas en que las cosas empiezan a ir mal y encima tienes la impresión de que estás en el punto más alto de la jornada. Yo le hablaba para animarle de esas otras ocasiones en las que te despiertas y nada más poner el pie derecho en el suelo te parece que el cielo acaba de firmar un armisticio contigo. Cuando tienes la sensación de que esa jornada puedes apostar a que en cualquier partida de póquer en la que te cueles habrá una escalera de color esperando a que llegues y abras las manos para dejarse caer en ellas durante un par de jugadas consecutivas. Son días extraños en los que esa mujer llamada suerte está deseando pasar la noche contigo sobre una cama con sábanas de seda china. Pero Gallagher no estaba familiarizado con tales sensaciones. Al parecer, en su vida habían escaseado las oportunidades de ese perfil. Era el clásico tipo al que el amor le tiene ojeriza y, en esas condiciones, la pendiente de la vida resulta mucho más cuesta arriba todavía. La última noche que tomamos una copa juntos se le escapó un recuerdo sobre la única mujer que le había tratado como hombre y no como escritor:
-“Fue durante la anterior guerra del Líbano, ¿Sabes? Estaban bombardeando el Hotel Sheraton de Beirut donde nos alojábamos unos cuantos periodistas occidentales y, de pronto, una hermosa condesa italiana, esa clase de mujer que cuando llora sus lágrimas huelen a Chanel Número Cinco, se abrazó a mí. Luego me pidió que le diera el beso más largo de la Historia en los labios. Seguramente, para evitar que le entrara en la boca el sabor de la metralla.”

(Continuará…)

martes, 12 de mayo de 2009

EL OGRO DORMIDO

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Parece ser que aquí, en esta España de veinticinco años después de hace veinticinco años, no hay manera de que cerremos el último capítulo.

Mal asunto. Se suponía que el principal valor de un hombre de acción era esa cierta elegancia moral para evitar exhibiciones de la propia trayectoria; sobre todo, en público. Y que se debe evitar la fea costumbre de darle demasiadas vueltas al pasado no vaya a resultar que despertemos el dormido afán de las revisión crítica que te hace salir de protagonista en una biografía desmitificadora.

Alguien agarra tu imagen de valeroso héroe, construída –confesémoslo sinceramente– gracias a un par de favores de nuestro amigo Photoshop y te la dejan convertida en felón acobardado.

Hay un espléndido relato de Jorge Luis Borges que el director de cine Bernardo Bertolucci llevó al cine con el nombre de “La estrategia de la araña”. En él, el escritor argentino reflexiona acerca de un viejo asunto: no hay en la Historia ningún grupo de héroes entre los que no se haya camuflado, como uno más, el traidor. Claro que Bertolucci no es más que otro superviviente –un renegado, dirían algunos– de ese siglo XX que ha estado lleno de pequeñas maniobras disfrazadas de grandes revoluciones.
Miro a mi generación –que tanto presume de haber cambiado España– y me pregunto si no habrá un exceso de medallas por méritos pasado cubriendo nuestras pecheras; si buena parte de ese éxito no pertenecerá a otros que callan por humildes o por muertos.

Sin duda, en los últimos cincuenta años hemos avanzado casi siete siglos pero el honor tal vez no sea tanto de nosotros, los laureados, como de nuestros progenitores, a los que tanto se acusara en tiempos de no querer meterse en líos. A los luchadores de los años sesenta y setenta, tibios o candentes, qué más da, quizá sólo nos corresponda una parte de esa gloria del tamaño de las porciones de quesitos El Caserío.

Creo que el verdadero mérito lo hemos tomado “prestado” de la generación anterior – la de nuestros padres–, unos seres tan sacrificados y hechos a la renuncia que ni siquiera se han enterado del secuestro de ese protagonismo.

La inmensa mayoría de las conquistas sociales y económicas sobre las que nuestros diferentes héroes de la etapa democrática ponen el pie para fotografiarse una y otra vez –igual que el cazador planta la bota sobre el cadáver de su presa– puede que sean conquista ajena.

Así que, por una vez y sin que sirva de precedente, entre la verdad y la leyenda, vamos a quedarnos con la verdad: la de que fueron nuestros padres quienes trabajaron realmente para cambiar España, en silencio y sin alborotos, gracias al desarrollo económico y cultural. Que a lo mejor resulta que hace avanzar el mundo con menos ruido pero mucho más deprisa que las pancartas y las consignas.

Sé que los verdaderos titanes de esa epopeya nunca van a reclamarnos nada –ni siquiera nos reprocharán que los hayamos enterrado cubiertos con la injusta bandera del conformismo– pero ya va siendo hora de que les reconozcamos la enorme deuda que los “héroes oficiales” tienen con ellos.

Uno tiene la teoría de que sobre el lecho del relativamente glorioso pasado personal de cada cual descansa una especie de ogro dormido; algo así como un cíclope traspuesto en su cueva, por culpa de la embriaguez de la gloria. Y es que la gloria embota mucho los sentidos.

No he preguntado a mis amigos forenses sin se han topado alguna vez con el cadáver de alguien que haya muerto realmente de éxito pero la vida me ha demostrado que el empacho de triunfo emborracha todavía más que el orujo de Herrera del Pisuerga.

Sergio Coello

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos VII y VIII.

CAPITULO VII: EL AMA DE CLAVES.

Marion Barnes, la jefa de camareras del Hotel Paradise, había conocido a Mike Guffin veinte años antes de que éste se convirtiera en el dueño del establecimiento. Entonces ella sólo era una corista con las piernas de Cyd Charise que escribía versos en el espejo con su lápiz de labios y Mike un hombre que nunca había sido niño y realizaba turbias tareas a sueldo del mafioso Frank Matone. Ya saben , esa clase de trabajo en el que es preciso evitar la presencia de testigos. A veces, sin que se enterara su patrón ni tampoco la destinataria, echaba un puñado de dólares en el buzón del portal con el nombre de la viuda. Entonces su sangre le tomaba las curvas en las venas a la misma velocidad que lo hacen los fórmula uno en las Quinientas Millas de Indianápolis. En aquel tiempo, Guffin se sentía como si fuera una especie de barco de carne y hueso con alergia a las bocanas de los puertos. Dormía cada noche con una mujer distinta a un lado y la misma pistola de siempre al otro. Su frase favorita era:
-“El cigarrillo de medianoche no sólo sirve para calmar los nervios, su lumbre también puede ayudarle a un hombre a iluminar su propio camino en la oscuridad.”


Todo el que haya cumplido el suficiente número de años se dará cuenta de a qué época me refiero. Días y noches en la que no se concebía el amor sin riesgo y no era raro alcanzar el éxito -aun sin haber nacido en una buena cuna- si uno optaba por buscarle las vueltas a la ley. Naturalmente, siempre que se tuviera la suerte de cara y la policía continuara llegando, como siempre, sospechosamente tarde a la escena del crimen. Marion se cruzó con Mike una madrugada de aquellos años en el momento justo, cuando él bailaba solo y borracho un rock and roll en el borde de un acantilado cercano a la playa de Santa Mónica. Acababa de cumplir un encargo un poco más sucio de lo habitual y la presencia de aquella mujer joven y hermosa le sentó como una taza de café después de una buena ducha. Ella venía de pasar por algunas experiencias de esas que te hacen madurar de golpe, igual que madura un recién llegado al salvaje oeste cuando le cuelgan de un árbol a la entrada del pueblo y después le preguntan si ha sido él quien ha estado robándole últimamente las reses al ganadero más poderoso del lugar. La Barnes había pasado de asustarse un poco al cumplir los trece -con la sorpresa de la primera regla adolescente- al agobio constante de los años posteriores en los que fue perseguida por un ex-novio obsesivo y estúpido como el marido de Thelma, la de Thelma y Louise. Aquel fulano que pretendía hacerla feliz amarrándola con una alianza de oro y un puñado de costillas a la barbacoa de los sábados por la tarde, a la crema de cacahuetes y a la celebración anual del día de Acción de Gracias. En su escapada, menos alquilar sus esplendidas curvas para que patinaran en ellas esos fulanos zafios que abrazan a las mujeres con las pezuñas, la solitaria Marion hizo de todo. A la mañana siguiente de su encuentro con Guffin en el acantilado, y una vez sobrio, éste le agradeció el detalle alquilando para ambos un apartamento pequeño y limpio junto al puente de Brooklyn en el que era imposible hacer el amor de pie en la cocina sin retirar antes la mesa plegable. Desde entonces fue la chica de Mike. Aprendió a no hacer preguntas cuando aquel tipo atractivo que vivía con ella sólo a ratos salía de noche con un bulto sospechoso bajo la chaqueta a la altura del corazón. El caprichoso trazado de las carreteras de la vida los separó cinco años más tarde en una cruz de caminos pero el azar volvió a juntarlos, profesionalmente, veinte años después en la apertura del Paradise. Entre la despedida y el reencuentro, Marion Barnes conoció otros hombres y todos se le fueron quedando pequeños. A los pocos meses de vivir con ellos, le encogían como esos vestidos malos que venden en los mercadillos. Siempre fue la primera en atreverse a decir que una pareja no puede resignarse simplemente a compartir el mal aliento de cada mañana. Cuando llegaba ese día, Marion hacía su maleta y cambiaba de aires, de trabajo y de amores.


Se volvieron a ver por casualidad y Mike le propuso a Marion que aceptara el puesto de jefa de camareras cuando aquella mujer había crecido tanto por dentro que ya no le quedaba en el corazón ni medio gramo de inocencia. Sabía que ni siquiera el mejor nadador del mundo tiene la menor posibilidad de conseguir una medalla olímpica cuando se lanza a una piscina llena de cemento fresco, así que se limitó a responderle:
-“Acepto, Mike. Con una condición, nunca me pidas nada que ya hayamos hecho tú y yo en el pasado. Odio las segundas oportunidades; sólo sirven para confirmar que las mujeres nos enamoramos incluso más de una vez del hombre que menos nos conviene.”
A diferencia de la actriz Blanche Anderson y la cantante Melody Maker, que aún se aferraban a lo más hermoso de su pasado, Marion nunca tuvo vocación de artista. Siempre fue una chica todo-terreno; una mujer de esas que tiran para adelante incluso cuando conducen marcha atrás. Se sentía relativamente orgullosa de no haber sido jamás un patito feo de los que acaban transformándose en cisnes con el cuello en forma de signo de interrogación para fijarse sólo en la gente que les arroja de bombones para arriba al agua del estanque.


Milagrosamente, tampoco tenía ese aire de mujer amargada que disfruta con el sufrimiento del hombre más cercano a ella. Si alguna vez tuvo que tragarse las lágrimas lo hizo siempre en vaso largo, con un par de cubitos de hielo y un poco de Jack Daniel’s. Veinte años después aún era una mujer apetecible. De hecho, un par de semanas antes había recibido una proposición bastante decente de un despistado petrolero de California que recaló en el hotel por error intentando llegar al Cesar’s Casino de Las Vegas. Marión rechazó la oferta de aquel tipo forrado de pasta después de pasar la noche con él en la única suite del Paradise:
-“Lo siento, esto ha sido todo” - Le dijo Marion a aquel hombre rico que la trató espléndidamente bien en la mesa y en la cama - “No creo que volvamos a vernos. Dentro de algún tiempo me lo agradecerás, cuando lo único que te recuerde a mí sea el cargo de esa factura del hotel que te acabará pasando el tiempo por haber permanecido una noche en este lugar al que jamás hubieras llegado por propia iniciativa.”



CAPITULO VIII: ALMA DE REVÓLVER.

Decía el gángster retirado Frank Matone que su final coincidiría con el comienzo de un mercado de consumo donde sólo se iba a vender un producto: la carne humana fresca. Aunque en sus buenos tiempos el mafioso Matone estuvo a punto de ser homenajeado por las compañías de pompas fúnebres en agradecimiento a su valiosa aportación de clientes al negocio, ahora se sentía inútil y pesado como una pistola con el cañón requemado por el uso. El Paradise no era nada más que el lugar al que le había conducido su particular senda de los elefantes. Solía lamentarse de que la inmadurez era una especie de inocencia bienintencionada frente a las apariencias de las cosas y las palabras -propia de quien todavía no es enteramente hombre o mujer- se estaba adueñando de un mundo que ya no consideraba suyo.


Recuerdo una noche en que nos hallábamos sentados en el bar-club junto al dueño del Hotel Paradise, Mike Guffin, el que fuera sicario a sus órdenes y ahora era dueño del establecimiento donde ahora se alojaba -o escondía- aquel padrino. Un padrino al que odiaba un botones ahijado por él que, además, era hijo natural suyo. En ese momento Melody Marker cantaba He’s my guy (“Él es mi tipo”) con aquellos ojos de color esmeralda que iban mucho más allá de la letra y la música. De pronto, Frank nos dijo:
-“Cuando se es joven no hay manera de escapar de ese sarampión que consiste en creer que las averías del mundo se arreglan con un martillo y un destornillador. Uno se cura de todo eso después de verse obligado a echarle un par de pulsos a la vida y salir perdiendo. Sospecho que los chicos de ahora lo tienen más difícil que nosotros porque están indefensos frente al fracaso y no sé si sabrán sobrevivir a él. Creo que la culpa es de esos gimnasios modernos; son tan blandengues que les pagas para que te enseñen boxeo y sales de allí habiendo aprendido únicamente la parte de las posturas.”


Aquella noche Mike no estuvo demasiado de acuerdo con su ex-jefe pero no llegaron a discutir, quizá porque el director-gerente del Paradise venía de un mundo donde jamás se discutían las opiniones del que te pagaba y sabía que cuando las cosas no te gustan la solución es relativamente sencilla: poner más de mil kilómetros de distancia entre las cosas y tú. También quizá porque no presentía tan cercano su fin. Sin embargo, a aquel viejo capo no le faltaba parte de razón. Opinan los que se dedican a cantar aquello que han perdido que lo peor de la inmadurez es que ésta se ha convertido hoy en el punto más brillante del currículum de cualquiera. Que ha calado hondo en todas partes la idea de que las grandes aventuras y los cambios radicales en la vida sólo pueden ponerse en marcha antes de que el espejo te traicione mostrándote la primera arruga. Es como si se nos hubiera echado encima una epidemia de toallas arrojadas al suelo del ring antes de que el sonido de la campana anuncie el fin del primer asalto porque uno ve demasiada gente anclada en el suelo como si fueran estatuas a pesar de que todavía no han pasado de la primera mitad de su vida. Tipos que caminan inmóviles por las calles con las manos cruzadas sobre el nudo del ombligo y esa mirada de ojos cerrados por una mano ajena tan propia de los cadáveres dentro de sus ataúdes.


Lo bueno del Paradise es que allí podían verse un puñado de hombres y mujeres desobedientes a esa regla no escrita, según la cual los cambios de dirección personal tienen fecha de caducidad limitada. Un buen ejemplo podría ser el propio Guffin. Al filo de los cincuenta, había dado un golpe de timón y su mano derecha pasó de fabricar viudas dándole gusto al dedo sobre el gatillo a firmar facturas de proveedores honrados y palmear espaldas de viejos amigos a los que trataba como si fueran de verdad sus clientes favoritos. O huéspedes fijos como la cantante Melody Marker, la actriz Blanche Anderson, el pianista Roger Brown o el escritor Paul Gallagher, que también pasaron de ser peones o alfiles movidos por una mano con hilos de los que pendían sus cabezas a convertirse en espectadores de esa partida de ajedrez que juegan otros con el mundo por apuesta. En este sentido, el caso más interesante me pareció, sin duda, el gángster Matone. Aquel capo tenía alma de revólver. En lugar de cumplir años, había ido marcando muescas en la culata de su mente hasta que se le ablandó el cañón de más abajo. Su frase favorita era la respuesta que le da Burt Lancaster a Lee Marvin en la película Los profesionales cuando están en la secuencia del desfiladero. El canoso actor de Doce del patíbulo recuerda que lo mejor de las revoluciones es que en ellas uno entierra a muy buenos amigos y entonces Lancaster remacha:
-“Y a muy buenos enemigos.”


Frank citaba ese diálogo de cine cada vez que recordaba el largo camino que había recorrido, un camino con las cunetas llenas de padres de huérfanos por decisión personal suya. Ahora empezaba a verle las orejas al lobo. Todo lo que poseía era una fortuna inmensa, los primeros síntomas de una enfermedad terminal, un hijo bastardo que le despreciaba y aquella amante que podía ser su nieta y a la que mantenía sujeta a su lado gracias a unas esposas de platino y diamantes. Con ella únicamente podía practicar el amor platónico, no le quedaba fuerza para otra cosa. Ya ni siquiera le divertía que una legión mixta de perseguidores llevase años husmeando su rastro por los cinco continentes; una gavilla de fulanos con dientes de rottweiller que se había lanzado a cazarle, y que estaba compuesta al cincuenta por ciento por agentes del FBI y sentimientos personales de culpa de oscura raíz judeocristiana. Lo más impresionante que le escuché decir a Frank Matone fue:
-“Soy un hombre cansado y enfermo. Tengo el cerebro lleno de recuerdos buenos y malos, de promesas incumplidas y de remordimientos. Muchacho, mi corazón es una mezcla de los de la ballena Moby Dick y del capitán Acab, veinte páginas después del final de esa novela.”

(Continuará…)

miércoles, 6 de mayo de 2009

ESCÁPATE, MI AMOR

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Huye, encanto. Escápate, mi amor. Vete a donde los viejos y los pájaros no caigan al suelo fritos por el calor de la noche de esos días fijos de cada verano. Lárgate a algún sitio en el que nadie discuta los sueldos de los presidentes autonómicos ni los árboles mueran asesinados por la sequía artificial de los ríos en huelga. Lárgate a un país exótico donde los coches no vuelen como cardos rotos sólo porque el viento se vuelve tercermundista. Desaparece, pequeña; escóndete en cualquier lugar de esos en los que dicen que llueve café -o, al menos, poleo menta- y la vida aún tiene sentido.


Aquí, en esta olla-expréss de aire caliente y sueños congelados que guardamos en la cámara -más que nada, por el calor-, no queda otro remedio que sentarse en una terraza a esperar que llegue el camarero y entre en el juego de los despropósitos o en la lógica del cuento enloquecido con el que nos están durmiendo. Ahora resulta que Caperucita era la madrastra de Blancanieves disfrazada y que sus siete enanitos eran, en realidad, siete bellos durmientes vestidos de príncipes a la espera de que los despertase el lobo con su besito mortal.


Debes irte ya. Ah, y olvídate de aquel Dakar que corrimos juntos. Fuimos una pareja atípica entre los setecientos afortunados que jugaban a la aventura tramposa de cruzar el mundo a caballo de vapor, entre dos siglos. Nuestro coche también cruzó junto a ellos el desierto del Ténere rugiendo y amenazando a los niños africa­nos para que no se acercasen a la caravana a pedir bolígrafos bic, su mayor deseo después de ese otro de vivir en un harén de Marbella repleto de huríes rubias cuando ya no sean niños pobres, moros o negros, sino hombres sin futuro.


Nunca te lo dije pero ese ha sido mi único sueño eterno: un vago e incon­fesable deseo de partir de Francia dejando las torres góticas y ge­melas de Notre Dame y los bateaux del Sena a mis es­paldas para llegar al Senegal manchado con el barro de la victoria, aunque fuera esta victoria pírrica de la supervivencia, a bordo de un coche y junto una mujer con la que compartir el miedo a las noches del desierto y el terror a la falta de gasolina.


Y, sobre todo, ha­cerlo en esa época especial del año. Cuando Dios nace ritualmente en to­dos los pesebres de miniatura del mundo, los al­caldes de las metró­polis ricas de­rrochan kilovatios colgados de los árboles deshojados, los gamberros arrancan papeleras con las uñas y la gente normal se prepara para recitar su memorial de agravios delante del tipo más borde de la familia. Seguramente, aprovechando que el pobre anda distraído mientras descascarilla un langostino de plástico o toma un sorbito de champán de esos que primero te hacen brincar sin ganas de alegría y luego te ponen triste cuando recuerdas que perteneces ya, irremediablemente, al grupo de aquellos a los que nunca les quedará París.

Sergio Coello

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos V y VI.

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CAPITULO V: ALGODÓN NEGRO

Una buena definición del Paradise me la dio Mike Guffin, su creador, la noche en que estábamos juntos en el bar-club del hotel escuchando el piano de Roger Brown. En aquel momento tocaba Sodade, esa canción milagrosa de Cesárea Évora capaz de animar a un cadáver de marido para que abra el baile de Año Nuevo con su propia viuda. La voz de Melody Marker se había tomado un respiro y en el local flotaba el aire cálido procedente de un piano tan negro como las manos que lo acariciaban. En otra época, contra aquel músico que acompañaba a la cantante en sus actuaciones dispararon sus desligados naipes muchos pardillos blancos al consumirse la media hora escasa que tarda en vaciarse la cartera de un mal jugador de póquer. Mike esbozó aquella típica mueca suya, como si le acabaran de pellizcar el alma por la espalda, y me dijo:
-“El Paradise es una especie de seguro contra el riesgo de repetir esos errores que todo hombre comete antes de los cuarenta. Para tratarse de un hotel, reconozco que el nombre resulta un tanto presuntuoso pero hay algo en lo que este lugar no tiene nada que envidiarle al cielo; aquí tampoco admitimos a nadie que tenga cuentas pendientes consigo mismo.”


Aunque Guffin había tratado con tipos de cualquier ralea en su vida anterior de hombre de la mafia, su experiencia con los políticos no debió de ser buena. Recuerdo que también comentó de pasada:
-“¿Sabes una cosa? Dejé de creer en los políticos aquella vez que descubrí a dos de ellos, uno del gobierno y otro de la oposición, entendiéndose perfectamente en el reservado de un restaurante mientras en el comedor para el público, un hombre y una mujer, seguramente enamorados y sin la menor idea de que los tenían tan cerca, discutían y se amargaban la velada tomando distinto partido por ellos.”
Aquel fin de semana no quedaba una sola habitación libre en el Paradise. A la clientela fija del hotel -la cantante Melody Marker y su pianista, el gángster Matone y su chica, la actriz Blanche Anderson, el ex-reportero y novelista retirado Gallagher, el misterioso Slater, además de todo el personal que trabajaba allí- se habían sumado un buen puñado de clientes ocasionales que recalaron en el establecimiento durante el fin de semana para desintoxicarse. Ya saben, la clase de gente que va por la vida diez o doce pasos por delante de sus propios pies buscando una meta, hasta que un buen día descubre que se la ha dejado atrás porque no supo reconocerla cuando pasó ante ella.




Muchos se encontraban en el bar, dejándose llevar por los acordes que brotaban de aquellos dedos de algodón negro que eran lo mejor y lo peor de Roger Brown. Cuando los ponía sobre las teclas no sólo salía música. Si el local hubiese estado atestado de tiburones -esos peces gordos que disponen de dos sentidos más que las personas, según me contó una vez el periodista Gallagher-, la clientela hubiera podido captar perfectamente cómo en la música del artista se depositaba el cicatrizado poso generacional de cuantos nacieron en una plantación con capataces que practicaban el tiro al blanco al revés, disparando sobre cualquier negro fugado al que descubrían desfallecido sobre la nieve. Sin duda, en aquellos sonidos seguía dibujándose el garabato de la quemadura con hierro candente que marcara la piel de los esclavos del sur y la posterior alegría de sus familias libertas por la elección del primer alcalde negro en algún pueblucho perdido del norte. Uno diría incluso que a los clientes del bar-club del Paradise esa noche se nos apareció -disfrazada de estribillo de blues- esa expresión sabia y compasiva que el actor Morgan Freeman dibuja en su rostro cada vez que se cruza con la tragedia de cualquier prójimo de otro color en una película. Aquel pianista transmitía muchas cosas. Especialmente, cuando Melody hacía un alto y dejaba de cantar a la soledad con una voz levísima del mismo color esmeralda que sus ojos de gata.



El piano de Brown dejó de sonar y Marion Barnes se acercó hasta nosotros. Era la jefa de camareras del hotel y tenía la noche libre. Marion también era la dueña de claves en el turbio pasado de Mike, así que le trataba con esa confianza que sólo puede darse entre viejos compinches en asuntos de amor y muerte. Llevaba puesto un vestido de tirantes color champán, muy escotado y a juego con su cabello cobrizo. Me pareció tan hermosa que incluso la cínica sonrisa que traía puesta hacía su boca mucho más atractiva. Nos saludó con un gesto a ambos pero sólo deseaba hablar con su patrón:
-“Escucha, Mike: no entiendo cómo permites que ese pianista negro siga tocando una música llena de remordimiento. A mí me recuerda otro tiempo y otro lugar; cuando lo único caliente que entraba en el estómago de aquellos muertos de hambre a los que visitabas para ajustarles las cuentas era la bala de plomo que les disparabas a la barriga.”
Mike sonrió y habló con la tranquilidad de los que se presentan totalmente curados de espanto a la cita con la segunda mitad de su vida:
-“Tranquila, encanto” - Le contestó a Marion - “A la mayoría de nuestros clientes esta música apenas les dice nada. Fíjate bien en ellos, se trata de gente sin pasado. Y, si lo piensas bien, quizá sea una ventaja. Corren tiempos en los que lo único que vale la pena recordar es el futuro.”




CAPITULO VI:EL HIJO DEL PADRINO

Andy, el botones-ascensorista del Hotel Paradise, apenas había cumplido los veinte pero ya se adivinaba en él ese estilo generacional de los Michael Corleone que hoy manejan el mundo desde la sombra. Tipos que acaban descubriendo las ventajas de la reconversión de delitos clásicos en negocios perfectamente legales emparentados con el poder político. Ya saben, lo de pasar suavemente del control sobre las apuestas clandestinas, el contrabando de licores y la trata de blancas -donde al cadáver del rival se le enterraba en el cieno del puerto con la lápida de mármol colgada del cuello- a dirigir grandes actividades empresariales sin sangre y al calor de la legislación vigente. Recalificaciones de terrenos, opas hostiles amparadas por los gobiernos, concesiones de servicios públicos; menudencias así. El propio Andy me reveló sus intenciones la primera vez que se hizo cargo de mis maletas camino de la habitación:
- “Yo manejo este ascensor con la misma seguridad que un comandante de vuelo conduce el Boeing 747 que le han confiado. Y el jefe lo sabe. Lo que ignora el señor Guffin es que algún día seré más grande que él pero sin esas hipotecas de conciencia que le mantienen esposado a las viejas amistades. Debe de ser cosa de esta sangre bastarda que me corre por la venas, la misma del vejestorio que tiene reservada en exclusiva la última planta de este hotel. Resulta patético verle usar como muleta a esa rubia explosiva que debería ser su nuera. Estoy seguro de que ella me preferiría a mí como piloto para su cama.”

Sin duda, Andy no ignoraba que su puesto de trabajo era un enchufe del progenitor y padrino a su hijo natural otro favor más del dueño del Paradise a su antiguo jefe Matone, pero en el ambicioso libro de cuentas personales de aquel subalterno con ademanes de almirante no existía la columna del Debe. A poco que uno se fijara, se advertía enseguida que tanto él como el recepcionista Peter Ngu encajaban en ese modelo de vástago cuya fuerza interior no procede de un padre perteneciente a la estirpe de Conan el Bárbaro. En realidad, lo de ellos parecía más bien energía atómica; ese gen del verdadero sexo fuerte que sólo es posible heredar por vía materna. La madre de Andy fue una inmigrante siciliana llamada Bettina Catassi que murió a los pocos minutos de parirle. Aquella mujer se presentó en Nueva York igual que Cleopatra ante Julio César, envuelta en una alfombra. La descubrió el propio Frank escondida en la bodega de uno de sus cargueros con bandera panameña, mientras inventariaba una partida de vino de Calatrasi que venía de Siracusa con destino al mercado negro. En aquel tiempo el gángster empezaba a consolidar su carrera dentro de la “cosa nostra” gracias a un sonoro braguetazo con la hija única de un senador de New Jersey, tan fea como rica por parte de madre. Lo malo es que se enamoró de Bettina en cuanto la vio y antes de que aquella hermosa muchacha italiana aprendiera a decir good bye en lugar de ciao, ya se había convertido en la “otra”. No tardó en llevar al futuro Andy dentro del vientre mientras la legítima se desesperaba con su dedo dentro de la alianza de matrimonio. El mismo día en que Frank quedó viudo por culpa de una sobredosis de Chanel número cinco que se llevó a la tumba a la hija del político, a la embarazada Bettina se le complicaron las cosas en el parto. La amante de Matone se puso tan firme ante la muerte que la funcionaria de la guadaña tuvo que resignarse y esperar hasta que aquella primípara terminara completamente su trabajo y diera a luz un bebé sano con los ojos grises clavados a los del padre doblemente viudo.

Cuando llegamos a la puerta de mi habitación, el botones soltó las maletas y recogió la generosa propina que le ofrecí. Luego fijó sus ojos en los míos sin mostrar la menor señal de agradecimiento pero en aquella mirada pude advertir la tenebrosa paciencia con la que un iceberg agazapado entre la niebla esperó al Titanic la noche del catorce de abril de mil novecientos doce.
-“Este muchacho no durará mucho aquí” - Me comentó Mike horas más tarde - “Lo justo hasta que crezca lo bastante como para estar en condiciones de robarle la novia a su propio padre. Sospecho que Andy va a ser de los que triunfan ahí fuera, en algún sitio legal de esos donde las mujeres besan con la uñas y la valía de un hombre se mide únicamente por el daño que puede hacer a aquellos para quienes ha estado trabajando.”



Mike Guffin me contó que el capo Matone había aprovechado su refugio en el Paradise para hacer testamento. En un momento de debilidad, cuando le apareció sangre en la orina por primera vez, decidió disponer el reparto de sus bienes a partes iguales entre su joven amante Roxie Ball y aquel hijo natural vestido de uniforme con botones dorados y raya roja en el pantalón. Por supuesto, para que fuese efectivo a partir del día en que sus pulmones se vaciasen de humo para siempre, ni un segundo antes. Aquel gángster, al que la prenda que mejor le sentaba ya no era la metralleta sino una colilla de puro casi apagada, no les había dicho nada a ninguno de los dos. En sus buenos tiempos, Frank fue un hombre implacable, uno de esos tipos duros que no tienen el menor problema para beberse una piedra de medio kilo con una pajita. Y esa gente suele ser partidaria de que la juventud incapaz de apreciar el valor del dinero caído del cielo aprenda antes a quitarse la sed tragando dos veces la propia saliva. Una vez, mientras Roxie bailaba en el centro de la pista con su propia sombra como pareja, aquel fulano empapado de crímenes que se había escondido en el Paradise para que no le encontrase la sensación de culpa me confesó de pronto:
-“Te daré un consejo; Nunca confíes en el bote salvavidas de una patera porque no existe. Esa ha sido mi regla número uno. Y convencer de lo contrario a mis enemigos, la número dos. Con ese par de principios, un hombre sin demasiados miramientos puede llegar tan lejos como le permita su futuro cáncer de próstata.”
Viéndole en compañía de la veinteañera rubia que llevaba silicona bajo el collar de esmeraldas me acordé de aquellos curas con sobrina de antaño. No sé si la chica estaba allí para cuidar al viejo o para alegrarle lo poco que le quedaba de vida. Con Andy, el mafioso Frank era mucho más frío. Le trataba como si fuera el chico de los recados. Una mañana en que coincidimos los tres en el ascensor, la cabina empezó a subir y el padrino le dijo al hijo no reconocido:
-“Oye, muchacho ¿quieres ganarte cuarenta dólares?
-“¿A quién hay que matar, señor Matone?”– Respondió Andy.
-“Sólo tienes que traerle a mi chica dos docenas de rosas rojas porque hoy cumple ese mismo número de años” – Le contestó el gángster, señalando al techo con aquel puro tan menguado y crepuscular como él mismo - “Recuerda, han de ser rosas rojas; las mejores que encuentres en la floristería.”
-“De acuerdo, señor” – Remachó el joven ascensorista – “Pero eso le costará doscientos dólares. Cien para las flores y cien para mí. Con ese dinero pienso invitar a cenar a una chica que está harta de recibir todos los años flores del mismo color de su futuro ex-novio.”