lunes, 9 de diciembre de 2013

Siempre nos quedará... Florencia

“Firenze” en italiano --y Florencia en español-- es la capital de la Toscana y el primer nombre que viene a la mente de cualquiera cuando le preguntan por la ciudad en la que hay más arte y cultura por metro cuadrado de superficie urbana de cuantas existen bajo el cielo.
     

Es una auténtica ciudad-museo, no como esas otras de aquí y de allá en las que vivir se hace imposible porque el casco histórico lo mantienen conservado en alcohol hasta que se acaba convirtiendo, de hecho, en un cementerio medieval. Pero es que, además, Florencia es un ejemplo perfecto de lo que ha sido capaz de hacer el hombre con su talento y sus manos desde aquel día en que -amargado por el mal tiempo exterior o aburrido por falta de guerras en las que cansarse- comenzó a dibujar rayas con sentido en las paredes de su cueva.
     

Florencia fue el corazón del Renacimiento, aquel movimiento cultural, científico y religioso que cambió radicalmente la velocidad de crecimiento del mundo a partir del siglo XV. El mismo que hizo que la física, la literatura, la pintura y la arquitectura dieran un paso de gigante en la forma de entender el mundo y la vida, recuperando los grandes valores clásicos de la cultura occidental. El Renacimiento hizo, ya para siempre, que la auténtica cultura -a diferencia de sus sucedáneos- tomase al hombre como unidad de medida de todas las cosas.
                    

        En sus orígenes, Florencia fue ciudad etrusca y se constituyó como urbe romana un siglo antes de Cristo pero empezó realmente a crecer a partir del año 1115, cuando la burguesía local decidió apostar por el desarrollo integral de la misma, aprovechándose de las disidencias entre los dos poderes que la sojuzgaban: el Pontificado de Roma y el marquesado de Toscana. Una familia de banqueros -los Médicis- hizo de Florencia la ciudad más importante de su tiempo cuando sus miembros se convirtieron en los grandes duques de Toscana, a partir de 1532. Ellos protegieron a los grandes nombres del arte y la cultura de entonces (Miguel Ángel, Donatello, Brunelleschi, Giotto, Andrea del Sarto) y el esplendoroso poderío de la ciudad se prolongó hasta finales del siglo XIX. Tanto, que entre 1865 y 1871 Florencia llegó a ser capital del reino de Italia.
                         

 En agradecimiento a esta familia --los Médicis-- , el mundo inventó la palabra “mecenas” para designar a quienes desde el mundo privado utilizan su dinero o influencia para promocionar artistas valiosos a los que aún no considera casi nadie. El término, como tantas cosas, acabaría cobrando su verdadero sentido al corromperse, cuando el poder político aprendió a utilizar sistemáticamente los presupuestos públicos como palo o zanahoria, premiando a los buenos y castigando a los malos, desde el punto vista político. Porque éste --el poder político, se vista del color que se vista-- siempre está relacionado directamente con la llave de esa caja donde se guardan, juntos y adormilados, la dependencia servil y el dinero. 
         

          Florencia, que actualmente cuenta con unos setecientos mil habitantes, está situada al pie de los Montes Apeninos, en un punto en el que la autopista que va hasta Pisa se cruza con otra que comunica Roma con Lombardía. La ciudad está atravesada por el río Arno y ambas orillas se comunican por diez puentes, incluido el de la autopista Greve-Arezzo-Roma. Algunos de estos puentes históricos como el “delle Grazia” y “della Trinitá” fueron destruidos durante la Segunda Guerra Mundial y reconstruidos después. Pero el Ponte Vechio, el más antiguo de todos, y cercano a la Galleria degli Uffizi, siempre está  lleno de pintores, bailarinas y músicos callejeros de cualquier parte del mundo. Todavía se conserva, tal cual; coronado por diminutas  viviendas que tienen unas ventanas eternamente adornadas con flores sobre el agua. 
                  

    Para seleccionar los monumentos más interesantes de Florencia habría que establecer una rigurosísima “eliminatoria”. En los pocos días que pasé allí apenas pude ver, deprisa, el David de Miguel Ángel en la gran escalinata del Palazzio, la iglesia románica de San Miniato al Monte, la Puerta del Paraíso, la Piazza della Signoria, el Palazzio Vechio, el Palazzio Pitti, la Iglesia della Santa Croce, el Convento de San Marcos (convertido en Museo de Fra Angélico) y el Palazzio de los Medici-Ricardi.
                                    

       Dediqué un poco más de tiempo al Palazzio degli Uffizi (la galería de arte más importante de Italia) y al Duomo (catedral) de Santa Maria del Fiore, cuyos relieves de la cantería son obra de Donatello. Su “campanille” es obra del Giotto y su cúpula cubierta por mármoles de diferentes colores es del arquitecto Brunelleschi. El baptisterio -gigantesco, igual que el de Pisa- es una obra de arte casi tan grande como la propia catedral. Dentro, bajo su cúpula, pude escuchar la perfecta sonoridad de los coros polifónicos. Uno recomendaría, también, visitar la Iglesia de Santa Maria Novella y la de San Lorenzo, que es la más antigua -del sigloIV- y tiene las tumbas de los Médicis, obra de Miguel Ángel.
         

Nadie debería perderse una subida  al pueblecito de Fiesole -que está situado al nordeste, sobre un monte cercano a Florencia lleno de pinos, y que ya ha sido absorbido como barrio de la ciudad. Contemplar, al atardecer, con el crepúsculo,  la perspectiva que ofrece Florencia coronada por miles de tejas tostadas por el horno del tiempo y en la que relucen docenas de cúpulas que parecen de oro no tiene precio. Quizá sólo he vuelto a ver una imagen parecida algún tiempo después, en Praga. Claro que en Praga el sol es centroeuropeo y tímido; y por eso pide permiso para calentar a las gentes. En cambio, en aquella Florencia del inmisericorde “ferragosto” tuve entonces la sensación de encontrarme de visita en el interior de una olla hirviendo. Eso sí, una olla de oro de veinticuatro quilates. 





domingo, 10 de noviembre de 2013

Siempre nos quedará... Fez

      Fez está situada en el norte de Marruecos y tiene unos dos millones de habitantes.  Se trata de una de las cuatro “ciudades reales” –junto a Mèknes, Rabat y Marrakech- y está asentada en una fértil cuenca regada por la corriente del río Uadi Fès. Antes de llegar a la ciudad hay que atravesar una zona del Rif con miles de olivos recién plantados, de medio metro de altura, y grandes viñedos que han dado un vino famoso para disfrute de turistas no islámicos. Fez es una encrucijada de caminos donde confluyen vías de comunicación atlánticas, mediterráneas y del interior -incluido el desértico sur- y un activo centro comercial (tejidos, cueros, alfombras y objetos de orfebrería) además del principal foco cultural y religioso del país.
         


     Fue fundada por Muley Idris II durante los primeros años del siglo IX en el lugar ocupado actualmente por la “medina”, que sigue conservando su primitivo nombre de Fàs-al-Bali, y desde el principio se desarrollaron dos zonas diferenciadas a ambos márgenes del río ya que tres mil árabes huidos de Túnez se asentaron en la orilla izquierda y ocho mil familias andalusíes expulsadas del califato de Córdoba lo hicieron en la derecha. Los monumentos más importantes de la antigua Fez son las mezquitas llamadas “de los andalusíes”  y Al-Qarawiyyin (o “de los tunecinos”), levantadas ambas en aquellos primeros años y posteriormente reconstruidas en los siglos XII y XIII.
      
    
          De aquella primera época también se conservan la muralla y algunos palacios pero es en la ciudad nueva -la que  se construyó a partir del año 1276- donde se conserva la mejor arquitectura. Hay dos grandes mezquitas y varias “medersas” (escuelas coránicas) como al-Saffârin y Bú-Inâniyya, de estilo hispano-morisco aunque en Fez hay tantas mezquitas que hasta tienen una para que la visiten los infieles; descalzos, eso sí.
    

    Frente a la ciudad vieja (la “medina” Fàs-al-Bali) los mariníes construyeron la ciudad nueva (Fàs-al-Jadid) en el siglo XIII y Fez alcanzó su máximo esplendor con esta dinastía que hizo de la ciudad un centro cultural y comercial capaz de competir con Marrakech. Las dinastías posteriores -saadianos y alauitas- siguieron residiendo en Fez hasta que en 1912 el sultán Muley Hafid firmó el tratado que establecía el protectorado francés en Marruecos y la capital administrativa fue trasladada a Rabat. Como en otras grandes ciudades marroquíes, los arquitectos franceses de principios de siglo impulsaron el desarrollo urbanístico de Fez con la construcción de grandes jardines y bulevares -Avenidas de la Libertad y de los Franceses o los Bulevares de los Saadianos y de  Mohamed V- y que contrastan con las “medersas” (escuelas coránicas) Bou Inania y  Attarine, el santuario de Muley Idris, la Gran Mezquita del siglo XIII, el  Palacio Real o el barrio judío (Mellah) con sus diecisiete sinagogas.
            

        La entrada a Fez por la carretera que nace en Tánger es impresionante porque lo primero que se ve, sobre una colina cercana, son dos inmensos cementerios -el árabe y el judío- vecinos y separados. Como si después de la muerte los hombres continuaran siendo distintos y cada familia de cadáveres siguiese yendo de su esqueleto a sus asuntos. Dos días después -tras haber comido “harira”, “cuscús” y una ensalada tibia de cebollas, berenjenas y pimientos rojos cocidos que es bisabuela de la “escalibada” catalana pero no alcanza la excelencia de nuestro “asadillo manchego”- volví a pensar en la magia de esta ciudad superviviente del siglo XIII hasta que llegaron unos dulces de almendra, los dátiles de las palmeras del desierto y la danza del vientre de una bailarina del restaurante, que me desconcentró.
Aunque lo que hizo que Fez me pareciera a mí una de las ciudades más fascinantes que he conocido en mi vida fue su “medina”. Se accede por la puerta Bab Boujeloud, que parece la entrada principal a un fastuoso palacio de las Mil y una Noches y que, realmente, es un ábrete sésamo a la caverna artesana de la  Edad Media y un viaje a través del tiempo que te obliga a retroceder siete siglos de golpe.


       Nos contó uno de los guías -profesor de Historia de la universidad de Fez- que la “medina” tiene alrededor de cuatrocientos mil habitantes y novecientas calles, que son una versión magrebí del Laberinto griego donde Teseo, Ariadna y el Minotauro tejieron la primera leyenda sobre los triángulos amorosos que tanto juego literario han dado después. A mí me parece imposible de visitar por primera vez sin la ayuda de varios guías para descubrir una mínima parte del misterio que encierra. En la “medina” uno se siente el niño ciego que pretende adentrarse en una tela de araña kilométrica hecha de tejas y adobe. Las callejas son tan estrechas que por ellas no pueden pasar carretillas sino esos burros de raza árabe -bajitos y estrechos, con las alforjas cargadas hasta los topes- y que cuando pasan tienes que refugiarte en los quicios de las puertas.                
    
     Las casas están encaladas en diferentes colores -rosa, amarillo, azul, blanco- y  por todas partes te encuentras callejuelas entoldadas y pasadizos que siempre desembocan en el antiguo imperio de los Omeyas. Hay más de cuarenta calles especializadas en el comercio de mercancías específicas -calle de la seda, del cuero, de las semillas, de los frutos secos, de las flores, de la madera, del cobre, de las alfombras, de los perfumes, de las frutas, de las especias, de la plata, del oro, por citar sólo algunas- y en cada una de ellas se percibe claramente un intenso aroma o un vivo color dominantes y referidos al producto que reina en todos los puestos de la calle.
Especialmente inolvidable fue la visita a la Plaza de los Curtidores, donde dos docenas de hombres -desde niños aún no adolescentes hasta adultos de no más de treinta años, ya viejos y desdentados- trataban las pieles de animales recién desollados sumergiéndolas en unos pozos llenos de un líquido hecho con la mezcla de excrementos de paloma y cal viva, y cuyo penetrante hedor no consiguen soportar muchos de los turistas que intentan atravesarla, atascándose los orificios de la nariz con ramitas frescas de hierbabuena. Valió la pena para entender que aquellos hombres darían gustosamente un brazo por trabajar en cualquier mina  europea de las que están cerrando empezando por las asturianas.

                  
     
         De Fez me traje su recuerdo inolvidable y un par de teteras con una bandeja que compré en un bazar especializado en orfebrería de plata labrada a mano. Y donde pagué sin el menor problema con mi tarjeta Visa, a pesar de que, ya digo, estábamos en el siglo XIII y todavía no se había inventado el plástico. Por eso, seguramente, jamás me llegó el cargo a mi cuenta en el banco. Otros, en cambio, -que iban al grano claramente- se trajeron alfombras donde tumbarse --tan maravillosas como la lámpara de Aladino-- y un frasquito diminuto lleno de esas alitas de mosca africana que dicen que hace milagros con la impotencia.   


 Sergio Coello

domingo, 13 de octubre de 2013

Siempre nos quedará... Budapest

       A su paso por Budapest, el Danubio no es azul como en el famoso vals de Strauss. Sus aguas tienen, en realidad, ese tono entre verde y gris del  color de los ojos de las chicas rubias como la miel que pasean por la Váci Utca (calle Váci) revoloteando como abejas alrededor de unos lujosos panales que resultan prohibitivos para ellas y que se llaman Armani, Dior, Versace e Ives Saint Laurent.

         En Budapest el Danubio es algo así como unos Campos Elíseos de agua o un Paseo Líquido de los Tilos sin Puerta de Branderburgo porque su cauce -que tiene cien metros de anchura- dividió desde el principio a la capital de Hungría en dos ciudades-mitad (Buda y Pest), y entre ellas se reparten los más de dos millones de habitantes que la pueblan. En Buda, a la izquierda siguiendo el sentido del río, y sobre el Cerro del Castillo, está la vieja ciudad histórica con la monumental iglesia de Matías donde se han hecho coronar los reyes húngaros desde el primero que dio nombre al templo. También está el Palacio Imperial que Francisco José I, el monarca del imperio austro-húngaro, mandó construir para su esposa Elizabeth, la célebre Sissi sin el rostro de cine de Romy Schneider. La misma que, al poco tiempo de casarse, decidió que prefería Budapest a Viena para pasear, y a su vecino, el conde Andrassy, en lugar del imperial marido, para lo otro. Asomada al mirador del palacio, Sissí contemplaba Pest –situada en el otro lado del río- mientras enloquecía lentamente peinándose obsesivamente los cabellos de más de un metro de longitud y contando una y cien veces los puentes sobre el Danubio.

     De los siete que cruzan el río, el Puente de las Cadenas es el más hermoso. Más, incluso, que los dedicados a la propia emperatriz Elizabeth y a la Libertad. El Puente de las Cadenas, que es el elegido por los suicidas para arrojarse desde su punto más alto, está espléndidamente iluminado por las noches. Sus luces, junto a los capiteles y cúpulas del Parlamento, aparecen sumergidos en el agua dorada y su reflejo sobre el río combinado con las luces de Pest -que es la ciudad comercial y de mayor actividad pública- es sencillamente grandioso. 
     Todo en Budapest recuerda el glorioso pasado de haber sido “la otra capital” del Imperio Austro-húngaro. Fue el lugar-amante, en todos los sentidos, frente al legítimo lugar-esposo que era Viena. Estoy convencido de que por eso, además de por el pimiento “paprika”, es más picante y  divertida. Y, desde luego, menos estirada que la capital austríaca.

   A Budapest habría que cambiarle alguna institución demasiado acostumbrada a los vicios de otros tiempos pre-democráticos –la policía, sin ir más lejos– pero no le falta casi nada. Por tener, tiene muchísimos tranvías para recorrer la ciudad, cantinas mejicanas y unos jóvenes ciudadanos que viajan en metro y se ofrecen sin que se lo pidas para guiarte hasta la monumental  Plaza de los Héroes desviándose de su camino y haciendo un esfuerzo para comunicarse contigo, aunque sea en inglés. Y a los que cualquier clase de intento de agradecerles materialmente el gesto les ofendería.

        En la terraza de Gerbeaud, la famosa pastelería imperial, se pueden tomar los exquisitos “somlôi galuska” mientras escuchas a un grupo de músicos veinteañeros que tocan rithm and blues y música country como si hubieran cuajado su arte en las mismísimas húmedas aceras de Nueva Orleáns. Hungría es la tierra de Franz Liszt y se nota: a la entrada del Palacio Imperial, en la Vorösmarty Ter (Plaza Vorösmarty), o en cualquier calle hay violines que interpretan virtuosamente la patriótica Rapsodia Húngara de su músico más famoso o el Yesterday de Los Beatles. Y en la Cafetería Korona, al atardecer, cuando la oleada de visitantes extranjeros entra en la bajamar y se retira de las empedradas callejuelas de Buda, se puede tomar el mejor helado que uno ha probado nunca, ni siquiera en Italia.

     La mayoría de la gente que visita Budapest suele recorrer hasta la extenuación las almenas y torreones del Bastión de los Pescadores --que a mí me recordaron, salvando la escala, claro, al Exin Castillos con el que jugaban mis hijos cuando eran pequeños- y luego se van a tomar un relajante baño termal en alguno de los muchos que existen allí. Pero yo disfruté tanto o más contemplando todas las noches el edificio neoclásico del Parlamento -primo-hermano del de Londres-  que parece un gran joyero abierto y lleno de piezas de oro puro cubiertas de polvo.

     Quizá me traje el pequeño arrepentimiento de no haber entrado en el mítico Hotel-Balnerario Gelért porque era su última temporada, antes del largo cierre por restauración. Sobre todo, por si veía disuelto en el agua caliente algo del talento que se debieron de dejar allí ilustres visitantes tan asiduos como Orson Welles y Luchino Visconti.
               
     A quien piense conocer Budapest uno le recomienda especialmente que no regrese sin haber recorrido el Gran Mercado con su espléndida sinfonía de colores de frutas y hortalizas, la Sinagoga Central, que es la mayor de Europa; el Teatro de la Ópera -en la Andrassy Ut (Avenida Andrassy) y la Antigua Estación de Ferrocarril, ahora convertida en un inmenso Mc Donald; es el único lugar del mundo entre todos los que conozco donde vale la pena comerse una hamburguesa de plástico color carne, como casi todas.

     Hay alternativas cuando uno está hasta el gorro de visitas monumentales. Los paseos cercanos al Danubio del Budapest nocturno, especialmente en verano, están llenos de juventud -hermosa y rubia como la cerveza Dreher- que demuestran un carácter alegre y pacífico. Hay algo indefinido y admirable en esas gentes que aborrecen -como nosotros- las comidas insípidas y han sido capaces de reconvertir todos sus alcohólicos marginales -por culpa del aguardiente “pralinka”- en abstemios barrenderos públicos que procuran diariamente mantener limpia y agradable una de las ciudades más bellas de la Europa que conozco. Incluso en días festivos, no como en otros sitios más cercanos. 

         Después de mi viaje comprendí por qué aquí, en España, se hablaba tanto de Hungría en las canciones populares antiguas catalanas y, especialmente, en el cante flamenco más auténtico: hay una extraña corriente más afectiva que eléctrica entre nosotros y ese país, en cuyas universidades se estudia hoy más español que nunca. Aunque ahora sean republicanos y ya no tengan reyes como Emerico I que se casó con la princesa Constanza, hermana del Rey de Aragón Pedro II, ni abunden los héroes nacionales legendarios como Miklós Toldi que estaban al servicio directo del cardenal-guerrero y castellano don Gil Carrillo de Albornoz.      


Sergio Coello

martes, 3 de septiembre de 2013

Siempre nos quedará... Praga

      Praga es capital de la República Checa y de una histórica región centroeuropea llamada Bohemia, famosa por sus vidrios exquisitos y sus bosques en gran medida desaparecidos. Pertenece a esa raza especial de ciudades -Venecia, Dublín, Sevilla- que fascina a los poetas porque cuando éstos las contemplan desde alguno de sus rincones se sienten fuera y dentro del mundo a un tiempo.


El río Vltava -Moldova, para nosotros- la divide en dos partes que se comunican a través de nueve puentes aunque el principal es el Puente de Carlos (Karlúv Most), que fue levantado en memoria del rey bohemio Carlos IV, erigido emperador del Sacro Imperio Romano. Se trata de una auténtica “calle Mayor” sobre el agua, flanqueada por veintidós imágenes de piedra a tamaño natural que están repartidas a lo largo de ambos pretiles, empezando por San Wenceslao y terminando con San Juan Nepomuceno. O viceversa, según sea el sentido del paseo.
      

    Praga cuenta hoy con más de 1.300.000 habitantes pero su origen es incierto. La tribu celta de los Boios decidió asentarse en una región centroeuropea situada en mitad de la ruta que comunicaba el Este eslavo con Occidente y esa región -Bohemia- tomó de ellos el nombre. Durante siglos fue invadida por diferentes tribus bárbaras hasta que la hizo suya Carlomagno y en el siglo X la dinastía de los Premsyslitas convirtió a Praga -que había empezado siendo un simple castillo de madera junto al río- en la capital de la nación. San Wenceslao, el primer monarca y, desde su canonización en el siglo X, patrono del país, trazó los primeros planes de desarrollo urbanístico para darle la importancia que exigía el comercio de su numerosa población judía. En el siglo XIV -al subir al trono el heredero del Sacro Imperio Romano Carlos IV, que se había formado en la prestigiosa universidad de París- Praga se transforma realmente en una de las principales capitales europeas del arte y la cultura. Este impulso gigante vuelve a repetirse cuando la dinastía europea de los Habsburgo hace de Praga una de las tres capitales, junto con Viena y Budapest, del imperio austro-húngaro. Este auge resulta definitivo y Praga se transforma en un centro cultural de primer orden donde Mozart estrena óperas como “Don Giovanni”, Beethoven tiene casa fija y los mejores arquitectos barrocos de Europa construyen palacios y teatros para la burguesía emergente.
                  

    De su Plaza de Wenceslao -el descomunal corazón de la ciudad- admiré la fachada “modernista” del renombrado Hotel Europa -en una de las ciudades más barrocas del mundo- pero me impresionó más el montón de ramos de flores recientes que ciudadanos anónimos siguen depositando sobre el césped, día tras día, junto a la placa que recuerda la muerte del estudiante Jan Palach, quemado a lo bonzo cuando los tanques rusos entraron en Praga, por primavera, hace ya casi cincuenta años. Y aunque el gheto judío de Praga desapareció sustituido por un conjunto de edificios “art nuveau” y casas cubistas, el viejo Cementerio Judío sigue intacto y en él se apiñan miles de lápidas. La más visitada es la del rabino Löw: el de la famosa leyenda del Golem, un hombre de arcilla al que el rabino dio vida poniéndole una tablilla mágica en la boca y que, al enloquecer, tuvo que quitársela para ocultarle -yerto- para siempre. En este barrio, llamado Josefov, hay muchas sinagogas; algunas convertidas en museos -como la Klausen-  y hasta una “española” que imita el estilo morisco. En la plaza de la Ciudad Vieja (Starömestské Nàmestí) se encuentra el famoso “Orloj”, el reloj astronómico de la torre del Viejo Ayuntamiento haciendo aparecer a las horas en punto a los doce apóstoles, uno por campanada, y que siempre está rodeado de docenas de turistas con la cámara en ristre. Allí están, además, el gran monumento al reformador Jan Hus y la placa que recuerda el lugar de la casa natal de Franz Kafka en la fachada de otra posterior. Cerca quedan el Palacio Golz-Kinský, la Iglesia de Nuestra Señora de Týn, el Teatro de los Estados que aparece en la película “Amadeus”del checo Milos Forman y la calle París -la más comercial de Praga- que muchos recorren en carruaje para regresar al pasado. Hace falta tiempo para visitar el Museo del músico Smetana, el convento de Santa Inés, la Basílica de San Jorge, el Palacio Sternberg, el Santuario de Loreto o el Palacio de Troja, que es una especie de Versalles de Bohemia en rojo y blanco; sin olvidar el Teatro Nacional. el Museo de Artes Decorativas, el Belvedere  -o Palacio Real de verano, a imitación del de Viena- y el Museo de Praga.



     Pero el monumento más importante es su Castillo. El Castillo de Praga es una fortaleza impresionante que encierra dentro de su recinto amurallado una auténtica ciudad con basílica (la de San Jorge), residencia imperial y palacio arzobispal. En su centro se asienta la grandiosa catedral gótica de San Vito, cuya puerta dorada dominada por un gran mosaico con el Juicio Final ya sólo se abre en ocasiones especiales. El Castillo -residencia real de los Habsburgo y hoy sede del actual presidente de la república- está rodeado de jardines y desde sus miradores se consiguen esas famosas fotografías panorámicas de Praga -llenas de agujas doradas, cúpulas verdosas, tejas rojizas y fachadas barrocas- atravesadas por el espejo alargado del río que lo refleja todo del revés en una simetría perfecta. El Castillo de Praga tiene algo de inaccesible, como si estuviese envuelto en un halo invisible de inquietud y distancia. Kafka se inspiró en él para escribir la obra maestra homónima que anticipa todo lo que de inalcanzable y asfixiante tiene la burocracia del poder político para la libertad del hombre.


Bajo la Puerta de la Pólvora, símbolo de la ciudad, me encontré casualmente con una conocida pareja de profesores alcalaínos -responsables de la guardería donde mis hijos aprendieron sus primeras letras- y en la terraza de un café que hay en  la plaza de Malá Strana, entre la iglesia barroca de San Nicolás y el Ayuntamiento, vi sentado al doctor José Antonio Sobrino que es uno de los mejores cardiólogos de España y con el que mantuve una cita anual durante dos décadas en el Hospital madrileño de La Paz. Cuento esto para evitar que algún ingenuo suponga que Praga es garantía de anonimato para hacer algo en secreto. 
                          

  Otro lugar-espectáculo que no debe perderse el visitante es el Callejón del Oro. Está detrás del Castillo y lo forman dos filas de casitas humildes -con las fachadas pintadas de un color distinto cada una de ellas- donde vivían los alquimistas medievales. Allí se amontonan cientos de jóvenes de uno y otro sexo para hacerse fotos individuales frente a la que tiene el número veintitrés, que fue la casa de la hermana de Kafka; en ella el escritor judío pasó atormentadas horas a la luz de una vela creando la “Metamorfosis”. Viendo la altura del techo y el tamaño de la puerta, uno comprende enseguida por qué, para escribir esa novelita mínima y grandiosa a la vez sobre la angustia existencial del ser humano, Kafka eligió de protagonista a un hombre que se convierte en insecto y no en ballena o dinosaurio. 


   En muchas de las plazuelas de la “Ciudad Vieja” es fácil encontrar grupos de músicos espléndidos que interpretan piezas clásicas o de “jazz” con una calidad envidiable y a los que les ofendería la comparación con ciertos mamporreros de la guitarra que hay en nuestras aceras o con esas familias gitanas que abominan de su mejor raíz flamenca y programan en la calle, con la ayuda de la electrónica, música sin alma para algunas coplas.
Aunque los checos presumen de ser los inventores de la cerveza, no está demostrado que sea verdad. Sí pienso que la suya es una de las mejores del mundo. Por eso, la primera palabra checa que aprende el extranjero en Praga es “pivo”,



domingo, 26 de mayo de 2013

Siempre nos quedará.... Venecia





      Venecia es la humedad hecha arte. La de los cimientos mojados en centenares de casas que enmohecen por culpa del líquido corrosivo de los canales y de las lágrimas de aquellos que lamentan inútilmente lo inevitable, como la puesta de sol de cada día detrás de la raya del horizonte. Humedad de esa brisa adriática que es una mancha de color gris plata en medio del azul añil mediterráneo. Y a estas humedades, en verano hay que añadir la del calor bochornoso de esa bahía llena de parejas de todas las partes del mundo que vienen aquí con el deseo de que se transforme en eterno lo que es irremediablemente perecedero.


      
      El mundo está empeñado en salvar Venecia de una muerte lenta, una especie de suicidio a plazos que la hunde en el mar, porque ignoran lo que un veterano guía del Parque Nacional de Doñana me dijo a mí una vez, mientras contemplábamos juntos un sofá ruinoso y semi-enterrado en aquellas dunas de arena playera: que el mar siempre devuelve a la tierra todo lo que está definitivamente muerto. Para recuperar Venecia habría que aplicarle una eutanasia limpia, rápida y eficaz y así tal vez el mar la devolvería tal como la han soñado el cine y la literatura; es decir, convertida en un santuario para nostálgicos, solitarios y perdedores que siempre confían en empezar su eterna su luna de miel en Venecia.      
           

      Situada en el noroeste de Italia, Venecia es la capital de la región de Véneto y sus cuatrocientos mil habitantes se asientan sobre un archipiélago de ciento veinte islotes comunicados entre sí por ciento setenta y siete canales. A la salida del golfo está su famoso puerto del Lido moviendo los frutos de una intensa actividad industrial -siderurgia, construcciones aeronavales, maquinaria agrícola, textil, química, mobiliaria, conservera, tabaco, vidrio, cemento y cerámica- que fue instalada en Mestre y Marghera, ya en tierra firme. Venecia es un centro turístico de primer orden -uno de los tres más importantes de Italia junto a Roma y Florencia- con aeropuerto, arzobispado y universidad.

    

     Las islas de la laguna sirvieron de refugio a gentes que huían de las invasiones bárbaras (hunos y godos, principalmente) y a finales del siglo VI estos inmigrantes formaban ya doce poblados independientes y confederados que eligieron como autoridad superior a un “doge” bajo la lejana soberanía de Bizancio. Poco a poco, la ciudad fue desarrollando sus propias instituciones y su comercio y, como tantas veces ocurre a lo largo de la Historia, una actividad bélica --las cruzadas contra el islamismo que había invadido la ciudad-pilar cristiana de Jerusalén-- fue el “polo de desarrollo” medieval de Venecia. La necesidad de aprovisionamiento de los ejércitos y su “corpus” civil acompañante le abrieron las puertas del comercio con el Próximo Oriente.         La decadencia de Bizancio, contra la que esta ciudad supo desviar inteligentemente la cuarta cruzada en 1202, le permitió conquistar algunas islas griegas extendiendo su poder marítimo hasta ser en el siglo XIII directa rival de Génova en cuanto al monopolio comercial bizantino. Además, paralelamente, había iniciado la absorción de buena parte del interior del norte italiano (Verona, Padua, Brescia, Bergamo y Cremona) pero la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453 supuso un duro golpe para la poderosa Venecia y su comercio se vio duramente afectado. La decadencia de la república fue imparable hasta que la propia institución desapareció al ser invadida la zona por Napoleón en 1797 y su territorio repartido entre Austria y Francia en la firma del tratado de Campoformio. Después vivió una fugaz recuperación, al ser restaurada la república durante la revolución de 1848, pero dieciocho años más tarde Austria la cedió al Napoleón III y éste, respetando los resultados de un plebiscito popular, la entregó al reino de Italia.    

           

    Venecia está llena de monumentos que recuerdan su antigua riqueza pero destaca la impresionante basílica de San Marcos, que fue construida durante el siglo XI en estilo bizantino y levantada en la Plaza del mismo nombre. La “piazza San Marco”, junto al mar, está llena de turistas y palomas voraces a cualquier hora y en ella hay orquestas sinfónicas que amenizan la velada de los ocupantes de las terrazas interpretando música clásica. Primero ha de visitarse de día; y, luego, de noche -iluminada- para comprobar que son dos plazas distintas y que una y otra no tienen nada que ver. El “Palazzo Ducale” fue antigua sede de la presidencia de la república y La Scala d’Oro fue realizada bajo la dirección de Sansovino y Scarpagnino. Del siglo XIII son las iglesias de Santa María Gloriosa del Frai y San Giovanni y San Paolo; y entre los siglos XIII y XIV se edificaron palacios, como la Ca’ d’Oro, que han dado a Venecia su clásica personalidad monumental. Otros valiosos edificios palaciegos son el Corneron, Rezzonico, Grimani y  Pesaro. 
   


   También deben visitarse los templos de San Zaccaria y San Giorgio Maggiore. En Venecia hay muchos museos: la Casa Goldoni, el Arqueológico, de la Comunidad Israelita, de Arte Moderno, Correr, de Arte Oriental, de Pintura Sacro-bizantina, Fortuni, de Historia Natural, di Torcello, Peggy Guggenheim y los de “Setechento” y “Ottochento” Venecianos; y sus tres principales teatros son el del Ridotto, el Goldoni y, sobre todo, La Fenice -el preferido de María Calas- que se incendió hace pocos años y las subvenciones oficiales de medio mundo corrieron, puntualmente y al instante, en su auxilio. 

     También hay famosos hoteles aunque cinéfilos y melómanos prefieren el Hotel des Bains que la película “Muerte en Venecia” de Luchino Visconti  hizo inmortal porque le convirtió en un lugar mágico donde hasta el silencio suena a sinfonía de Gustav Mahler. En su gran salón puede espiarse la belleza de la lejana juventud. El Gran Canal está atravesado por el famoso “Ponte Rialto” -del siglo XVI- y de él parten la mayoría de las góndolas con turistas, aunque yo prefiero esa infinidad de puentes pequeños que atraviesan canales más estrechos con su forma quebrada de semi-exágono. Venecia es la ciudad preferida de la pantalla grande porque todo en ella -desde su decadente moribundia hasta el elegante y refinado carnaval- vale como escenario para películas de cualquier argumento. Por eso no hay género que no tenga su película veneciana: románticas, de terror, policiacas, comedias de enredo, eróticas, de aventuras, históricas, de espías y melodramas.  
                        
     En algunas plazuelas recoletas de Venecia hay gatos sueltos que arañan a los hijos de los visitantes cuando intentan acariciarlos con sus manitas inocentes de criaturas aún no resabiadas frente a  las uñas de la vida. Y los gondoleros no dan un palo al agua; en realidad, lo que hacen en apoyar la punta de la larga vara en un fondo poco profundo para empujar la embarcación y dar un rápido paseo inolvidable a los visitantes - muchos de ellos, españoles- por sus canales. En uno de esos paseos contemplé demasiados esplendores apulgarados por el paso del tiempo y la fugacidad de la gloria en las fachadas enmohecidas. 
           

Aquellas mansiones señoriales habían sido abandonadas con las ventanas abiertas y, por ellas, se colaba -incluso en agosto- el frío de la muerte hasta el mismo tuétano de un pasado ya irrecuperable. Los paseos en góndola sirven, fundamentalmente, -lo sé por propia experiencia- para que uno se haga una idea exacta de que Venecia está siempre triste, tengas o no tengas una mujer a tu lado, y con o sin la famosa canción de Aznavour  moscardoneándote en la oreja. Los canales de Venecia despiden ese cierto olor a despojo urbanita porque en la superficie de sus aguas flotan peces muertos con la tripa hinchada, no sé si por culpa de algún atracón de efemérides mal digeridas, que es la peor contaminación que pueden sufrir los seres vivos cuando se afincan en cualquier sitio. 


lunes, 22 de abril de 2013

Siempre nos quedará... La Habana



    La Habana, además de la capital de Cuba, es un estado de ánimo. Situada a la boca del golfo de Méjico, y a un paso de la estadounidense península de la Florida, fue fundada en 1515 por un Diego Velázquez que no pintaba nada. Luego la trasladaron al norte, su actual emplazamiento, con el nombre de San Cristóbal de La Habana y en el siglo XVII su puerto se convirtió en el más activo de América ya que era punto de partida de las flotas de Indias hacia Sevilla.



       El comercio del algodón, el azúcar, el tabaco y los esclavos monopolizó la actividad económica durante dos siglos y tras la ocupación inglesa, en 1762, la adopción del libre comercio contribuyó a aumentar la importancia de la ciudad, hasta el punto de que su puerto fue uno de los diez más activos del mundo. Allí volaron el buque Maine, en oscuras circunstancias, y el enfrentamiento entre los Estados Unidos y España se saldó con la independencia de Cuba, más aparente que real, dados los  intereses estratégicos y económicos del poderoso vecino. En 1959 la guerrilla gestada en Sierra Maestra y dirigida por Fidel Castro entró en la Habana y la revolución acabó con la dictadura de Fulgencio Batista.                
   Actualmente La Habana es una ciudad fascinante y caótica con más de dos millones de habitantes y tres zonas claramente diferenciadas: La “Habana Vieja” -donde se amontonan las ruinas de espléndidos edificios de estilo colonial español-; el “Vedado”, una especie de ensanche -con lugares tan conocidos como la Calle Veintitrés, el Hotel Habana Libre y la heladería Copelia- y, por último,  “Miramar”, la zona moderna y residencial atravesada por la famosa Quinta Avenida donde se encuentran embajadas, sedes de empresas turísticas y las residencias privadas de los altos funcionarios del gobierno. Allí, en Miramar, acostumbran a hospedarse algunos de los intelectuales y artistas españoles que callan y otorgan ante ésta y esa mitad de dictaduras que agobian al mundo aunque presumen de haberle liberado de la esclavitud . La diferencia entre esta zona y otros barrios habaneros donde vive  la gente de a pie, entre desconchones y farolas rotas,  es abismal.


            
      En buena parte de las calles de La Habana apenas hay alumbrado nocturno y la desidia y el abandono de los servicios públicos son tan notorios que todo respira una dejadez como de siglos. Por las calles de la capital cubana circulan coches de más cuarenta años -relucientes de pintura rabiosamente roja, verde, azul o amarilla- y dotados de unos frenos sujetos con cuerdas de cáñamo entre enjambres de bicicletas irrespetuosas con las reglas del tráfico y con las otras.

      
             Durante mi estancia, el bloqueo norteamericano me pareció menos grave que el bloqueo interno que el país se aplica a sí mismo. El ciudadano  cubano medio con el que me encontré, en diferentes ambientes y circunstancias, parece educado en la dependencia de los recursos ajenos. Ve con buenos ojos que cada vez se trabaje menos porque no vale la pena hacerlo. Un abrecoches de hotel, ya se sabe, recibe en propinas diez dólares al día mientras los profesores universitarios o los médicos cobran doce euros al mes y además en pesos cubanos que no sirven para casi nada. Así que no queda más remedio que elegir entre la fuga o la supervivencia al margen de la ética revolucionaria. La prostitución -consentida oficialmente bajo y sobre cuerda- empieza a ser una de las mayores fuentes de ingreso de divisas, igual que en aquellos tiempos nefandos que pretendía corregir la revolución. Mi experiencia personal  -llegué cargado de ropa, medicamentos y material escolar, por aquello de la solidaridad con el pueblo cubano- fue demoledora en este sentido. Regresé de la isla caribeña totalmente convencido de que la corrupción es el verdadero deporte nacional y estoy por decir que los únicos cubanos que no lo practican son los cubanos muertos, aunque de ninguna manera me atrevería a jurarlo.


        En la Habana hay que visitar el Morro y la Cabaña; el Malecón y el Parque Central; el Capitolio -con sus escaños de madera de caoba- y, desde luego, el Museo Napoleónico y la Plaza de la Revolución, con su monolito y sus paredes interiores llenas de poemas de José Martí, mientras en sus alrededores sobrevuelan los buitres bajo una rosa de los vientos que marca las distancias en kilómetros con las diferentes capitales del mundo. En la Habana Vieja hay novecientos siete edificios catalogados como históricos -es Ciudad-Patrimonio de la Humanidad- pero casi todos se están cayendo literalmente  a pedazos. Su Catedral, de estilo barroco colonial, está en una plaza donde se instala un mercadillo dominical de pintores y artesanos en el que se pueden adquirir a precios muy baratos desde las maracas de Machín hasta tallas de corteza de “palmera preñada” que representan máscaras de dioses del vudú. La playa de Santa María, a pocos kilómetros de la ciudad, es la típica playa caribeña que se nos aparece en sueños: sin agobios de gente, de arenas finas, y con palmeras junto al agua, bajo las que descansan muchachas con cuerpos de diosa procedente de un Olimpo de chocolate. 
             

        En la Habana todos los niños de edad escolar van uniformados y llevan pantalón o faldita de color rojo, según el sexo. Bajo un pañuelo azul cielo, lucen camisas blanquísimas en una ciudad donde tantos adultos musculosos se cubren con camisetas que alguna vez debieron ser como la nieve y ahora tienen el color de la barba del Che. Parecen felices y poco conscientes del futuro que les espera pero no paran de quejarse. Al menos, los cerca de cien cubanos distintos con los que llegué a hablar. La moneda real -ya oficial, sin disimulos- es el dólar USA. El peso cubano, que sólo se usa para devolver la calderilla a los turistas, es depreciado hasta por los pedigüeños. En cambio el dólar, -!ay, el dólarsito, tú sabeh"¡- es el sueño desesperado de todos; algo así como  una devoción idólatra hacia el becerro de oro, que ha sustituido a la de antigua por la Virgen de la Caridad del Cobre. De manera que puede decirse sin faltar a la verdad que la Revolución ha convertido a la inmensa mayoría de los cubanos fidelistas en buscadores de oro; sólo que este oro es de papel color verde y lleva una foto presidencial norteamericana en el centro geométrico del rectángulo.
                           

     El “Mercado Central” habanero -con carne de cerdo y pollo sobre largas mesas de madera sin demasiada protección sanitaria o higiénica- me pareció aceptable comparado con las “bodegas” -únicas tiendas de comestibles--que están sujetas a la cartilla de racionamiento. En esas bodegas esquinadas bailaban apenas cuatro racimos de plátanos negruzcos porque lo que se produce de calidad está exclusivamente a disposición de los turistas en lugares donde no tienen autorizado el acceso los ciudadanos de Cuba.
     La Habana es una ciudad hechicera que subyuga y acongoja a quien se atreve a patear sus calles durante varios días seguidos con los ojos abiertos. Seducen sus descomunales imperfecciones, su decadencia obsoleta, sus deslucidos y sus grietas. Y esa artística lentitud, más vaga que calmosa, adornada por el calor que amamanta una gente sensual entregada a la música en todas partes y a todas horas. La Habana sabe a mango y a ron añejo de caña y huele a abrazo sudoroso entre un marinero de aquellos barcos que ya no fondean su puerto.  Cualquier mulata de las que pasean por el Malecón con toda la salsa del mundo alojada bajo de la raya de su cintura brilla más que todas las consignas oficiales juntas.
         

     Hay una comida-rancho para los cubanos llamado arroz congrí (a base de alubias negras) mientras el turista disfruta del plátano frito -macho, no dulce, y cortado en rodajas finas como las patatas Matutano- de la yuca y la malanga. Comer langosta -escasa, cara e insípida-, y entre tanta escasez, parece un pecado mortal que no debe cometerse más de una vez mientras no cambien allí las cosas. El café que traje parecía finlandés de puro malo pero a Cuba la salva ese ron ideal para olvidar lo que pudo haber sido y no fue: el ron de los mojitos de la Bodeguita del Medio y de los daiquiris del Floridita.
      Cerca del Parque Lenin y el Botánico -con un espléndido jardín japonés- hay un fantástico restaurante -“La Ruina”- levantado sobre muros derruidos de un viejo molino. Pocas veces he visto una conjunción arquitectónica tan perfecta entre los restos apulgarados de una casa hundida y la nueva obra de hormigón y cristal. En un porche gigantesco hay varios árboles centenarios encerrados en una jaula de vigas sin muros pero sacan las ramas por los espacios abiertos como si fueran brazos en busca de la libertad, tan cara allí  como la carta del restaurante.   
            

       Habrá quien piense que con una experiencia así no le pueden quedar a nadie ganas de regresar a Cuba. No estoy de acuerdo.  Ya digo que La Habana tiene algún raro hechizo que te contagia la enfermedad de la nostalgia y las ganas de volver.  Volver a escuchar sus boleros inmortales, a pasear junto a los leones de bronce del Paseo de Prado, a mojarte con los bandazos de las olas del Malecón, a tomar otro mojito de ron Legendario y a mirar el cielo por encima de esos buitres que revolotean el cielo azul-añil guardando el cadáver agusanado de la Revolución entre los versos guantanameros del poeta José Martí.