lunes, 30 de junio de 2014

Siempre nos quedará... San Petersburgo

San Petersburgo,  la segunda ciudad más poblada de Rusia, con más de cinco millones de habitantes y un área metropolitana de seis millones, está situada en el noroeste del país, muy cerca del mar Báltico. Aunque éste fue su nombre original, se llamó Petrogrado entre 1914 y 1924 y Leningrado, después de la muerte de Lenin, entre 1924 y 1991.

Fundada en la desembocadura del río Neva por el zar Pedro el Grande en los primeros años del siglo XVIII --con la intención de hacer de ella la imagen de Rusia de cara al mundo occidental-- se convirtió en capital del Imperio Ruso, manteniendo ese título durante más de doscientos años. Con el estallido de la Revolución en 1917, la ciudad se convirtió en el centro de la rebelión y a los seis meses la capital fue trasladada a Moscú. Tras la victoria bolchevique, la creación de la Unión Soviética y el fallecimiento de Lenin en 1924, San Petersburgo cambió su nombre por el de  "Leningrado" en honor al dirigente comunista. Durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar el famoso “sitio de Leningrado” que se mantuvo a lo largo de treinta meses, con la artillería nazi bombardeando constantemente la ciudad y manteniéndola bloqueada para impedir su abastecimiento. Tras la derrota de Alemania, en 1945, fue nombrada Ciudad Heroica y, poco más de cuarenta años después, con la disolución de la Unión Soviética y el hundimiento comunista, recuperó su nombre de "San Petersburgo". Hoy es un importante centro económico y político y su centro urbano es Patrimonio de la Humanidad por decisión de la Unesco.
   San Petersburgo tiene nombre de origen holandés ("ciudad de San Pedro"). Pedro el Grande la bautizó así en honor a su santo patrono tras rechazar el de Petrogrado que en su honor habían propuesto sus súbditos alemanes, los mismos que había contratado para construir y trabajar en los astilleros y el levantamiento de la ciudad. Después de haber vivido y estudiado en los Países Bajos, el zar decidió bautizarla con un nombre de origen holandés Sankt Piterburj, germanizado muy pronto como Sankt Petersburg.
Anteriormente, en la misma desembocadura del río Neva, los suecos habían construido una fortaleza llamada Nyenschantz ("Nevanlinna" en finés) y un arrabal llamado Nyen. Todo el entorno geográfico de la desembocadura estaba ocupado por marismas que fueron desecadas para la construcción de la nueva ciudad. Su construcción bajo condiciones climáticas muy insalubres produjo una gran mortalidad entre los trabajadores, con continuos reemplazos de nuevos obreros para sustituir a los fallecidos. Pedro el Grande utilizó su prerrogativa de zar para atraer forzosamente a siervos  de todo el país, con una cuota anual de cuarenta mil personas que llegaban equipados con sus propias herramientas y suministros de comida. Dado que la obra comenzó en tiempos de guerra, el primer edificio nuevo fue un fuerte militar que se llamaría Fortaleza de San Pedro y San Pablo, que hoy sigue levantada sobre la isla de Zaiachiy en la ribera derecha del río Neva.

    En ese sentido, podría decirse que San Petersburgo viene a ser un precedente de Brasilia con otro estilo. El zar Pedro también se inspiró en Venecia y Ámsterdam para evitar muchos puentes permanentes y promover en su lugar canales en las calles.

  Centro financiero e industrial de Rusia, San Petersburgo se ha especializado en comercio de petróleo y gas, astilleros, industria aeroespacial, maquinaria pesada y transporte, equipos militares, productos químicos y farmacéuticos, alimentación y otros negocios. Tiene tres grandes puertos marítimos: Bolshoi Port Saint Petersburg, Kronstadt y Lomonosov y un complejo sistema de puertos fluviales en ambas orillas del río Neva que conecta con los puertos marítimos, de manera que San Petersburgo es el principal vínculo entre el mar Báltico y el resto de Rusia a través del Canal Volga-Báltico.
  Recuerdo que entré en San Petersburgo por ferrocarril desde Helsinki y la experiencia del cruce de la frontera entre Finlandia y Rusia a bordo de aquel tren idéntico al de Doctor Zhivago --la maravillosa película de David Lean-- no se me borrará de la memoria jamás. 
 Detenidos en el paso aduanero, y antes de levantarnos de nuestros asientos, unas policías --macizas como muñecas matrioskas rellenas de hormigón-- nos pidieron los pasaportes y nos hicieron mirarlas a los ojos para que pudieran comprobar a su gusto si coincidían las fotos con nuestros rostros; luego nos hicieron bajar del tren con las maletas y alineados de uno en uno sobre el andén fueron designando –¡tú sí, tú no!--  a los que debían abrir su maleta en el mismo suelo. Aunque hacía años que el telón de acero se había derrumbado por su propio peso, me dio por pensar que una de las cosas que menos ha cambiado en los países excomunistas es la convicción policial de que todo civil es un enemigo en potencia y un extranjero algo así como un probable espía extranjero que todavía no ha tenido la oportunidad de hacer su trabajo.
  También me sorprendió la diferencia –a partir de la raya de la frontera-- entre los abedules finlandeses y los rusos: el bosque de troncos plateados era el mismo sin solución de continuidad pero en la parte finlandesa parecía cuidado con la delicadeza de un jardín de Versalles: En  Rusia, sin embargo, había sido abandonado a su suerte y los únicos podadores debían ser los rayos y las alimañas.  
  Antes de llegar a la estación de San Petersburgo, desde la ventanilla del tren pude ver un inmenso polígono industrial abandonado; a lo largo de cerca de treinta kilómetros el paisaje era dantesco: fábricas abandonadas, naves con los cristales rotos, cubiertas hundidas y restos de máquinas saqueadas, seguramente durante los años del “sálvese quien pueda”, tras la caída del comunismo.  Afortunadamente, la ciudad sigue manteniendo una gran actividad industrial y comercial en el resto de áreas de desarrollo que la rodean.

 San Petersburgo es la ciudad monumental más impresionante de cuantas he visto. La Unesco tiene registrados más de ochocientos edificios singulares –palacetes, iglesias, teatros, museos, casas señoriales— de los que casi la mitad están ruinas porque la mayor parte del dinero mundial destinado a la rehabilitación de ese patrimonio se pierde dentro de los bolsillos de cargos públicos, comisionistas y vividores del sistema.

También hay tres catedrales por falta de una: la de Nuestra Señora de Kazan, la de San Isaac y la del Salvador sobre la Sangre Derramada, que es la más llamativa de las tres por sus cúpulas y su mezcla de colores.

  El río Neva con su impresionante anchura –algo así como diez Danubios a su paso por Budapest—resulta abrumadoramente bello.  En el crucero que hice por el río, al atardecer, con el sol tiñendo de oro viejo sus aguas, calculé que entre la fachada trasera del Hermitage, a un lado de la orilla, y la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, al otro, ambos enfrentados, no habría menos de mil quinientos metros de distancia. Sólo he visto tres ríos con mayor anchura: el Iguazú entre Argentina, Brasil y Paraguay, el Rio de la Plata, en Buenos Aires y el Yang Tsé en China, cerca de Shanghai.

  No me gusta dar consejos que tienen mucho que ver con el gusto personal de cada cual pero todo aquel que visite San Petersburgo haría mal en perderse un paseo por la Avenida Nevsky, la principal arteria comercial de la ciudad y otro por el cementerio Tijvin donde reposan, bajo monumentos funerarios majestuosos, ilustres nombres rusos como Fedor Dostoievski, Rimski Korsakov y Tchaikovsky.
   

 Junto a la Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, hay instalado un mercadillo donde se puede adquirir a muy buen precio “ámbar” báltico –el mejor— en estado puro y sin pulir. Resulta difícil que te den gato por liebre —quiero decir plástico por ámbar—ya que basta aplicar la llamita de un encendedor a la pieza para comprobar si permanece inalterable o se derrite como un helado de chocolate a las tres de la tarde de un día de julio en Écija.  En todo caso, y hablo por mi propia experiencia, las mejores “gangas”  --desde pulseras y colgantes de ámbar hasta gorros y estolas de zorro plateado-- suelen ser ofrecidos muy baratos a los turistas por los propios camareros de los hoteles nada más servirte el postre en los comedores del hotel. Ni siquiera esperan a que pidas el café.
     Y todavía puede ser mejor. En un restaurante de cierta categoría al que fui a comer, tuve que asistir perplejo al servicio de una camarera que nos exigió que decidiésemos entre té o café al mismo tiempo que elegíamos el menú completo (bebida, primer plato, segundo plato y postre). No tardé en conocer la razón. El pedido nos fue servido a lo “tó junto”,aunque en platos diferentes, aderezado con gestos de apremio por parte de la señorita para que nos lo tragásemos deprisa; a ser posible sin masticar, como los pavos. Entonces comprendí por qué la guía local que teníamos asignada –una brillante historiadora del arte nacida allí— se ofendió cuando le preguntamos si Rusia tardaría mucho tiempo en solicitar su ingreso en la Unión Europea.
  “-Querrá usted decir si la Unión Europa tardará mucho en pedir su ingreso en la Federación Rusa”, respondió. Y se quedó tan pancha.  
Aun así, recuerdo el viaje a San Petersburgo como uno de los más generosos en belleza con la mirada del visitante.

Sergio Coello

domingo, 1 de junio de 2014

Siempre nos quedará... Shanghai

    Shanghái es la ciudad más poblada de China con cerca de veinte millones de habitantes en toda su área metropolitana. Está situada junto al delta del Yangtsé, el principal río del país y el tercero más largo del mundo.  Éste desemboca en el océano Pacífico, a unos kilómetros del centro de la ciudad y un pequeño afluente suyo, el río Huangpu  --algo así como un “Ebro gigante”-- cruza Shanghái y en su margen occidental se sitúa la ciudad antigua, conocida como Puxi, formada por ocho distritos.  Shanghái es uno de los principales puertos chinos y el más importante punto de contacto que la nación ha tenido con Occidente durante los últimos siglos. En la actualidad, es el mayor puerto del mundo por volumen de mercancías.

    Shanghái comenzó a convertirse en el eje comercial y financiero a partir del siglo XIX, cuando se hizo puerto libre y rápidamente las potencias extranjeras se instalaron allí estableciendo concesiones donde gobernaron bajo sus propias normas. El sistema duró hasta los años cuarenta pero tras la Segunda Guerra Mundial y la victoria del Partido Comunista; todo cambió para esta ciudad, aunque el legado europeo aún permanece en sus esquinas. Con las reformas económicas en la década de los años noventa del siglo XX, la ciudad experimentó un espectacular crecimiento financiero y turístico y ahora es la sede de numerosas empresas multinacionales y ejemplo de la arquitectura vanguardista: Los rascacielos de Shanghái son como los viejos campanarios góticos de la Edad Media; un hermoso empeño del hombre por conectar la tierra con el cielo.   
    Shanghái fue en su origen remoto un pequeño pueblo del delta del río Yangtsé que se dedicaba a la pesca y a la industria de la sal y el algodón. Durante la dinastía Ming (siglo XIV a XVII), comenzó a tener más relevancia como puerto y fue amurallada para evitar el ataque de piratas japoneses. Este crecimiento continuó durante la dinastía Qing (desde mediados de la década 1600-1700), pero la victoria británica en la Primera Guerra del Opio cambiaría toda su historia. El Reino Unido exigió en el tratado de Nanking de 1842 la apertura de cinco puertos en las costas de China para el libre comercio internacional y  ShangháiCantón fueron dos de ellos. El apogeo de la ciudad terminaría con la Segunda Guerra Chino-Japonesa. En 1937, los japoneses sitiaron y ocuparon la ciudad, manteniendo las concesiones europeas y en  diciembre de 1941 Japón las invadió tras el ataque a Pearl Harbour. En 1949, el Partido Comunista logra imponerse en la guerra civil e instaura la República Popular. Esto ahuyentó a los pocos empresarios extranjeros que quedaban, quienes prefirieron establecerse en Hong Kong, bajo dominación británica.  Aunque continuó siendo el principal puerto de exportación, la economía en Shanghái sufrió un duro revés que duró décadas. Fue el dirigente comunista Deng Xiao Ping el que decidió iniciar el proceso de reformas económicas chinas  durante los años ochenta y diez años más tarde  la apertura comercial llegaría a estas tierras. El área de Pudong, al otro lado del río, que se había mantenido como un sector predominantemente agrícola por siglos, se convirtió en la sede de las principales instituciones comerciales y financieras. Hoy su red de  transporte público es impresionante y permite conectar fácilmente unos distritos con otros. El metro y los tranvías junto al sistema de autobuses urbanos que recorren las calles de la ciudad, además de taxis y ferrys, son un ejemplo para el mundo. Y ya no digamos su famoso ferrocarril de alta velocidad  –El tren bala—  que comunica Shanghái con Pekín y puede circular a seiscientos kilómetros por hora. Recorre los cincuenta de distancia que hay entre el centro de esta ciudad y el aeropuerto en cinco minutos y doy fe  de ello porque no es que me lo han contado, es que lo he comprobado personalmente.

    Shanghái es una ciudad amigable para los turistas extranjeros. Mi experiencia personal, después de haber viajado durante un mes por algunas de las grandes ciudades chinas –Pekín, Shanghái, Siam, Souzhou, Hangzhou, Guilín, Hong-Kong-- es que los chinos son, en general, bastante amables con los turistas extranjeros. Y no poco eficientes. Ya quisieran otros. Supongo que algo tiene que ver en el asunto esa concepción extremo-oriental de la vida en la que resulta una ofensa recibir dinero fácil a cambio de trabajar lo menos posible.  
    La Concesión Francesa –el Barrio Francés, para entendernos— de Shanghái está lleno  de bares, restaurantes con muchos tenedores y centros comerciales de lujo. La avenida Nanjing, bajo las luces de neón de sus tiendas, da paso al Malecón (Bund) y sus antiguos edificios coloniales. Es un espléndido mirador para ver el reflejo de los rascacielos de Pudong sobre las aguas del río. Recomiendo hacerlo primero de día y luego de noche.

    El llamado Barrio Francés, con sus chalets de rejas de hierro y sus avenidas arboladas, explican su apodo  de “París de Oriente”. La esquizofrenia ideológico-económica de China alcanza su cumbre en el hecho de que  junto a las tiendas de lujo está situada la Sede del Primer Congreso del Partido Comunista Chino, un museo histórico con una interesante colección que muestra los pasos previos a la revolución.        

    Los taxis de Shanghái tiene el mismo problema que en el resto de las ciudades chinas: la mayoría de sus conductores no entienden el inglés hablado y tampoco el escrito. Y, a veces –he pasado por ello—, tampoco entienden la dirección en chino que figura en la tarjeta del propio hotel por muchas estrellas que éste tenga.   Los ferries son también muy utilizados para cruzar el río, entre el centro histórico y la zona de Lujiazui, en Pudong. Del viaje que hice  a mediodía en uno de ellos recuerdo haber pasado frente a una sala de fiestas llamada  La Verbena. Así, en español; lo juro. La Plaza del Pueblo, principal plaza pública de esta ciudad, es el centro de las convocatorias realizadas por el Partido Comunista y en ella destacan monumentos que recuerdan la ideología política dominante; en vivo contraste, por cierto, con los gigantes paneles publicitarios de marcas capitalistas de lujo que rodean la plaza. En las cercanías se ubican varios museos como el Museo de Arte de Shanghái y  el Salón de Planificación Urbana.
    Al norte de la Plaza del Pueblo se encuentra la Avenida Nanjing, una de las zonas comerciales más activas de China, con locales comerciales de todo tipo: desde comida rápida hasta tiendas de marca con pedigrí. El tramo peatonal de la Avenida Nanjing, iluminada de noche por los anuncios comerciales, es un espectáculo que no hay que perderse. Es como estar en Tokio pero sin tantos robots humanoides de por medio. 
    En Lujiazui, ribera oriental del río (distrito Pudong) se pueden admirar las grandes construcciones que han invadido la zona en los últimos años. El Perla Oriental , una torre de televisión construida en 1994, y La Torre Jinmao.  En esta última está situado el Hotel Grand Hyatt y su magnífico mirador abocado a un cilindro de luz y color que desciende hasta el abismo. No queda lejos el Museo de Ciencia y Tecnología, frente al Parque Century, que es el más grande de la ciudad.          


    
Demolidos los muros que la separaban de las concesiones internacionales, la Ciudad Vieja de Shanghái va perdiendo poco a poco su espíritu diferente, mientras avanza la construcción de multitud de  torres faraónicas que son bloques de viviendas para los campesinos venidos de los bancales de arroz en el interior del país y sus miserables condiciones de vida. Sin duda, han preferido incorporarse a las obras de las empresas constructoras y a las cadenas de montaje de fábricas de productos de alta tecnología, en las que trabajan como negros… y les pagan un sueldo fijo mensual  que les compensa de todo lo anterior.      

    Como cualquier “megápolis” con problemas de suelo urbanizable, Shanghái también ha establecidas normas muy rigurosas para la construcción de edificios de viviendas. Al revés que en la Europa partidaria de los chalés adosados –pero, eso sí, hechos de “palitos y cantitos”- en esta ciudad está terminantemente prohibido construir torres de menos de cuarenta plantas. La escasez de suelo urbanizable, ya se sabe, condiciona mucho las licencias de construcción. En un sentido y en otro. Pero, como dicen algunos, los chinos no son de este mundo.
    El Templo del Dios de la Ciudad es un recinto taoísta, principal ejemplar de arquitectura tradicional china y otro de los más recomendados es el famoso Templo del Buda de Jade, un pequeño templo construido hacia 1880 para albergar una serie de estatuas procedentes de  Birmania y, sobre todo, la del Buda de Jade, en postura sedente y protegido por una caja fuerte de cristal a prueba de bombas.

    Shanghái es un excelente lugar para disfrutar de toda la variedad que posee la comida china. Allí se pueden encontrar gastronomías de todos los rincones del país, aunque la cantonesa sea la más popular y muchos restaurantes de ese estilo apunten directamente al paladar de los turistas occidentales. Sin embargo, es recomendable no dejar pasar la comida propiamente local de Shanghái, basada en la gastronomía de la región baja del Yangtsé, donde el flujo de inmigrantes de otras regiones chinas le ha dado una característica fusión de sabores y ha creado una cocina más agridulce –también más grasienta-- en comparación con otros platos del resto del país. Los pescados y mariscos forman parte de la gastronomía autóctona pero hay que procurar comerlos frescos. Nunca se deben consumir mariscos salteados o fritos en lugares que no tengan probada garantía porque pueden ser restos de compras de hace semanas.
                   
    De noche, Shanghái tiene una vida nocturna “agitada” pero pacífica. Especialmente, en la zona de la Concesión Francesa, alrededor de la Avenida Hengshan.  Salvo que uno sea amante del riesgo y amigo de caminar por el borde de la legalidad, conviene rechazar las ofertas callejeras de  “masajes” o “servicios especiales”;  la prostitución no está permitida en China y supongo que por eso abunda lo mismo que en lugares donde es legal. Claro que China no es España en materia de incumplimiento de las leyes vigentes.   El mayor peligro seguramente es el tráfico. Como en toda la China urbana, el peatón es la última prioridad para los millones de motoristas y automovilistas que recorren las calles.
    Lo cierto es que no tuvimos mucha suerte con el guía local que la agencia de viajes Katai nos asignó en Shanghái. Era un veinteañero ambicioso, muchísimo más interesado en hacer márketing de sí mismo que en dar a conocer a los extranjeros la historia y el arte de su ciudad.
     Agradecí la sinceridad descarnada de la que hacía gala constantemente aquel alevín de tiburón comercial. Hasta llegó a confesarme, en un aparte con intercambio de sinceridades,  que a él lo único que le interesaba de su puesto de guía turístico municipal era la oportunidad  de dar a conocer a los visitantes sus dotes de “conseguidor” de productos  (ropa de moda, aparatos de alta tecnología y complementos de lujo) a muy buen precio. Y de cuyas operaciones se cobraba la correspondiente jugosa comisión. Tuvo su éxito entre nosotros, exceptuándome a mí, no crean. Pero, en cualquier caso, si me dan a elegir,  yo prefiero a tipos  como  él, que dicen lo que sienten de verdad, antes que aquellos otros a los que en estos tiempos consideramos sinceros. Ya saben, la clase de gente que te cuenta siempre la misma mentira --buenista y blandiblú-- de la misma manera.