martes, 27 de julio de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXVIII)

Miklós Jancsó es un guionista y director de cine húngaro que se hizo famoso entre los críticos europeos durante los años sesenta con películas como Los rojos y los blancos (1967) o El salmo rojo (1971). Su cine apostaba por la estilización visual, una coreografía elegante, cierto abuso de los planos largos y unos argumentos con trasfondo histórico y rural que hablan del poder y sus abusos. Después Jancsó fue tendiendo cada vez más hacia el simbolismo y en los años ochenta perdió parte del favor de sus admiradores. Tras la caída del comunismo, logró triunfar de nuevo con una nueva serie de películas de bajo presupuesto, ingeniosas y nada autocomplacientes, que resultaron ser éxitos de taquilla en Hungría, su país. Vicios privados, virtudes públicas (1975) es la más relevante de las películas de su periodo italiano. Inspirada libremente en el "caso Mayerling". El príncipe Rodolfo, hijo del emperador Francisco José de Austria y Sissi ─la emperatriz de falso caramelo─ y sucesor legítimo al trono Austro-Húngaro, compró una mansión en la parte sur de Austria y la convirtió en una casa de cacería-picadero llamada Mayerling. Un año después ─y ya casado con Estefanía de Bélgica─, conoció a la baronesa Marya Vetsera y comenzó un idilio con ella, a pesar de que ésta sólo contaba diecisiete años. El monarca ordenó al príncipe que rompiera esa relación a lo que se negó y el 30 de Enero de 1889 los cadáveres de la pareja fueron descubiertos en Mayerling, juntos y cruzados sobre la cama.


El emperador ordenó una investigación –tan formal como sospechosamente ligera– que no aclaró nada. Ahí comenzó el misterio y su leyenda, donde se mezclan los accesos violentos de un padre cada vez más harto, la cuesta abajo moral del hijo rebelde y un puñado de dudosas cartas de la pareja oficialmente suicida. En la película, el príncipe Rodolfo no está enamorado de su esposa y sostiene, a la vez, relaciones con sus hermanastros (chico y chica). Tampoco desperdicia oportunidad para celebrar orgías en los jardines de palacio. Es evidente que el heredero quiere provocar a su padre, el emperador. Quizá sueña con que le encarcele para que los súbditos le identifiquen como el símbolo rebelde capaz de encarnar los nuevos tiempos.

MAYERLING (edificio original)

Miklós Jancsó se hizo famoso por sus larguísimos planos secuencias. Muchas de sus películas estaban hechas de ocho, diez, dieciséis tomas como máximo. En ésta, hay una escena en particular que entra directamente a los anales del plano secuencia ultra expresivo, probablemente la escena más erótica de la película: El príncipe hace el amor sobre una extraña cama frutero, y la cámara recorre el cuerpo de los amantes fundidos en uno solo sin dejarse de mover de un lado al otro, mientras las luces de los rayos a distancia interrumpen la calida iluminación ofrecida por las velas. Algo así como si se hubieran rodado juntas y revueltas Sissí, emperatriz y Yo, Claudio. Una rareza curiosamente interesante.




VICIOS PRIVADOS, VIRTUDES PÚBLICAS

Hank Zachary era un guionista de televisión, en plena inmadurez como hombre y como escritor, uno de esos literatos contemporáneos de insultante juventud que presumen constantemente de no haber leído en su vida otra cosa que prospectos de medicamentos y manuales de instrucciones de video-consolas. Una vez que fue sincero confesó al mundo que lo que más le gustaba de William Shakespeare era su habilidad para llegar al área pequeña evitando a la defensa contraria y marcar goles desde posiciones imposibles. En los guiones actuales de televisión los personajes ancianos discuten siempre por razones de amor o trabajo, jamás por el cobro de la pensión o por la soledad crepuscular. Los viejetes de Hank, además, lo hacían con salidas de tono propias de la edad del pavo. Una vez le dieron un premio por escribir una nueva versión de Lo que el viento se llevó, subvencionada a medias por el Ministerio de Cultura y el ayuntamiento de Alberto Ruiz-Gallardón. En aquel remake la desesperada Scarlet O’Hara, junto a un árbol seco, no levantaba su puño en dirección al cielo jurando que jamás volvería a pasar hambre. Hank había preferido darle un toque moderno a la escena y un aire más juvenil al la protagonista. Escribió esa secuencia con la heredera de la tierra roja de Tara enfurruñada; mostrando al mundo su cabreo de guardería mientras gritaba ¡Caca, culo, pedo, pis¡


Contratado como guionista de David Lynch, no tardó en pelearse con el director canadiense durante el rodaje de El fuego camina conmigo. Los diálogos de la secuencia del hospital tenían que ser duros y secos -igual que un hachazo de Lucy Harbin- pero Hank se había empeñado en escribirlos a su manera y la conversación entre el doctor y la madre del niño enfermo quedó, más o menos, así:

“El médico no sabía qué decirle a los padres que aguardaban en el pasillo intentando averiguar en su expresión el resultado de la intervención quirúrgica:

- Lo siento – dijo el de la bata blanca mirando a la madre, una mujer menuda que llevaba setenta y dos horas sin dormir y jamás entendería las poderosas razones que tenía la muerte para arrebatarle a su hijo de diez años precisamente aquella Navidad - Hicimos todo lo que pudimos. Habíamos entrenado toda la semana y jugábamos en nuestro terreno pero el coro de animadoras de la enfermedad de su hijo estuvo más motivado que las los hinchas de nuestro equipo de cirujanos.”

Sergio Coello

sábado, 10 de julio de 2010

Falsos cadáveres

La historia de la Humanidad está llena de casos de cadáveres ficticios. En muchas batallas, la supervivencia del único soldado que quedaba vivo en un ejército recién aniquilado dependía de lo bien que supiera hacerse el muerto mientras los vencedores revisaban cientos de cuerpos tendidos con el uniforme del enemigo para darle el tiro de gracia al que moviera una sola pestaña. Y los toreros, después de una cogida sin consecuencias, se quedan inmóviles sobre la arena durante un minuto -como si el toro hubiera acabado con ellos- porque el animal no ha pasado por una Facultad de Medicina ni lleva colgando de los cuernos en fonendoscopio para escuchar las palpitaciones del corazón de los hombres. El corazón de los hombres ya se sabe, no es como el de las mujeres que sufren taquicardias emocionales cuando se les dispara el pulso con esas pequeñas cosas de la vida que nosotros –mucho más torpes– ignoramos olímpicamente porque no les damos la menor importancia. Por supuesto que existen mujeres con la sensibilidad de una hormigonera y uno ha conocido unas cuantas. Ya saben, chicas de esas que cuando les regalas un ramo de rosas se quedan con las espinas y tiran todo lo demás a la basura. Pero a lo que iba, no era de sensaciones sexistas sino de falsos cadáveres -y de muertos que no lo son- de lo que uno pretendía escribir. Creo que es de Edgar Allan Poe ese relato (tan corto como aterrador) en el que a un preso –que comparte celda con otro compañero recién fallecido– se le ocurre utilizar la treta del Conde de Montecristo para escapar de la cárcel.


El preso vivo saca al verdadero muerto del ataúd y le suplanta para que le trasladen fuera de la cárcel, aunque sea supuestamente con los pies por delante y con destino a un entierro cristiano. Aprovechando la ausencia del carcelero este recluso avispado del cuento de Poe cambia el cadáver de sitio. Le deja sobre su camastro tapado por la manta, como si fuera él mismo durmiendo. Luego se mete dentro de la caja de madera y cierra en falso la tapa desde dentro confiando en que el carromato le trasladará hasta el cementerio del pueblo donde el trayecto le puede ofrecer, sin duda, alguna oportunidad para escapar. Desgraciadamente, el protagonista no cuenta con que esa prisión pueda tener su propio camposanto. Así que, sin salir del recinto amurallado, el ataúd relleno con su cadáver ficticio e impostor es arrojado sin miramientos a una tumba abierta, que inmediatamente cubre con paletadas de tierras el enterrador de la cárcel. Y como hasta lo pésimo es susceptible de empeorar, la caja –que ha dado media vuelta en la caída– se queda con la tapa para abajo, en dirección al centro de la Tierra. La historia termina con el lector acojonado imaginándose protagonista de esa tragedia mínima y espeluznante de la que no recuerdo el título pero a la que podríamos rebautizar como La jodida mala suerte de un tipo que se pasó de listo.


Una vez leí que en la morgue del hospital del condado de Brasov, en Rumanía, un “cadáver” abandonó su inmovilismo para darle una paliza al médico forense. Es suceso tuvo lugar hace años. El mundo moderno está lleno de leyendas urbanas que hablan de tipos que un día dejaron de respirar y todo el mundo creyó que habían muerto aunque siguieran vivos. Gentes que cuando estaban siendo veladas en el tanatorio por familiares y amigos se levantaban de pronto y contaban un chiste verde o pedían una cerveza de barril bien tirada.


A causa de un desmayo, Bogdan había sido trasladado a la morgue del Hospital del Condado de Brasov porque no mostraba el menor signo de vida. Y allí fue declarado muerto y depositado en la cámara frigorífica junto con otros cadáveres. Me imagino al muchacho despertándose y sintiendo mucho frío, el de tantos muertos y muertas -como diría la ministra Bibiana Aído- que le acompañaban. Y, lo que es peor, advirtiendo cómo un tipo vestido de blanco con una bombilla encendida en la frente se dirigía hacia él con un escalpelo en la mano. Menudo pánico. “Creí que venía a matarme", cuentan que dijo el falso cadáver. Como si lo lógico hubiera sido creer que venían a leerle un capítulo de El Quijote.
Se ve que en el mundo real hay menos alternativas que en el cine. Nada de esto habría sucedido si el forense hubiera sido Groucho. Acuérdense de lo que le dice en una de sus películas a otro personaje que lleva escuchando su perorata marxista-surrealista más de diez minutos sin pestañear siquiera. De pronto, el mayor de los hermanos Marx interrumpe su discurso, sacude la ceniza de su cigarro puro, se atusa el bigote, consulta su reloj de bolsillo y le suelta a su interlocutor:
-“O usted se ha muerto o mi reloj se ha parado”.