martes, 27 de septiembre de 2016

TIERRA DE NADIE (9)

9.- ADIÓS, MUÑECA
  
     Algunos hombres aprenden poco con el paso del tiempo y siguen siendo esos tipos ingenuos que mañana le pagarían un millón de euros a un trilero del Rastro madrileño por un “Picasso” recién pintado. Fulanos, ya digo, convencidos de que es más fácil entendérselas con la pila de una muñeca hinchable que con el corazón de una mujer. La gente suele considerarlos raros y se limita a dejarlos en paz dentro de su mundo de globos hinchados con vapor de plomo. Ya saben, esa clase de varones enfermizamente tímidos que se encierran en sí mismos porque creen que la Biblia es un libro mentiroso y que ellos están en posesión de la verdad sin tapujos. Me resulta curiosa esa fe que practican acerca de que la verdadera mujer creada por Dios para que el hombre no estuviera solo no fue Eva sino la serpiente. También acostumbran a pasarse la vida echándole una partida de ajedrez a su propia sombra. Menos mal que la ciencia piensa en todo y la tecnología del plástico acudió hace tiempo en su ayuda para que ellos jugaran también a otras cosas que figuran en el catálogo de los pecados capitales.


   Una vez conocí a un tipo de esos. Estaba ingresado en una institución psiquiátrica y decía que desde que tuvo uso de razón recordaba haber recelado siempre de la mujer, en general. De  todas ellas, quiero decir. Era tal el rechazo que sentía hacia lo femenino que llegó a embarcarse en una larga batalla legal para que la justicia le permitiera casarse con una incubadora. 

-“En la vida real sólo existen mujeres fatales." -me dijo una vez-; “chicas que en cuanto huelen tu dinero apuntan con sus labios a tu boca pero disparan sus manos a tu cartera”.

     Rico por herencia --hasta el punto de que el director de la oficina bancaria donde guardaba la pasta le había hecho de limpiabotas una par de veces-- acabó arruinado y hundido en ese pozo de ideas negras. Eso sí, antes tuvo tiempo de gastarse toda su fortuna en abogados y perder dos juicios; uno legal por empeñarse en ser pareja formal de una de esas máquinas de útero electrónico y otro personal, el juicio mental suyo propiamente dicho. Lo peor de todo es que los electroshocks le habían servido únicamente para reafirmarle en sus convicciones.



-“Fui un ingenuo pensando que podría ganar aquel pleito."--Me contó en otra ocasión mientras se espantaba moscas imaginarias de la frente.-- "Un hombre solo jamás podrá vencer a esta conspiración universal. El juez que me correspondió en el juicio era mujer. Y la psiquiatra que me ve una vez a la semana. Hasta ese gorila gigante que me inyecta tranquilizantes para que se me llene la cabeza de niebla es otra de ellas disfrazada de macho. He pensado en fugarme pero para hacerlo no hay más remedio que pasar por el aro; resulta que la ventana por la que he de saltar, la cuerda para descolgarme por el exterior del muro y la puerta que da a la calle pertenecen también a ese mismo maldito género femenino, aunque sea a nivel gramatical. Incluso a la muerte se le da desde antiguo tratamiento de dama.”

    Hay gentes políticamente correctas que en la actualidad  se comportan como si se hubieran inspirado en aquel tipo que conocí hace unos años. Son personas que le declaran la guerra al otro sexo –al distinto del suyo, quiero decir-- y, en su delirio, llegan a tratar el lenguaje como si éste fuera el arsenal del enemigo. Ya lo dicen a dúo la vida y el paso del tiempo: la distancia más corta entre dos posiciones extremadamente lejanas no es una infinita línea recta sino un palmo medido con la mano de un bebé.

    Los que creemos estar a salvo de ser declaradamente necios sabemos que, en realidad, los hombres no somos otra cosa que mujeres mal hechas. Y eso explica una cierta prevención masculina ante ellas. Quizá sea una forma de autodefensa; la que todo ser débil exhibe ante el fuerte cuando se cruza con él en una acera estrecha. Especialmente, si el fuerte disfruta siendo generoso con el frágil sin que se lo pidan. Creo que todo esto tiene mucho de miedo a correr el riesgo de permanecer indefinidamente en deuda con alguien. Se le puede quedar a uno cara de deudor para los restos y, quien sabe, quizá acaben echándoselo en cara en el momento más inoportuno.

   Ahora que hay tanto debate sobre los matrimonios diferentes, resulta que nadie se acuerda de esas parejas de hecho que están compuestas por un hombre de color gris soledad y una sonrosada muñeca de plástico, “made in Japan”, que tiene una pila recargable por corazón. Son ciudadanos encerrados en sí mismos pero respetuosos con la ley que guardan ese secreto doméstico tras la puerta, Su misterio tiene las medidas de una Barbie a escala natural. Ellos le han entregado el corazón porque suponen que la muñeca sólo se vuelve pasiva cuando decae su vitalidad alcalina de quita y pon. Al fin y al cabo, esa mujer de plástico fino se presenta ante ellos doblada como una camisa de El Corte Inglés pero gracias a un botón-fuelle fácil de manejar se transforma en otra cosa: una dama complaciente con piel de latex. Y con la ventaja añadida de que en la intimidad se le podrán decir palabras tiernas u obscenidades sin que ella se parta de risa o se cabree. 

   Hace tiempo, una de esas muñecas hinchables provocó una alerta de bomba en una oficina de correos de la ciudad alemana de Chemnitz. El artilugio fue devuelto por su decepcionado comprador, a través de Correos y la muñeca empezó a vibrar en el depósito de objetos, dentro de la caja en la que había sido embalada para ser devuelta a su tienda de origen. El cliente que había adquirido la muñeca por catálogo, naturalmente, decidió devolvérsela a su madre; es decir, a la compañía de ventas por internet. Aprovechando la garantía de devolución vigente durante los primeros quince días a partir de la fecha de compra, supongo. Un divorcio rápido y barato. Los funcionarios de la oficina de la cartería se pusieron nerviosos con los ruidos de la chica de goma que salía de aquella caja cerrada. No sé, quizá pensaron que era de goma-dos. Así que en cuanto el bulto dentro de su envoltorio empezó a moverse haciendo ruidos extraños, ellos llamaron con rapidez germánica al remitente para pedirle explicaciones. Éste alegó ante la policía que había devuelto la muñeca porque se encendía sola y siempre en momentos inadecuados. Como ya dije desde el primer momento, se trataba de uno de esos pobres tipos creídos en que las mujeres de plástico no deciden también el cómo y el cuándo para casi todo, incluido eso que están ustedes pensando. Y es que tengo la impresión de que los tipos aficionados a las “chochonas” que miden noventa-cincuenta-noventa no es que sean raros, es que son unos memos redomados y en un concurso de tontos quedarían por delante del ganador.  Estoy seguro de que aceptarían explosión nuclear como instrumento musical de percusión.

   Ya en los primeros años setenta Luis García Berlanga dirigió una película en Francia, Tamaño natural, en la que un médico parisino decidía separarse de su mujer --una especie de Bruja Reproches-- para liarse con una muñeca hinchable mucho más callada y complaciente que su ex. Aparentemente, claro, porque lo mejor de la película era el final. El protagonista desesperado por la mala vida que le daba esta nueva pareja --no tan sumisa como él había pensado-- decidía poner fin a sus males lanzando su coche al Sena con ambos dentro --el hombre y su decepcionante pareja sin alma-- para hundirse juntos.



    Adivinen cuál es el último plano de la película. Premio. Efectivamente, un plano panorámico del cauce del río con la muñeca flotando sobre las aguas. Viuda y superviviente.
Ya lo dice mi gran amigo Pedro García de las Heras: “no es cierto que todas las mujeres sean iguales pero, desde luego, todas han ido al mismo colegio”. Las de plástico, incluidas.  


domingo, 31 de julio de 2016

TIERRA DE NADIE (8)

8.- HUESOS EN EL ALMA

    Las gentes del sudeste asiático son de una pasta diferente. No de esa materia blanda en la que los occidentales hemos convertido nuestras convicciones; la suya tiene algo de esa piedra preciosa de color amarillo --muy cara-- que los gemólogos llaman Berilo-Heliodoro. A nuestra civilización europea, un poco vieja y demasiado cansada, la mantiene unida al suelo la fuerza de la gravedad junto a esa tendencia a conservar la menor energía potencial posible. Ellos, sin embargo, están situados boca abajo y se agarran con uñas y dientes a la Tierra –y a la tierra--  para no caer al vacío. Creo que saben algo que nosotros hemos olvidado ya: que no hay nadie que pueda llegar tan lejos como un pobre con ganas. 


   En el sur de Asia ocurren de vez en cuando grandes desastres naturales pero esas desgracias tienen la guerra perdida a la larga porque se enfrentan a una mentalidad de resistentes de trinchera. Ya saben, esa clase de soldados que aprovechan cada cese del fuego para plantar arroz en la zanja desde la que combaten. En esa parte del mundo, al Este del Este, la naturaleza no es un documental de la segunda cadena de TVE. Por el contrario, está llena de lagos que antes fueron cráteres de volcanes y de cuevas invadidas por unos murciélagos rojos que cuelgan del techo de las cavernas como si fueran ratas gigantes con alas. Allí hay ciudades con las calles atestadas de motocicletas, unas motos que frenan y aceleran de oído, con el claxon, pero que serían capaces de dar una vuelta de rotonda en mitad del alambre que los equilibristas tienen entre los dos farallones de un cañón. A lomos de una de esas motos vi una vez en Denpasar, la capital de Bali, a una familia indonesia de seis miembros. Bueno, pues aún les sobraba sitio para el que estaba a punto de engendrarse aquella misma noche. Hace menos de cuarenta años aquellas mujeres lavaban sus ropas en el Océano Pacífico sin quitárselas del cuerpo. Estaban tan acostumbradas a parir hijos mientras recolectaban el arroz que aprovechaban el filo del machete parar cortar el cordón umbilical del recién nacido. Comen carne de perro y llevan miles de años viviendo sobre el agua en barcos de caña de bambú que no se hunden jamás.



Sus cabañas de madera y barro siempre están orientadas hacia ese punto del horizonte del que invariablemente proceden las buenas vibraciones. Están tan hechos a la vida dura, ya digo, que hasta sus bicicletas han aprendido a nadar bajo la lluvia de los tifones. Riegan el huerto familiar en una isla desértica con el agua traída de otra isla inundada, a razón de un par de cubos por viaje y sus mujeres jóvenes esparcen el alquitrán en las carreteras a paletadas. antes de fundir la mezcla con su sonrisa. Porque ellas sonríen de otra manera, como si no se les hubiese atrofiado aún el músculo facial de la naturalidad. Desde pequeñas, esas gentes saben quitarse el hambre masticando la humedad espesa de los monzones y en épocas de sequía calman su sed tragándose dos veces la misma saliva. A pesar de los miles de muertos de sus terremotos y tsunamis a mí me parece que han conseguido ser algo que nosotros no hemos sido nunca: indestructibles. Es como si tuviesen huesos en el alma y por eso pueden levantarse más tiesos y ligeros después de la caída. Me di cuenta de ello, hace años, cuando visité una pequeña y famosa isla de Indonesia, Bali. Aquello era un Edén al que los antiguos occidentales finos iban a casarse para que su luna de miel fuera realmente de miel y no de sacarina pero unos terroristas islámicos –compinches de los porteadores mortales de nuestros trenes del once de marzo– convirtieron la ciudad de Kuta en un infierno, apenas dos meses después de mi regreso a España. A veces, los sueños de los hombres tienen despertares de pesadilla. Así y todo, estoy seguro de que el mundo que viene será de ellos, de esos asiáticos del sur -India, Malasia, Tailandia, Vietnam, Indonesia- y de los del norte –chinos y coreanos- porque son ya la única civilización verdaderamente fuerte que le queda al mundo. Aunque carezcan de estas escuelas modernas europeas donde nuestros hijos aprenden a no creer en nada y  a adorar algunas de esas patrañas falsamente justas que suenan tan bien. La diferencia entre un adolescente español y otro de aquellas tierras es que el nuestro piensa que tener valores básicos sobre la ética personal y sus verdaderos intereses es una enfermedad contagiosa contra la que debe vacunarse cuanto antes, mientras que el de allí jamás prendería fuego su casa para calentarse el ColaCao del desayuno con las llamas que salen de la habitación de sus padres. Esta Europa entrópica que un día aprendió a amar la libertad de los ciudadanos manchándose antes con la sangre privilegiada de los aristócratas tuerce hoy el morro delante del derecho a crecer de todos los trabajadores tercermundistas con ambiciones. Si Europa fuera aquella mujer de la mitología clásica hoy no le interesaría raptarla ni al Dioni. Se ha convertido en una solterona tan egoísta que sólo les echa una mano a sus criadas orientales para que le hagan casi gratis la manicura.


    En algunas cosas, los europeos en general  --y los españoles en particular-- hemos madurado al revés. Nos hemos dejado seducir por nuevas versiones –cada vez más flojas y cursis– de las dos ideologías dominantes. Ambas son muy radicales en la paja de las apariencias pero asquerosamente entreguistas en el grano de las ideas. Mal asunto, teniendo en cuenta que Asia no echa barriga a los cuarenta ni tiene alto el colesterol, gracias a milenios de alimentarse con arroz. Hasta ahora esas gentes llevaban el negocio familiar sobre la cabeza –dentro de un capazo de bambú– y únicamente echaban raíces en el viento pero se ve que ya han descubierto también la energía productiva como motor del progreso. Mientras aquí andamos debatiendo si las ratas de alcantarilla son galgas o podencas, allí están poniendo en marcha su propio tren de la Historia. Tirarán a dos manos de la cuerda que arrastra la locomotora sin vapor pero sólo hasta que terminen de llenar la caldera con la lava de sus volcanes. Después la máquina resoplará avanzando por su cuenta a la velocidad de esa clase de  movimientos que deben su libertad exclusivamente a sí mismos. Cientos de miles de ciudadanos de esos países pasan, de vez en cuando, una mala racha y quizá necesitan que les echemos una mano, cuando están recién golpeados. Estoy de acuerdo. Pero, sobre todo, lo que necesitan es que no les pongamos las habituales zancadillas protectoras que los mantienen tumbados en el suelo, a ras de las monedas que les arrojamos como limosna. Me refiero a esos palos que venimos echando a las ruedas de sus carros para que no corran por encima del límite de velocidad que les hemos fijado a nuestra conveniencia. Palos que ellos acabarán quemando para quitarse el frío de los huesos del alma. 



    En fin, que yo no me llamaría a engaño. Ningún sufrimiento conseguirá agarrotarles los dedos de los pies para dejarlos parados unos cuantos siglos más, como venía sucediendo hasta hace poco tiempo. Tienen la paciencia justa para guardar durante un par de años en la casa familiar el cadáver incorrupto de la abuela hasta tributarle el entierro que se merece. Digamos que se encuentran a dos mil años-luz por delante de nuestra vagancia creativa, de este amodorramiento moral que nos ha acabado embargando desde que decidimos sestear a espaldas de la pedagogía del esfuerzo, no únicamente físico. 

   Estoy seguro de que allí y ahora, entre aquel montón de tragedias decoradas con cieno y fosas comunes, no se está perdiendo ni un solo llanto de mujer por sus muertos. Aprovecharán hasta la última lágrima del llanto puntual –bien aligerado de la correspondiente sal– para regar con ellas la próxima siembra.     

     Nosotros, en cambio, preferimos tumbarnos en este sofá modelo imperio romano decadente para comer uvas de moscatel mientras escuchamos la lira de Nerón. Lo malo es que al otro lado del mundo empiezan a asomar las puntas de las llamas. Huele a chamusquina, como si Roma fuera a arder de nuevo.  

domingo, 5 de junio de 2016

TIERRA DE NADIE (7)






AMBICIONES

     La ambición es anterior al hombre y quizá tenga origen sobrehumano. Uno tiene la sospecha de que sin un poco de ambición divina Adán se hubiera quedado en escultura de barro firmada por ese primer artista que se llamó Dios. Y, a su vez, sin ninguna ambición humana el marido de la primera Eva seguiría siendo hoy un funcionario que ganó la plaza de guarda jurado del Paraíso en una oposición sin competidores. Sin esa fuerza interior de la ambición, ya digo, la escoba no hubiera llegado jamás a ser aspirador eléctrico y la Humanidad continuaría usando la fiebre de sus hijos enfermos por la peste como sistema de calefacción dentro de la cueva. Quiero decir que sin aspiración de llegar más lejos y subir más alto no hubieran existido Alejandro el Magno, Miguel Ángel, William Shakespeare, Juan Sebastián Elcano, Thomas A. Edison, Marie Curie, Alexander Fleming, Isadora Duncan, John Ford, Los Beatles y Bob Dylan. Y tantos otros sin nombre popularizado que ayudaron a cambiar el mundo, que no siempre la fama cumple con su obligación de premiar a todos los que valen más. Me lo dijo el genial novelista alcalaíno Miguel de Cervantes –a través de su personaje Don Quijote-- una tarde que me dio por repasar algunas de sus inmortales obras;

-         “Has de saber mi buen Sancho que ningún hombre vale más que otro, salvo por lo que hace.”

    Por eso hay pocas cosas tan absurdas como hablar de antagonismo entre progreso y la ambición individual. Sé de bastantes políticos actuales con una íntima y exagerada ambición de poder personal que tachan de insolidarias a las ambiciones particulares de los ciudadanos. El poder tiene eso, que procura su monopolio en todo, incluidas las palabras. Un amigo mío dice que Naomi Campbell no es más que Betty la Fea con mucho bronceador y unas cuantas ambiciones de más y creo que, en cierto modo, mi amigo tiene razón. Aunque exista gente equivocada con ese concepto --tipos que están convencidos de que para conseguir un árbol en el propio jardín basta con llenar un saco con hojas-- la ambición no tiene nada que ver con la codicia ni con la envidia. Son cosas distintas, que si se aparean pueden dar lugar a una mezcla explosiva. La misma que se produce cuando la yesca, el encendedor y una gasolinera cercana deciden liarse y forman un trío.

      En la Historia –me refiero a la que está siendo reescrita últimamente con la intención de añadir algunas aportaciones “creativas” a los hechos puros y duros– se afirma que la ambición ha sido exclusivamente masculina durante siglos. Para ser excepcionales, los casos de Cleopatra, las dos Isabeles I (de Castilla y de Inglaterra), Catalina la Grande, Bárbara Stanwick en la película Perdición, Jacqueline Kennedy, Madonna, la israelí Golda Meir, la alemán Angela Merkel  y todas esas amas de casa que aplican su dictadura blanda de puertas para adentro en sus hogares, me parecen demasiadas excepciones a la regla. Pero aun admitiendo tal teoría –la del tradicional machismo ambicioso– el discurso se viene abajo delante de esta realidad actual en la que cualquier estudiante universitaria española gana por goleada a casi todos sus compañeros varones de clase en materia de aspiraciones.  No hay más que echarle un vistazo a los resultados de los exámenes.

   En el sentido teóricamente machista de la palabra, el fulano más ambicioso que he conocido era mujer y se llamaba Susan Flaherty.  Susan era una de esas chicas que les das la mano y se quedan con el dedo en el que iba tu alianza. Cuando se paraba delante de la joyería Tiffany’s su sueño no era lucir la joya más cara del escaparate sino convertirse en dueña del establecimiento. Una noche que estábamos en el Club Astoria escuchando a Sinatra cantar My way la invité a bailar y me rechazó porque yo quedaba muy por debajo de sus aspiraciones, incluso para bailar esa canción inmortal en la voz de platino de Frankie. Fue entonces cuando se sinceró conmigo por primera vez:

-         “Yo espero todo de la vida. Aunque he de darme prisa porque no me queda mucho tiempo. Con esta ola de viento a nuestro favor, una mujer que antes de los cuarenta no ha conseguido ser dueña de medio país corre el peligro de que la hagan hija adoptiva del otro medio.”  

     Susan decía que una mujer sin ambiciones era menos que medio hombre. Trabajó para los principales bancos de la Costa Este -desde Rhode Island hasta Savannah- y alcanzó una fama indestructible como ganadora de mucho dinero para las empresas que la contrataban. Claro que cobrara tan caros sus servicios que cuando se despedía voluntariamente los accionistas respiraban aliviados. Aquella mujer era capaz de oler el patrimonio del hombre que le acababan de presentar aunque éste llevara encima dos litros de colonia 212 for men de Carolina Herrera. Podía tasarte entero con sólo echarle un vistazo a la raya de tu pantalón. Tenía una habilidad especial para permanecer fría como un iceberg delante de media docena de calenturientos admiradores. La última vez que la vi me confesó:

-         “Hasta Pierce Brosnan y George Clooney han fracasado al intentar seducirme a dúo. Sin embargo, entre el dinero y yo hay una atracción irresistible. ¿Sabes una cosa, encanto? Ningún rostro de hombre tendrá jamás para mí el atractivo de ese retrato masculino que figura en el centro de los billetes de cien dólares.” 

    Y luego están, claro, aquellos que confunden la ambición con la firmeza en las propias convicciones.  Que también son cosas diferentes. Conozco escritores que carecen de ambición –hasta el punto de que solamente aspiran ya a tener un buen cojín a mano sobre el que sentarse el día en que empiecen a resbalar por la cuesta abajo de la decadencia– pero están tan seguros de sí mismos que escriben cada nueva obra abordándola por el final, con la propia firma.  Una noche que estaba cenando con unos amigos en un restaurante de moda pude observar a la pareja que ocupaba la mesa de al lado. Parecían jefe y secretaria pero en aquel lugar habían intercambiado los papeles y protagonizaban el guion de una película abierta a cualquier final. El maitre, un lechuguino muy estirado, sugirió a la dama el menú de degustación de la casa. Ya saben, una de esas largas sinfonías de sabores compuestas por dos o tres moléculas de arte culinario firmadas con salsa de colores dentro de un plato con el diámetro de las ruedas de un camión. Aquella mujer –cuya piel iba vestida por debajo del treinta por ciento– interrumpió al jefe de sala para que no perdiera el tiempo:

-         “Sólo tomaremos el papel de la carta del menú” - cortó ella - “y creo que antes de terminar de leerla, mi acompañante ya me habrá pedido que me case con él. Así que vaya usted preparando directamente el champán del final.”


 (Sergio Coello)

domingo, 24 de abril de 2016

TIERRA DE NADIE (6)

CHICAS MALAS

Cuando éramos jóvenes todos teníamos un amigo listo que nos comentaba poniendo cara de Humphrey Bogart:
-    “De todas las chicas malas, las peores son las mejores”.

A eso, ahora que ya existe un nombre de enfermedad para cualquier deseo masculino, tendríamos que llamarlo hoy "síndrome de Mae West" pero entonces era mejor guardar un silencio de tipo estratégico. Ya saben, esa clase de mudez provisional que uno procura adoptar cuando no está de acuerdo con lo que  otro acaba  de decir pero no le  contesta  como se merece. Y no porque no se atreva a hacerlo sino para evitarle la oportunidad de que insista en su majadería. Porque en el fondo ya entonces pensábamos –y eso que todavía no habíamos hecho casi ningún viaje de vuelta– que las chicas malas están muy bien para la literatura, el cine y esa Historia pasada que ya sólo viene en las enciclopedias. A la hora de la verdad --quiero decir en la vida real--, los hombres acostumbramos a darnos cuenta a tiempo de que ni la más lanzada de las mujeres fatales podrá compararse jamás  con  una  buena samaritana.  Lo  malo  es  que  a  las samaritanas   les   gusta   más   pasearse   por   las   páginas   de   los Evangelios que por las aceras de nuestras calles.
Una vez descubierta la prodigiosa literatura de los grandes maestros de la novela negra --Raymond Chandler, Dashiel Hammet, Ross Mc Donald, James L. Cain, Chester Himes, Jim Thompson-- hay que admitir que las vampiresas dan mucho mejor juego para la imaginación de los hombres... con imaginación. Pero seamos claros, en esa realidad cotidiana que empieza con el afeitado frente al espejo y acaba con el último cepillado de los dientes por la noche, la mayoría silenciosa masculina prefiere llevar una buena chica de copiloto a la hora de conducir el coche de su propia vida. Entre otras cosas porque a bordo, y ya en ruta de la existencia de cada uno, no hay más remedio que poner un pie en el acelerador  de los sueños y otro en el freno de las frustraciones.
Pocos se atreverían a discutir que sólo una buena chica –esa clase de mujer que está dispuesta a proporcionarte un par de alegrías esa noche en la que descubres que te ha vendido tu mejor amigo por la mitad de lo que vale él– no tiene precio, con perdón. Una chica buena puede ser lo suficientemente generosa como para secarte con su foulard de Chanel recién estrenado el sudor de la última transpiración que emites cuando ya te ha llegado la hora. Y sentado esto, uno tiene que admitir –de eso, exactamente, quiere tratar este artículo– que donde más se nota la bajada de nivel del mundo actual respecto a todo lo que hemos perdido es que ya ni siquiera hay chicas malas con aquella calidad de las de antes. Ni en la vida real, ni en la ficción. Hoy la cosa se reduce a un par de modelos de perversidad femenina sencillamente deleznables a las que les han depilado definitivamente la inteligencia y el sex appeal. Esta televisión narcótica que tanto nos acosa ha entronizado en sus programas-gallinero a una variedad de mujer torpemente perversa y ciertamente inaguantable. Se la ve tan inculta, tan vociferante y tan exhibicionista que, en el mejor de los casos, cualquier tipo normal estaría dispuesto a acompañarla como mucho hasta el contenedor de la basura de la esquina. Con la condición de que se quedara a vivir dentro de él un par de años, por supuesto. El otro modelo es peor aún. Quiero decir más nocivo. Me refiero a esa fanática combatiente contra el infiel varón occidental; la que ya mamaba sangre vengativa desde sus tiempos de cuna. Esta otra chica mala, ultra-islamista fanática, de todo su cuerpo exhibe únicamente sus ojos porque para ella el erotismo es cosa de hombres. Y en su mirada se pueden advertir, desnudos y apareados, el odio contra la libertad de nuestras mujeres y una sumisión esclavista a los varones de su cuerda. Con ese equipaje moral averiado y el cinturón lleno de muerte, como buena asesina en serie, parte a cumplir su destino que consiste en añadir unos cuantos cadáveres más --incluido el suyo propio-- al tablero de ajedrez sobre el que se asienta media Humanidad. Son mártires –“mártiras”, dirían las bibianas y bibianos aido—de la nueva guerra almohade.
Así que, ya digo, comparar estos dos perfiles actuales de chica mala con aquella bailarina-espía llamada Mata-Hari o con Bonny Parker, la pistolera rubia real que inmortalizó en los años sesenta el director Arthur Penn con su película Bonny y Clyde, sería algo así como comparar una planta depuradora de aguas residuales con la línea de perfumes de Christian Dior.
Supongo que el feminismo radical no estará muy de acuerdo con estas conclusiones mías. Claro que el feminismo radical anda ahora en otras cosas, poniéndole sexo a las palabras y género a las personas; es decir, intentando organizar el mundo al revés. Es lo malo de aspirar a moverse galopando sobre el caballo de las míticas amazonas sin querer pasar previamente por el mal trago de encallecer el propio culo aprendiendo a montar. En lugar de una guerrera mitológica con un pecho cortado hoy tenemos a una chica trotando sobre un caballo blanco por la playa, como aquella del anuncio televisivo en blanco y negro de Centenario Terry.
Afortunadamente el progreso de la mujer no está exclusivamente en manos del feminismo radical. Hay mujeres que comparten estas reflexiones, sencillamente porque opinan de forma muy parecida a nosotros. Una de ellas, con la que coincidí en un vuelo Los Ángeles-Nueva York, me contó que ella antes había sido la viva imagen de la mujer despechada y que hubo una época en la que no tenía edad porque en lugar de años cumplía fracasos sentimentales. El amor suele estar mal repartido, eso es cierto. A veces se ceba con algunas mujeres haciendo que se vuelvan locas por el tipo más canalla de la ciudad. Ya saben, la clase de hombre que en el mejor de los casos besa de manera imprevista a su chica en los labios, no con los suyos sino con el puño cerrado. Aquella compañera de viaje me confesó que los hombres complicados le habían dado muy mala vida. El primer tipo del que se enamoró tenía verdadero terror a crecer y asumir responsabilidades. Había tomado la decisión unilateral de negarse a traer niños a un mundo que, a su juicio, los dejaba morir de hambre o los malcriaba, dependiendo exclusivamente de la cuna donde nacieran. Aquella pasajera me dijo que el último hombre complicado al que soportó llevaba un hospital psiquiátrico de bolsillo dentro de su cabeza. Y entre uno y otro fracaso sentimental se estuvo relacionando medio en serio con cierto fulano que firmaba cheques falsos con el cañón de su pistola y para dormir hacía un trío en la cama con ella y con su abogado de guardia.
- “Llegué a pensar que en mi  vida jamás aparecería un hombre simple” - Me dijo antes de lanzar una mezcla de sonrisa y suspiro que empañó el cristal de la ventanilla del avión a diez mil metros de altura sobre el Atlántico - “Ahora, en cambio, soy muy feliz - continuó - y ¿sabes cuál es el secreto de mi felicidad? Vivo con un tipo que me quiere y juega al béisbol sin que se le ocurra jamás mezclar ambas cosas. Lo que más me gusta de este hombre es que se levanta cada mañana asombrándose de que el sol pueda entrar por la ventana de nuestra habitación sin que él haya tenido que apretar ningún botón.”

Sergio Coello