lunes, 27 de abril de 2009

Taranto para el muerto

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El hombre de andamio que es víctima de un fatal accidente de trabajo no muere en olor de multitudes sino enterrado bajo los escombros, como los mineros asesinados por el grisú. Aunque es una pena sobre pena –en fin, una pena doble– que este tipo sepultado en algún lugar, bajo ese cerro de dos o tres toneladas de tabiques agusanados, cubiertas carcomidas y vigas de papel con aluminosis, no les quite el sueño a los poetas mientras tarda en aparecer su cuerpo.

Ya sé que su cadáver siempre acaba saliendo a la luz, inmóvil como un muñeco roto y maquillado con ese polvo arcilloso y calizo que espesa la salsa de sangre después un derrumbamiento. Lo mismo que los barreneros muertos dentro de la mina.


Sin embargo, a los mineros de Asturias les dedicó versos impresionantes el poeta cordobés Pedro Garfias y a los de La Unión les han cantado cartageneras inmortales -de esas que ponen la carne de gallina, quiero decir- Perico el Morato, Pencho Cros, Fosforito y hasta el mismísimo Camarón.

De acuerdo, no seré yo quien escriba eso de que no se las merecían o que así da gusto morir aplastado por el peso de la tierra. Pero ¡qué coño! es una pena –doble, insisto– que por los albañiles muertos en esta tierra no vierta una lagrimita-verso ni Dios.

El tirón del Caribe

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El Caribe tira mucho, un montón. Tanto que a algunos se les terminan las vacaciones y siguen allí todavía, cuando ya deberían estar de vuelta a casa ejerciendo la paternidad responsable y cumpliendo con sus compromisos profesionales. Tumbados sobre esa arena kilométrica, tan blanca que parece la sal fina que sale en los cantes por alegrías de Rancapino, a uno le falta voluntad para resistir la fuerza centrífuga de aquellas palmeras cuyas hojas anchas mueve el viento como si fueran abanicos verdes de gigantas mestizas, acaloradas de tanto darle gusto al cuerpo.


El Caribe tira mucho, es verdad. Tiran, por ejemplo, sus hamacas de hotel de lujo hechas para soñar que durante un par de semanas no existen las guerras ni las enfermedades irreversibles. Y tiran -más que una soga- sus mares de fondo coralino con el mismo color de los labios que lucía antes Demi Moore, cuando aún no había pasado la cuarta revisión de la iteuve con su cirujano plástico para que éste trucara su cuentakilómetros vital. Tira el Caribe –más que las tetas-bueyes del refrán– con su música salsera para darle gustito al alma junto a una de esas mulatas de piel de chocolate con leche que van resucitando muertos por donde pasan con sus bamboleos de cintura al compás de las maracas de Compay Segundo. Porque, seamos sinceros, sin ellas todo aquel mundo estaría hecho un cementerio.


Por eso muchos de los que van allí se abrazan a la cintura de América y juran en falso que no regresarán jamás. Y porque, en esas madrugadas dulces de ron de caña, con mucho hielo y unas hojitas de hierbabuena, es cuando mejor se puede disfrutar de todas esas cosas con las que soñábamos, realmente, -por envidiables- mientras nos mentíamos prometiéndonos inútilmente a nosotros mismos hacer la revolución y acabar de un plumazo con el hambre del Tercer Mundo.

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos III y IV.

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III. RAÍCES EN EL AIRE

Peter Ngu se encargaba de la Recepción en el Hotel Paradise. Había pasado de restregar su adolescencia en la niebla pringosa que envuelve los muelles del puerto de Nueva York a dar la bienvenida a los clientes del establecimiento con esa sonrisa natural que sólo aparece en los rostros del extremo oriente, la única gente que está convencida de que prestar un servicio es tan digno o más que pagar para disfrutarlo.


Mike Guffin, director de aquel hotel donde tenían prohibida su entrada las almas muertas, rescató al muchacho -mitad vietnamita, mitad norteamericano- de una pandilla de poca monta que hacía trabajos de fontanería en esas alcantarillas legales que transportan sangre desde el sudeste asiático hasta el mismo corazón del hampa occidental.


Peter nació a los nueve meses justos de que la única sobrina de Ho-Chi Ming tuviera una noche pasional en Saigón con un soldado norteamericano, un joven de Arkansas alto y fuerte que se había enrolado en los marines para curarse la enfermedad infantil de unos primeros cuernos. Se largó a Vietnam y conoció a la madre de Peter una semana antes de morir. Al parecer, supo aguantar el tipo hasta el final del fin aquel veinticuatro de febrero del sesenta y ocho cuando se fraguó el desastre yankee en la batalla de Hué.


El joven Ngu se encargaba de dar la bienvenida a los recién llegados al Paradise y podía reconocer de un vistazo si se trataba de la primera visita. De aquel padre fugaz con uniforme que olía al napalm de Apocalypsis Now a Peter le había quedado una mirada azul como el cobalto y ese valor que distingue a los que en las situaciones desesperadas sólo se derrumban después del último.


De su madre, en cambio, había heredado casi todo lo demás: la palidez de la piel, un par de rendijas entre los párpados y el convencimiento de que para un ser humano no hay mejor patria que cualquier lugar donde el hambre pasa a ser un mal recuerdo. De ella también aprendió esa especie de relativismo moral que invalida a cualquiera como juez de sus semejantes aunque haya estudiado leyes en Harward.

El muchacho creció en la tierra de un padre biológico que no había llegado a conocer y tras su encuentro con Mike perfeccionó la habilidad natural que tenía para recordar cualquier cara del pasado que se hubiese puesto al alcance de su mirada durante una décima de segundo. Como todos los que se ven obligados a vivir dentro de una piel en la que se han desteñido los colores mezclados de más de una raza aprendió a sacar provecho de esa clase de impurezas en el asunto del patriotismo. Quizá lo hizo con la misma convicción con la que, treinta años antes, su madre había abandonado Saigón corriendo detrás del ataúd de un militar enemigo que la amó durante unas pocas horas. Simplemente, porque ella se había empeñado en dar a luz al hijo de ambos lejos de aquella guerra que los separó.


Al recepcionista Peter Ngu, una mezcla perfecta de oriente y occidente, sólo le ponía nervioso la mirada de Roxie Ball, la chica del gángster Frank Matone. Matone también se había refugiado en el Paradise para vencer la tentación de entregarse a la policía y volver a hacerse millonario publicando sus memorias desde la cárcel. Roxie tenía veinticinco años menos que su protector y un cuerpo responsable de muchas tortícolis masculinas en los bajos fondos. Recordaba bastante a aquella Marilyn Monroe de La jungla de asfalto, cuando la vida de los gángsteres crepusculares se cruzaba con la de las rubias jóvenes y ambiciosas en una pantalla en blanco y negro, como si se tratase de un paso de cebra.


La historia de Peter me la contó una noche Paul Gallagher, el veterano periodista que había fijado su residencia definitiva en la habitación 333 del Paradise desde que dejara de escribir en un famoso periódico por voluntad propia. Él mismo me lo dijo:
-“Muchacho, Tiré la toalla el día en que comprendí que lo único digno de crédito que publican la inmensa mayoría de los grandes diarios es el recuadro con el precio del ejemplar.”


Gallagher era un zorro de aquel viejo periodismo que sólo dependía del talento individual y del pulso febril de la sociedad. Recuerdo que supo resumirme perfectamente la vida del recepcionista en una crónica improvisada de ciento veintisiete palabras:
-“En realidad, ese chico, Peter, es la milagrosa consecuencia correcta de una decisión equivocada. Entre la revolución y el amor, su madre eligió lo segundo en el peor momento: cuando la revolución andaba a un tiro de piedra de convertirse en el poder y a su amor le separaban un par de pasos de la muerte. La vida ofrece esa clase de misterios que luego copian los malos novelistas Una mujer perdida en un país incomprensible no sólo llega a conseguir que su hijo eche raíces en el aire sino que, además, logra impedir que tome cualquiera de esos atajos que ofrecen la calle y la noche a los corderitos para que se presenten por su propio pie, y sacando pecho, hasta las mismas puertas del matadero.”



IV. VOZ EN LA MIRADA


La primera noche que escuché cantar a Melody Marker en el bar-club del Paradise me acordé de esos sabores perdidos de la infancia en los que resultaba imposible distinguir lo dulce de lo picante. Tenía un hilo de voz que era lo poco que se había salvado de sus cuerdas vocales después de una vida de tobogán en la que hubo muchos excesos; casi todos para olvidar a hombres de los que se enamoró de noche y la desengañaron a la mañana siguiente, con la luz del día. También conservaba en el rostro las huellas de un camino de rosas en el que tropezó demasiadas veces con las espinas.


El caso es que Mike Guffin, el dueño de aquel hotel alejado del mundo para verle mejor, tenía esa clase de olfato que es capaz de dar con el aroma de una violeta no del todo marchita dentro de un estercolero. Él fue quien decidió, contra toda lógica empresarial, contar con Melody para que amenizara la estancia de los clientes que se animaban a bajar por la noche al bar del establecimiento para tomar la última copa.


Creo que de todos cuantos siguieron creyendo en la Marker como artista cuando ya se le habían acabado los buenos tiempos, sólo Mike supo adivinar que ella era una de esas cantantes hechas polvo que siempre estarán en condiciones de utilizar las pocas gotas de sonido que aún brotan de su garganta como excusa. Quiero decir que lo realmente conmovedor de las canciones de Melody Marker era el estilo, aquella forma de decirlas con una mirada llena promesas imposibles en la que pespunteaban unos cuantos sueños de juventud rayados por las cicatrices de la vida. Al piano la acompañaba Roger Brown, un negro con apellido obvio que era tataranieto de aquel tío Tom cuya cabaña se convirtió en la más famosa del estado de Louisiana.


Roger tenía la piel de ébano y manejaba las teclas con una suavidad prodigiosa, controlando la velocidad de los dedos. En el Paradise se rumoreaba que aquella cualidad se debía a la combinación de sus dos pasados; uno de pianista en la orquesta de Ray Coniff y otro de pura supervivencia, como tahúr, moviendo los naipes delante de las narices de esa gente con tanto miedo a la realidad que piensa que la suerte consiste en jugar y perder y por eso prefiere pagar dinero para que la engañen.


Roger Brown parecía el acompañante musical perfecto para Melody. La propia cantante me lo confesó una noche, durante el intermedio de su actuación:
-“¿Sabes una cosa? Una ya no está en la edad de quitarse el guante como Gilda mientras canta Put the Blame on Mame pero he observado que cuando me apoyo en el piano de ese tipo y canto acodándome a su lado, mi figura mejora mucho y los hombres todavía me miran el culo con buenos ojos.”


La Marker prefería dedicar sus canciones a la gente joven del Paradise. Unas veces se acordaba del botones Andy, un adolescente del que corrían rumores de que llevaba en las venas sangre bastarda. Concretamente de Frank Matone, el cliente mafioso que tenía reservada todas las habitaciones de la última planta. Otras iban para Jack Daniels, el camarero que atendía la barra del club y cuyo apellido era tan redundante como el del pianista negro.

Pero las mejores actuaciones de Melody iban dedicadas casi siempre a Roxie Ball, la amante veinteañera de Matone, el viejo gángster alojado en el escondite del Paradise y para el que había trabajado Mike Guffin en otros tiempos en los que ambos decoraban la noche con luces de pólvora y casquillos de bala. Roxie le recordaba a ella misma en sus comienzos, cuando cualquier ambición rubia que deseara subir en ascensor hasta la última planta del rascacielos del triunfo debía contar con dos virtudes imprescindibles: un buen par de tetas y la protección cariñosa de algún padrino poderoso y crepuscular.


Rescatada por Guffin de sus numerosos tropezones en la calle de la vida, Melody tuvo un feliz encontronazo con Paul Gallagher, el escritor que se alojaba en la habitación 333, desde que decidió que no valía la pena teclear ni una palabra más porque todo estaba ya escrito. Ambos se vieron las caras en el hall de la planta baja del hotel. Nada serio.

Ella acababa de llegar, recién contratada para cantar por la noche, y aún no había olvidado que mucho tiempo atrás había aparecido como fugaz personaje de relleno en la primera novela de Gallaguer, la de mayor éxito. El asesinato de una cantante -que era una copia exacta suya- en la cuarta página del libro, servía de pretexto para el desarrollo del argumento.

Melody entró y vio al periodista, autor de la novela, junto al mostrador de Atención al Cliente. Delante de todos le besó en los labios y luego le dijo:
-“Señor Gallagher, ésta es mi forma de agradecerle lo que hizo conmigo en su primer libro de ficción. Suele decirse que a ninguna mujer le gusta que la conviertan en víctima sin haber tenido antes la oportunidad de demostrar que, a lo mejor, hubiera dado mucho más juego como verdugo. Pero, qué quiere que le diga, como personaje yo siempre preferiré que me maten al principio de una novela. Es mucho peor morirse de aburrimiento en la última página.”

(Continuará…)

martes, 21 de abril de 2009

CABALLO VIEJO

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Don Juan Tenorio - que se llama Tulio, ronda los cincuenta y las amigas de su mujer dicen que tiene sienes plateadas de canalla fino. Como Clark Gable en sus mejores tiempos. Don Juan -Tulio- recibió hace poco el encargo de ejecutar las obras de restauración del convento de las Esclavas de María.

Y aunque con ello no contaban ni el arquitecto autor del proyecto ni el pleno de la Conferencia Episcopal, ni siquiera el Papa de Roma, doña Inés estaba de superiora en aquel cenobio ejerciendo bajo el nombre de sor Mariana; así que pasó lo que tenía que pasar y el amor se presentó sin pedir permiso de entrada a la boca del torno. Que, ya se sabe, el amor es ciego, poeta y antiguo, como Homero.

Don Juan y doña Inés, Tulio y sor Mariana, el maestro de obras y la madre superiora ya se están amando locamente como en aquella canción de verano de las Grecas y han huido juntos para empezar una nueva vida o para huir de la muerte, o por cualquiera de esos motivos irracionales por los que uno se enamora de quien no debe. Pero el caso es que se han fugado, volver a empezar, begin the begine, para partir otra vez desde cero como si eso fuera posible.


Claro que no hay historia de amor sin víctimas o sin dolor de terceros, por más que eso sólo lo descubre uno cuando le toca hacer el papel de abandonado o el de soñador de amores imposibles. Así que esta pareja ha dejado atrás un rastro de hijos -asombrados de que su padre les haya robado en el teatro una escena veinteañera que, por edad, les correspondía a ellos- y una ex-mujer que se ha quedado con los dos pisos del matrimonio a su nombre y, lo que es bastante peor, con esa desolación terrible que consiste en descubrir que el hombre con el que has estado conviviendo más de veinte años era un perfecto desconocido que cuando hablaba aburridamente de cementos por fraguar, arcillas expansivas y cubiertas en mal estado, en realidad, lo hacía para ocultar, guardada en el congelador de su pecho aparentemente gastado, una nueva pasión hasta que llegara otro abril distinto y ajeno que le animara a tirar por la ventana tanto más de lo mismo.

Doña Inés también ha dejado plantado a Dios. Pero Dios no es como algunos hombres que conozco, que fueron abandonados por sus mujeres y perdieron la razón de vivir porque para ellos la razón de vivir consiste en disponer de un par de comidas calientes al día y tres mudas limpias y planchadas a la semana.



Al fin, ya era hora, ha estallado la primavera tardía, como debe ser, y estos días andan saltando chispas en alguna habitación de cualquier motel de carretera, chispas que no podrán apagar las lagrimitas perdedoras. Mientras tanto, el burlador y su paloma se mofan del paso del tiempo y del papel de comparsas que el mundo les había asignado en este segundo acto de la obra de sus vidas.

Sergio Coello




CONFESIÓN

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Hay estaciones - como ésta, sin ir más lejos - que se hacen interminables, señoría. Y para los amantes despechados, más. Todo lo que ha sucedido parece fruto de un conjuro dictado por el rencor de algún antepasado fantasmal de los novios abandonados. Ya se sabe que casi siempre las apariencias engañan, pero es que todo lo que me viene pasando desde aquel maldito día en que comenzó la temporada, señoría, recuerda a las maniobras orquestales en la oscuridad que caen sin avisar sobre el novio de toda la vida que, de pronto, deja de serlo sin su consentimiento. No sé si usted sabe, señor juez, lo que es un amante despechado al que - !ay, pena, penita, pena¡ - le cierran la cancela del patio de la muy pérfida. Y su familia, luego, cubre con sal las piedras de su calleja y escribe encima !piérdete¡ para que lo lea todo el mundo.

De acuerdo, lo elegante sería reaccionar como algunos cuando pasan por la misma situación, haciendo de tripas, corazón; dando la media vuelta y echando a andar en dirección a su casa mientras silban Yesterday, sonriendo como si nada. Pero reconozca usted, señoría, que, más tarde, una vez dentro de la guarida, -usted también- la mayoría de los hombres abandonados por ella nos hemos puesto manos a la obra con la maquinaria resentida e implacable del desamor.

Parece mentira, señor juez, que usted haya olvidado que el amante despechado acaba adoptando ese aire trascendente de las resistencias numantinas y finalmente se aplica en disparar, empecinado, contra todo lo que se acerca al recinto de sí mismo, convertido ya en muralla sorda, porque uno se niega a aceptar que ya no ocupa el centro del universo ni reina en el femenino corazón cautivo de antaño. Esa es la razón de que se ponga a rumiar boleros a distancia para ella y que, en lugar de salir en televisión cantando Amanecí otra vez entre tus brazos con el sombrero de Jorge Negrete sobre la calva, empiece a meter las balas - una por una - en el cargador y luego apunte a su propia sien.



Sergio Coello

lunes, 20 de abril de 2009

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos I y II.

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Capítulo I. LA TERCERA MITAD DE LA VIDA

Del Hotel Paradise decía su director, Mike Guffin, que la principal ventaja consistía en que dentro del edificio regían unas reglas de juego diferentes.
Una noche me confesó:

-“El Paradise es como el pasado o el extranjero. Aquí las cosas suceden de otra manera”

Según Mike, que había hecho ya el viaje de vuelta desde los bajos fondos hasta la regeneración personal, aquel hotel estaba muy alejado de cualquier parte del mundo y hasta su entrada no podían llegar el ruido y la furia de estos tiempos.

Empleados y clientes coincidían en la opinión de que el Paradise era un oasis escondido en ese desierto que es el mundo que estamos construyendo.
Paul Gallagher -un novelista acabado que se había retirado a aquel lugar porque decía que ya estaba escrito todo lo que tenía que contar- me confesó una vez que entre los muros de aquel edificio, cubiertos en su cara externa por buganvillas en flor, era el único lugar donde se sentía realmente a salvo de las salpicaduras de sangre y las tormentas de hielo mental que el cielo descarga de vez en cuando sobre las ciudades-mecano.

Y la cantante Melody Marker, que amenizaba las noches del bar-club del hotel con canciones que ya nadie volverá escribir jamás como My man o Summertime, cantaba un blues cuya letra decía que en el Paradise no había espacio para las gentes sin alma.



Melody, que en otro tiempo había sido grande como Billie Hollliday y Barbra Streisand, ya sólo cantaba con los ojos pero seguía encogiéndote el corazón con aquel lamento suyo de chile con miel.
Era una de esas mujeres que tienen el arte de la conversación y opinaba sobre cualquier cosa a través de metáforas que apuntaban directamente al corazón de quien la oía.

Una noche me confesó que en el ambiente que envolvía al Paradise no sobreviviría ni media hora cualquiera de esas moscas que ponen sus huevos dentro de los agujeros que la miseria abre al otro lado de la raya del mundo. Se trataba de una mujer madura y hermosa.

Estaba convencida de que cuando uno tiene ya hechos todos los deberes para consigo mismo no importa demasiado que la nostalgia sea una enfermedad incurable. No sólo ella, todos los que vivían en el Paradise, empleados y clientes, parecían haberse librado de la picadura de ese escorpión que habita debajo de la piedra con la que casi todos tropezamos más de una vez.
Ya saben, el veneno que empieza a consumir por dentro a la gente normal a partir de la tercera mitad de su existencia; cuando el tiempo de cada cual ya no se mide en años sino en sueños de juventud convenientemente desahuciados.


A Melody la había rescatado para alegrar las noches del Hotel Paradise Mike Guffin, su director-gerente. La sacó de un arroyo escocés de malta cuando coincidió que ella estaba a punto de tirar la toalla y él tenía decidido no trabajar ni un día más para la mafia sino para sí mismo. Mike cambió la pistola por una escritura de propiedad de un hotel cerrado cuya cubierta amenazaba ruina y tras desempolvar una vieja bolsa escondida, que estaba llena de fajos de billetes y resumía su pasado, se acordó de todos aquellos -pocos- a los que debía algún favor. Enterró en aquel hoyo la parte de su vida durante la que se había estado alumbrando los pasos con fogonazos de pólvora y recuperó al novelista Gallagher y la actriz retirada del viejo Hollywood Blanche Anderson como huéspedes fijos. También le ofreció la mejor suite a su antiguo jefe, el gángster Frank Matone, como último refugio para que se escondiera de las tentaciones del arrepentimiento. Además, hospedó en la última planta a un tipo extraño al que todo llamaban Slater, un apellido tan falso como la voluntad de muchos políticos de resolver esos problemas que les permiten mantenerse en el poder mientras éstos persisten.

Guffin tenía buena memoria y eso permitió que el pianista negro Roger Brown volviera a deslizar los dedos sobre teclas negras y blancas en lugar de seguir empleándolos en agitar los cubiletes de los dados en garitos de mala muerte. Otra mujer, de las muchas que habían pasado por la vida de Mike, era Marion Barnes. Marion tenía un cuerpo espléndido que apenas había malgastado con tipos que no merecían la pena pero la mala vida no había podido con ella del todo. Era dueña del secreto de Mike y aceptó, sin titubear, su oferta para que supervisara el servicio de habitaciones en el Paradise. Marion fue la que me enseñó la llave de aquel secreto:
-“Mike es de esos que opinan que lo peor que se puede hacer en este mundo es olvidar un gesto de amistad. Se dejaría matar antes que traicionar a alguien que le ofreció un cigarrillo en el velatorio de su madre.”

(Continuará…)




Capítulo II. SUBIR POR LA ESCALERA DE BAJADA

La actriz Blanche Anderson rompió el contrato que la unía a sus productores el día en que le quisieron imponer un papel corto que consistía en hacer de pieza de charcutería en una película dirigida por un niñato que aprendió cine en la consola de los videojuegos.

La dignidad de Blanche le impidió emprender ese ascenso a pie a través de una escalera por la que ya sólo bajaban atropelladamente las principiantes. Ella no era de las que habían plantado sus manos sobre el cemento blando de la acera de Hollywood Boulevard para que luego, una vez seco, los turistas se hicieran fotos mientras pisaban su nombre con las zapatillas deportivas sudadas por dentro pero, sin embargo, se había ganado un respeto como actriz solvente entre las del montón.

Tras ganar el título de Miss Arizona a los diecinueve, atravesó el Valle de la Muerte en un autobús que moría en Los Ángeles (California) y sin salir de Hollywood rodó una docena de películas de serie B.
Ya saben, guiones escritos con talento y fotografiados en blanco y negro con poco dinero, aunque sobrados de decencia artística. Películas cuya dirección había caído en manos de unos tipos que se tomaban el rodaje de cada plano con el mismo compromiso moral con el que un carpintero transformaba un tronco de haya en una butaca de patio para el cine. Gentes, todas ellas, cuya brújula profesional apuntaba hacia el mismo Polo Norte ético: ni el asiento ni la pantalla debían amargarle la vida al espectador durante el tiempo que permaneciera dentro de la sala.



La actriz se cruzó por primera vez con Mike Guffin antes de que éste fuera director-gerente del Paradise una noche de julio de mil novecientos noventa, cuando ambos cenaban en el Coconout Grove, a solas y en mesas contiguas. Mike reparó en ella y comparó su rostro real con una foto de la actriz que colgaba de la pared haciéndole poca justicia.

-“De haberla conocido a usted, Oscar Wilde jamás hubiera escrito El retrato de Dorian Gray - le dijo Mike mientras alzaba su copa de vino a la salud de ella - El rostro de esa fotografía sigue igual de hermoso que antes, usted es ahora mucho más bella y el diablo ha envejecido tanto que sus ofertas de eterna juventud carecerían de la menor credibilidad. ¿Sabe una cosa, señorita Anderson? De cuanto conozco, usted y el vino de esta copa son las dos únicas excepciones a esa ley universal que hace que todo lo bueno empeore con el paso del tiempo.”

Aquella noche, Blanche y Mike acabaron tomando el postre juntos y luego se bañaron desnudos en la laguna que hay frente a la terraza del famoso restaurante. Cuando él cambió de oficio y de herramienta de trabajo -la metralleta por la estilográfica para firmar la escritura de propiedad del Hotel Paradise- Blanche Anderson tenía ya reservada una habitación con vistas a la clase de paisajes que sólo pueden ver aquellos que hacen el viaje de vuelta; ese mundo en el que se aplica sin la menor piedad la reserva del derecho de admisión contra el mal gusto.

La actriz retirada era uno de los escasos clientes fijos del establecimiento y allí seguía ofreciendo gratis a empleados y clientes el espectáculo de su bajada a pie por la escalera principal del hotel a la hora del desayuno. A veces, solía pasear por el jardín con una sombrilla de colores y, a poco que la luz del día le echara una mano, tenías la impresión de que aquella mujer acababa de escaparse de un cuadro de Auguste Renoir. Las malas lenguas decían que entre Blanche y Mike no había pasado nada que no se pudiera contar en voz alta porque ella sólo había estado realmente enamorada una vez en la vida.

Concretamente, del actor Clint Eastwood, cuando éste empezaba, y con el que había coincidido apenas una hora durante una prueba de estudio. Al parecer, en ese breve lapso de tiempo hicieron cosas para las que otras parejas menos lanzadas necesitarían un par de años como mínimo. También se rumoreaba que desde su retirada del show bussiness el corazón de Blanche había desertado del amor en tiempos de guerra, que son casi todos.

Sin embargo, una silueta con el esqueleto de Slater -el tipo misterioso que se había registrado con un apellido que sonaba tan falso como el pacifismo de un guerrillero- cruzaba de tarde en tarde, y en la oscuridad de la madrugada, el metro y medio transversal de pasillo que separaba ambas habitaciones. Peter Ngu, el recepcionista mestizo que era hijo de un soldado que estuvo en Vietnam y de una sobrina de Ho-Chi-Ming, fue quien mejor supo definirme cómo era la actriz retirada Blanche Anderson.

Una noche, frente al mostrador, mientras me daba la llave de mi habitación, me dijo Peter:


-“Esa mujer es el cliente perfecto para el personal de servicio. Se alimenta únicamente de ensaladas y todo está siempre okey para ella. Hay una encuesta secreta por ahí revelando que uno de cada dos hombres casados de su generación pensaba en ella cada vez que tenía que comerse la misma manzana con la misma Eva el sábado por la noche.”

(Continuará…)